Esta es una historia que
advierte de realidades, o podría decir que es real, pero ¿quién ha de
juzgar la realidad?, es decir, ¿quién si no el lector para responder a
esta inquietud constante, que a mi ya no me surge, respecto de la
verosimilitud de un relato? Es probable que en la ambición de un autor
permanezca la necesidad de hacer realidades, aunque ya en el mero verbo
en infinitivo subyace una creación. Ahora bien, aquello creado ¿acaso no
es real? Lejos de remitirme a cuestiones inverosímiles como la
teología, o la trivialidad de lo antropomorfo, o (la ciencia me libre)
vampirismo y hechicería; me voy a remitir a la vida misma, esa vida que
supera la fantasía con hechos fortuitos y dejavús carcomidos por la
consciencia atareada de la repetición.
Día tras día el respirar es
automático, hora tras hora, minuto a minuto. La consecuencia de
respirar y consecuentemente de todas las acciones imperceptibles del
cuerpo (imperceptibles no por lo sigiloso, sino por lo viciado del mundo
exterior), es la vida. Y no es un imperativo (aquí y ahora) el
descubrir, como quien quita el velo de un cuadro para mostrarlo a la
audiencia de una galería de arte, el sentido de la vida. Puesto que si
de hablar de sentidos se trata, la individualidad adquiere una
importancia atroz.
Se trata de revalorizar el misterio de lo real.
Pero, ¿vende? Catastróficamente, no. Ay de los lectores, sus ojos, los
míos que son los mismos, ¡y las manos! Al girar la hoja las manos
concentran una energía pulsante que irradia necesidades, esperanzas,
tropiezos y abstracciones del mero movimiento. ¡Ay de las manos! El
sufrimiento de perder lo poco que quedaba de tacto en párrafos y
párrafos de verdades que son un oxímoron de las verdaderas verdades que
quedan tiradas bajo la mesa, justo al lado del pie que quedó libre para
hacer contacto con el suelo, allí donde los restos de inquietudes se
abrazan con una sensación maravillosa que se pierde por maravillarse
sólo los ojos con imágenes lejanas y familiaridades vestidas de una
gótica caricaturización del tedio.
Mientras pensaba en ello, se le
hizo oportuna una taza de café. Sonrió ante el hecho de releer mientras
calculaba cuándo librarse de ese extenso párrafo con un punto y aparte
que pedía la palabra insistentemente. Y entonces se levantó.
Un
sorbo bastó para recuperar la línea y continuar. Le costaba, a veces,
convenir con su propia consciencia qué relatar cuando era el momento.
Porque cuando nada importaba, es decir, cuando las manos quietas, todas
las partes actuantes celebraban un convenio para el que no hacía falta
firma alguna.
Yo no me correspondo con tal o cual literatura, pero
me deslindo de los cánones, los viejos y los nuevos, pero especialmente
los nuevos: la valorización de la belleza exterior, la polución
acartonada de personajes vacíos, la desnaturalización de los contextos
sociales, la extrema referencia a un orden impuesto, la manipulación de
la libertad a gusto y placer del poder, la esquematización industrial
del relato, la sumisión del autor a la aplastada industria de la “caja
boba”, y otras cuestiones referentes a los nuevos órdenes del mundo
literario actual. Y tampoco me limito, no me hago eco de lo no
sustancial, sino que recreo la sustancia en breves esbozos de una
historia como la que quiero contar, si me fuera permitido por mi
catarata verbal de agravios en contra de aquello a lo que me opongo, en
vistas de afianzar el vínculo con los ojos que no son míos pero que
poseeré por el instante, el vago instante en que ellos posen su mirada
sobre el mantel tejido por mis palabras contrariadas.
Ya el café
se había entibiado y le pareció el momento indicado como para detenerse
unos instantes y beberlo sin la culpa de atascarse en una idea pasajera.
Y a los minutos continuaba, con la memoria más fresca.
La
historia empieza en una mañana, una mañana cualquiera. No es que todas
las mañanas sean iguales en varias cuestiones, pero esta mañana en
particular era igual a cualquier otra que se pareciera a lo habitual, es
decir, sólo una mañana. Mariano golpeaba de reojo el reloj despertador
sin que éste hubiera sonado aún, porque la costumbre de adelantarse
consistía en ganarle al tiempo, como si se pudiera trazar una línea
paralela entre el tiempo y las acciones. Se levantaba y con él su
cuerpo, se dirigía al baño, se aseaba en total control de sus
extremidades y sin percatarse de ello, continuaba como en un malabar en
cámara lenta, respondiendo a las consecuentes necesidades, tales como
vestirse, desayunar, preparar sus cosas e irse, sin olvidarse de cerrar
la puerta y caminar hasta la calle. Recién al sentir el frío aire
erosionando su piel, caía en la cuenta, por un instante, de que vivía.
Ese instante duraba lo que duraba siempre el camino al trabajo, en esos
minutos se hacía consciente de su respiración, del correr de su sangre,
del sudor en su espalda, del callo en su dedo chiquito del pie derecho,
del botón no prendido de su camisa, del borde del pantalón a punto de
perder la última puntada y ser pisoteado reiteradas veces, y del latir
pausado de su corazón. Eso era vivir, esos detalles que no eran
calculados, ni contados ni tenidos en cuenta para controlar algo, eran
detalles que daban cuenta de un momento en el que el tiempo cedía un
espacio a respirar la profundidad del ser humano. Y luego llegaba, la
capa de acero caía sobre su espalda y se sentaba en el cubículo laboral,
el cual no era más que un cubículo, pero era la razón por la que
Mariano le ganaba al tiempo todas las mañanas y la excusa perfecta para
sentir el aire frío erosionando sus mejillas en el trayecto repetitivo
de ir al repetitivo trabajo que le hacía sangrar el libro sobre sus
manos entumecidas de presionar siempre las mismas teclas.
Una,
dos, tres, cuatro, cinco… y así sucesivamente, las llamadas terminaban
en un número más para guardar en algún sistema de gestión poco
trascendental que giraría el problema a otro ámbito alejado del control
del tiempo o del control desvalido de Mariano y su poca convicción para
con el sentido de los tecnicismos.
“Aguarde en
línea por favor.” Resonaba en su cabeza, una y otra vez. Un corto lapso
en el que sin pensarlo sonaba en su cabeza una canción “…hold the line,
love isn’t always on time…”, en ese corto lapso que se tomaba para
tragar saliva y continuar con la reproducción insistente de un discurso
precavido y consolidado en un condescendiente sentido moral de la demora
articulada en los premeditados tres minutos que calificarían el
servicio correcto, recobraba la sensación de la vida corriendo
apresurada por la lenta consecuencia de sus órganos musicales. Pero no
alcanzaba, la automatización laboral le carcomía hasta el esfínter, ya
anulado para entonces.
Se detuvo, olfateando algo
familiar, experiencias previas, despojos de sus tantas vidas paralelas,
detalles que se anteponían, luminosas coincidencias consigo mismo.
Ciertas falencias del autor que dejan entrever irrupciones personales en
el complejo trabajo de la ficción.
Aquí me detengo, ansío que los
otros ojos comprendan la virtud de un personaje que, aún en su
promiscua automatización sometida al impulso capitalista de su entidad
empleadora, se aparta del cuerpo vacío y asume el rol del ser viviente
en situación de cordura amaestrada. Miento, y vuelvo a mentir verdades
que me son ajenas y que también son propias de un estereotipo
narrativizado; vuelvo al centro de la costumbre de dejarme llevar al
límite de la determinación contestataria. Me domina la consciencia
social, me desanima el producto monetario, me supera la colectiva
invención realista de un relato banal. Soy lo que imponen los órdenes
alternativos, en consecuencia, soy un eslabón más en la cadena
comercial. ¿Acaso soy lo que detesto? Y si acaso así fuera, nada
contrariaría a lo dicho previamente.
Respetuoso de su necesidad,
encendía un cigarrillo y proseguía con la relectura. Siempre hay
momentos para detenerse y este era uno de ellos. Tal como el personaje,
pero con la sutil diferencia de que la sensación vital se daba a la
inversa.
Morir en la lectura, someterse al doble papel que le
sangra de las inspiraciones varias. Saberse actor de dos mundos
paralelos, de dos realidades que se retroalimentan pero que no se
corresponden. Un amor prohibido entre la letra y el olvido, entre la
suerte y el destino, entre palabras dichas e interpretaciones. No cabía
en el medio nada más que su estrecha consciencia, esa consciencia
teorizada entre mitades y sorbos de un elixir antagonista. Nada le sabía
más amargo que caer en la red de mentiras que hubo tejido su otra
mitad. Y seguía, ya no podía detenerse y le sobraban los recursos para
amansar cada vez más a la bestia creadora.
Mariano compensaba el
tiempo perdido con un “muchas gracias por su paciencia” y pensaba en que
agradecer un instinto natural no era algo correcto, pero aún así
continuaba con su-misión. Ya pasadas seis horas, en las cuales su mañana
se convirtió en tarde, logró quitarse el traje metálico que le oprimía
los pulmones y salió a contemplar el breve sol que entibiaba sus
mejillas rojas de tanto presionarlas contra sus manos, así, de costado.
El aire ya no tan frío corría por su cuerpo liberado de la tensión, no
así su mente, y volvía a sentirse vivo con la mínina percepción de que
respiraba o de que su sangre circulaba suave por su venas o de que su
corazón latía al ritmo de un paso más acelerado que el matutino y más esperanzado de llegar a casa, a retomar su acostumbrada tarea de revivir el constante atropello de la ideológica convicción.
“Yo
no sé distinguir entre el sonido del aire y la presión que ejerce sobre
mis órganos, tampoco puedo conjeturar acerca de los litros de sangre
que recorren mis venas, ni puedo sospechar siquiera cuantos latidos
resonaron al día de hoy. Pero puedo sentir, claramente, como funciona mi
cuerpo, los ruidos que hace, las observaciones que supone, las
manecillas del reloj interno que compone este organismo claramente
degradable…” En ese momento el analista interrumpió a Mariano para
preguntarle qué pasaría si no sintiera eso, si cada movimiento de su
cuerpo fuera imperceptible en esos momentos en los que Mariano se sentía
vivo. Mariano contestó con un rotundo “estaría muerto”. El analista le
hizo la seña con la mano de que prosiguiera, como indicando que la
respuesta era muy corta, aunque por dentro sabía que el problema de
Mariano y sus constantes divagaciones tenían que ver con otra cosa
totalmente indiferente a la de sentir o no sentir cada instancia del
proceso de vida del organismo en cuestión. “No sé, me cuesta imaginarme
sin mi percepción, cuando no estoy al tanto de eso, me siento un juguete
más en la caja de un niño, un juguete que realiza una acción
pre-programada y luego es metido nuevamente en su caja. No sé,
prácticamente no sé siquiera por qué digo estas cosas, siento que cuando
no estoy caminando por esa misma vereda en ese mismo horario, sintiendo
ese frío aire perforar tácitamente mi piel, nada soy, y lo soy todo,
soy ese todo acostumbrado al tedio constante de la repetición.”. Aquí el
analista volvió a interrumpir el soliloquio inducido de su paciente, y
osó por apaciguar la corriente obsesiva de Mariano con un simple esbozo
de razón lógica encapsulada dentro de una situación paradójica: “¿Y… no
cree usted que el trayecto del que me habla, del que siempre me habla,
en el cual y solo en el cual se siente vivo, es una repetición constante
de una acción a la que usted ya está acostumbrado? En ese sentido, ¿no
piensa que quizás esa sensación de vida por el solo hecho de hacerse
testigo de estos indicadores, sea también una automatización a la que
usted se somete?”. Mariano observó con detenimiento cada gesto que
acompañó el discurso acosador de su interlocutor, rara vez el analista
interrumpía y daba una opinión objetiva. Atosigado por la arremetida,
contempló el silencio como su respuesta predilecta, y suspiró al
escuchar que el reloj marcó las seis de la tarde, horario en el que el
turno incuestionablemente terminaba. “Mariano, espero su respuesta en la
próxima sesión, analícelo”. Miró casi con sus ojos en blanco y se
adelantó a abrir la puerta y salir sin siquiera asentir con su cabeza.
La
mañana siguiente era la misma, no importaba si lunes o jueves, siempre
era la misma mañana con la misma competencia implícita con el tiempo,
con esa abstracción de la realidad que se plasma en un artefacto con la
simple instrucción de trazar líneas imaginarias en uno u otro lado del
plano también imaginario que rige el control del mundo tal y como se
conoce. Mariano golpeaba al reloj que no sonaba, se vestía con ropa que
no sentía, y desayunaba lo que sus manos preparaban más el no percibía.
Al salir a la calle, siempre en la misma dirección, todo cambiaba y su
cuerpo revivía, lo sentía, admitía estar vivo por el lapso temporal que
le tomara llegar a vestirse con su capa metálica y morir nuevamente,
como en un círculo vicioso sin fin.
En la primera pausa, momento
en el que el balcón era su salvación, resonaron las palabras de
analista, esas palabras, esas frases que calaron en lo profundo de su
psiquis altamente inestable, esas palabras que dramatizaron su vida, esa
ficcionalización de su padecer, esa burla a su eterno concepto de
sentido parcial de una vida de a ratos. Decidió confrontar su
percepción, pero luego, cuando volviera, porque ya estaba agonizando y
debía volver a su cubículo a morir. “Aguarde en línea por favor” y la
canción y la profunda cadena que enlazaba su cuerpo con el limbo de la
automatización. Las tres de la tarde llegaron sonrientes, el sol breve
pero mordaz acusó un roce de calor y el aire cautivó nuevamente las
mejillas de Mariano amortiguando la caída de la vida a su cuerpo una vez
más. Y los ruidos, y la sangre y los latidos, y la constante percepción
de sus sentidos vivos. Y todo eso, en ese instante, en ese paso
sostenido, se apagó como se apaga un televisor súbitamente al caer un
rayo cerca de una casa. La explosión de repente encegueció sus ojos
internos y dejó de sentir todo eso que lo anclaba a la vida. Su cuerpo
se detuvo. Sus manos se enfriaron. Su corazón enmudeció. Mariano corrió a
su casa transpirando el sudor más frío que pudiera ser posible, se
sentó frente a su computadora y se dijo a sí mismo “esta es una historia
que advierte de realidades…”
Bajó la cabeza, se concentró en la última pitada de su cigarrillo apretado por sus dedos con una fuerza titánica y releyó.
A
esta altura nada me sorprende, tenemos los mismos ojos y no así las
mismas manos. Anteponerme a la moralina de la literatura me aquieta el
espíritu creador. Mis mentiras implican ciertos rasgos de tu verdad. No
te pareces al personaje, lo eres.
Cada palabra ostentaba un dejo
de insolencia, un gusto a delirio de grandeza propio de un mago de las
letras. Pero esa era su percepción. Su cruz, en cambio, se relacionaba
con la cita de las cinco de la tarde, esa impostergable cita que le
picaba el cerebro con un punzón, como quien cala una madera. Finalmente
llegó la hora, entró cabizbajo y temeroso, se sentó frente a mí y me
dijo: “Quiero que me de el alta”.-