Cuéntame cómo llueve en lo recóndito del tiempo, cuéntame de tu nieve, bajo el sol de agosto. Sí, dime de los ejercicios matemáticos inadvertidos por el ocio, y de cada pan que se quema en la metáfora del horno.
Cántame las melodías perdidas en espacios rotos, y desármame la fantasía, haz que truene todo. Vístete de condena, y enlaza las cadenas, viértete como sangre en las arterias literarias del morbo. Dime cómo hago para desplazar las sombras, bañarme en lodo.
Castiga al incierto mar de lágrimas y tesoros, desentierra cada uno, desármame el reloj inaudito, y conviértete en el frío. Cuéntame cómo se hace para desaparecer el oro, para concederle al sol un poco más de agua, un poco menos de cloro.
Invítame al paraíso del fuego hecho, en cenizas, un juego de mesa más en la cárcel de las risas y apresúrate al verano, no sea que desista, no sea que me caiga y te busque entre las cartas perdidas. Apúrate a la meta, tú…
Tú y cada memoria desierta del temor y la particularidad desenvuelta.
Tú y mi impresión de la soledad, vestida de somnolencia, inclemente y amarillenta.
Tú, la representación de la insignia gris, desgastada y descocida de la ciencia.
Dime, si pudieras desprenderte de la nube que te lleva, ¿volverías a caer sobre la herida abierta, para inyectarte como heroína en las venas que hoy yacen muertas?
El libro se abrió en la página ochenta, como siempre, como todas esas veces que se piensa en la partida del latido, y se encierra la yugular en una celda de castigos chinos.
Pensé que quizás me sobrepondría con un trago azul y unas gotas verdes sobre las rodillas, pero pensar es un acto de lógica avanzada, el curso que reprobé toda la vida…
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