Sobraba
el instante en la mesada, el humo de las cebollas en aceite amenazaba con
exponer las sombras al vapor. Y yo te miraba, juntando valor.
Bastaron solo
segundos para el incesante llanto sin excusas, los platos se rompieron contra
la pared de la razón,y ya
nada detuvo tus pasos.
El corazón
por unos minutos se quebró. Las miradas volaban entrecruzadas con algunas lágrimas
solitarias y el tiempo descompuso sobre el cajón.
Los bordados
lejanos, que decoraron mi habitación, se aproximaron a la muerte, de la mano
del perdón.
Cada
sonido ambiental desentonaba con el negro augurio en la ventana. La noche se
acomodó a la forma de tus manos, y todas las estrellas sangraron al unísono de
una canción de despedida.
Le prometí
a mis instintos valorar cada mañana, pero el estómago vacío recordaba el
desayuno que ya no apreciaba, tostadas con manteca y mermelada.
Pudimos
quizás detener algún atardecer en los juegos de una plaza, o quizás podríamos
haber nunca tomado un helado y dejar que el invierno se escapara con las demás
estaciones, quedarnos en el limbo, volar un cometa en el abismo, ahora blanco
en tu fría mirada.
Cada
vez que lo recuerdo, siento como se parten las almas de todas las memorias
compartidas con tu difunta palabra.
Bailarán
los astros arriba de mi cabeza oxidada y reirás, seguro, malvada. Y beberás del
vino que mi sangre no colectó en las vendimias pasadas, reforzarás la coraza
que me envuelve, y flotarás en alguna madrugada sobre mi cama en la que no
duermo, no, el insomnio es genéticamente proporcional a la mala racha.
Asombra
el futuro, no estás en los planes del mundo y pretendo morir mientras
estornudo. Asusta, lo sé, saberte ausente de mis adicciones, pero escribirte es
un placer de dioses, en mi agnosticismo nunca casual.
¿Volverás?
Pienso
que la distancia es un pesar, diez metros bajo tierra es para mí una eternidad.
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