Precavido tiempo, disperso entre las miradas del reloj perverso, desaparece como corriendo al fin de la razón; y aparece vivo, arrastrando la piedra del segundo que al maldito le apetece. De repente vuelca su sangre aguda sobre las cortinas del comedor, disfrutando de la muerte lenta; durante la hora estrecha del corazón, que galopa, separándose del malhumor. En una tarde compleja e indirectamente astuta.
Premisas del silencio, una aguja que inspira a la que sigue, derribándose eternamente hasta parecerse impuestas, y casi arbitrariamente dispuestas.
Tic tac, misioneros sonidos que disparan la histeria acomodada, que se disputan el poder de la morada. La habitación del episodio pasado, donde cada peón comía un pedazo del rey, para que pareciera un error de tipeo, para que nadie dudara de su integridad. Pioneros de la farsa, pudieron esforzarse más.
Vete de aquí y no vuelvas, no formes parte de esta catarata de ideas destructivas, derrite tu hielo y vuela. Nunca pensó tal desacato, nunca usurpó más de lo que le permitía su moral impía y racionalizada en teorías putas de la conservación y la permanencia. Capitales austeros. Decadencia. Dijo, y murió con su bandera clavada en su calvo trasero intestinal.
El fenómeno de la intrascendencia. El cordial saludo a la realeza de la astucia. El palacio de la luna, y el jamón. Bastardo hijo de la estrella, silenciador del arma letal. Cada uno de los especímenes vuela con el mismo canto, al más allá de los ojos, sin brazos ya. Nadaría para comprobarlo, y llevaría mi brújula de juguete para perdérmelos de vista, para no encontrar rastro alguno de la ironía que conlleva el verbo en el texto demencial.
La píldora se hizo agua, pintada, claro… se desprendió de la morfina que supo una vez disfrazar. Brindando, entonces, la bella, la bestia y la sal.
Despídase, no espere respuesta. Miró, el tiempo, atrás y supuso el final. Aunque precavido, distraído de su celda, hizo tic, hizo tac, y lloró lágrimas de oro, y transpiró sudor de plata, y finalmente sangró mercurio, su sangre siempre más barata, suspiró porque respirar no pudo. Y al cabo de medio día, el atardecer se hizo noche, como siempre, como su espalda debía.
Premisas del silencio, una aguja que inspira a la que sigue, derribándose eternamente hasta parecerse impuestas, y casi arbitrariamente dispuestas.
Tic tac, misioneros sonidos que disparan la histeria acomodada, que se disputan el poder de la morada. La habitación del episodio pasado, donde cada peón comía un pedazo del rey, para que pareciera un error de tipeo, para que nadie dudara de su integridad. Pioneros de la farsa, pudieron esforzarse más.
Vete de aquí y no vuelvas, no formes parte de esta catarata de ideas destructivas, derrite tu hielo y vuela. Nunca pensó tal desacato, nunca usurpó más de lo que le permitía su moral impía y racionalizada en teorías putas de la conservación y la permanencia. Capitales austeros. Decadencia. Dijo, y murió con su bandera clavada en su calvo trasero intestinal.
El fenómeno de la intrascendencia. El cordial saludo a la realeza de la astucia. El palacio de la luna, y el jamón. Bastardo hijo de la estrella, silenciador del arma letal. Cada uno de los especímenes vuela con el mismo canto, al más allá de los ojos, sin brazos ya. Nadaría para comprobarlo, y llevaría mi brújula de juguete para perdérmelos de vista, para no encontrar rastro alguno de la ironía que conlleva el verbo en el texto demencial.
La píldora se hizo agua, pintada, claro… se desprendió de la morfina que supo una vez disfrazar. Brindando, entonces, la bella, la bestia y la sal.
Despídase, no espere respuesta. Miró, el tiempo, atrás y supuso el final. Aunque precavido, distraído de su celda, hizo tic, hizo tac, y lloró lágrimas de oro, y transpiró sudor de plata, y finalmente sangró mercurio, su sangre siempre más barata, suspiró porque respirar no pudo. Y al cabo de medio día, el atardecer se hizo noche, como siempre, como su espalda debía.
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