martes, 30 de septiembre de 2014

Octubres



Un suelo de escritos se forma bajo mis pies. Una alfombra de textos viejos, de nuevos versos, de baratas antologías de sal y fuego. Pero la noche y el trago necio hacen de ese suelo un pozo negro que no encuentra final, que me traga sin masticarme y me devuelve a la nada, cual vortex de medianoche, aunque a las tres de la mañana.
Del otro lado la existencia inversa, el calor del hielo, la tempestad de la paz y el grito del silencio. Los espejos recobran la vida trozada y adquieren toda la impecable habilidad. Del otro lado la existencia invertebrada, el sueño realizado y las hojas blancas. Del otro lado la existencia enterrada en el jardín de los oscuros recuerdos, con forma de cajón sellado, marrón y estilizado a la manera absoluta de mis pies que ya no me pertenecen; los mismos pies que pisan versos del otro otro lado, donde antes del fuego hubo cenizas volátiles.
¿Yo? En el limbo, entre ambos lados que se conforman, ahora, como extraños; como dos extraños que jamás se han cruzado; como dos extraños que se merecen el puente que no soy porque no existo entre ambas existencias antitéticas.
Daría a ese sol un vistazo pero la ventana está negra. Suena en el oído medio una melodía suprema: el silencio de las horas pasajeras, el silencio de la tinta quieta, de la sangre tiesa que me observa gotear el cuerpo entero por el desagüe de la sobriedad.
La noche, a veces, me pregunta cómo vuelvo y mis respuestas son los bostezos, soga que me lanza eso que llamo cerebro, para dejar de agonizar en el texto y volver a la verdad; la ansiada y poderosa verdad de la incipiente debilidad. Entonces duermo, cuando la franqueza de la lapicera se confunde con una lapidaria tecla. Duermen también mis dedos en la inquieta inmovilidad del colchón de prosas mal llamadas poéticas, mis testamentos de cada madrugada donde muere un poco de mí y nacen más versos que han de parir una abortiva poesía hacia el estado santo de la moral manuscrita.
Aún los países no hablan, el globo terráqueo de mi memoria solo se detiene en la hipoacúsica recepción de la maniobra. Música le resta al saludo inicial de la repetición, y luego el tiempo y yo nos sentamos a compartir agujas entre venas y reloj.
Reiré al volver, retroceder es de alma satírica, es de burda incomprensión psicoanalítica, es de maquiavélico borrador. Reiré cuando amanezca durmiendo debajo del colchón.
Sensiblerías de lodo recaen en la conciencia, frutas de mil árboles y los cientos de rostros borrosos por detrás de la corona de flores que acapara mi inocente y parlamentaria atención. Luego nos callamos, adentro, cuando el texto vuelve pero aún no muero.
Libro viejo me ha dejado, cuerpo pequeño pero amaestrado, retazo del olvido, trozo de recuerdo y algún que otro vicio. Muerte me ha dado alivio; madre me ha quitado abrigo… y Octubre me sigue castigando con lo mismo. Desequilibrio, dicen. Extrema infinita unción, escribo.

jueves, 25 de septiembre de 2014

La bestia

Cascadas al unísono,
noches de lodo,
terribles estrellas.
y arriba de todo,
lo restante,
lo que supera al cigarrillo
consumiéndose lentamente,
la copa de vino
y el deleite de la extrema soledad.
Arriba las voces que no gritan ya
y las cartas no entregadas
a pesar del código postal.
La mesa vacía de vida
se arrepiente de la comida,
pesada y en cuatro patas,
buscando el sentido de la saciedad.
Abajo las locuras contenidas,
migas de pan
y canciones olvidadas
que cada tanto vuelven a sonar.
Abajo el pretexto predilecto
para nada terminar
y mis pies cruzados,
recordando cómo caminar.
La rima resuena
en la sien desnuda de dedos;
la incertidumbre de la madrugada
se come los versos
y repite algún que otro verbo
personalizando el intestino de la ingenuidad.
No hay "entonces" que no conlleve un trago,
ni un "tal vez" que se quede sin manos;
no hay estructura que sobreviva a los vicios
más que estos escritos fortuitos
que sangran minutos de rojo vino,
de venas abiertas entre arterias de vidrio.
Agoniza la luz, titilante,
late la tinta cual corazón bombeante
y las líneas permanecen,
haciéndose grandes, adultas,
en textos jóvenes y errantes.
No existen el bien y el mal
cuando se trata de estandartes,
el éxito presiona como la ausencia
y las manos abandonan la destreza;
las uñas pesan al borde de la lapicera
y las palabras besan las hojas sucias
en la noche de las letras. 
El sueño, una vez más,
me ha despertado del tedio
de las sábanas blancas;
mis ojos se transforman el globos
que vuelan lejos de la pulcra estabilidad,
para posarse, luego, en la fantasía
de la arbitraria libertad.
El humo, nieba venenosa de mi boca,
busca formas que no existen,
busca bombas que explotaron hace tiempo,
busca la brújula del viento
que lo llevará a la ventana,
ventana que liga la luna con la penumbra,
ventana que hace a la vez de cuerda
hacia la locura de pertenecer al aire,
como mínima sustancia inmunda.
Atrás quedó París,
lejos quedó el invertebrado libro,
el de los buenos lados,
detrás del polvoriento árbol negro.
Si tal vez oyeran los sordos de mi ejemplo,
quizás el espejo volvería a cero,
quizás el elíxir no sería consuelo,
quizás ciertos ojos me leerían, siniestros,
las palabras que no sé escribir
en este ilógico escritorio atiborrado de criterios.
Pero las voces ya no pueden gritar,
el tiempo se hace viejo
y la luna no pretende brillar por mucho más.
Yo, resistencia del olvido,
aparato cognitivo amaestrado,
silencioso disparador bélico,
me abstengo de los días
y recito mil poesías al rincón de la basura,
para luego retornar a la rutina,
a la sonrisa precavida,
a la dentadura blanca,
al lecho de nicotina dulce,
a las asertivas comidas,
con las piedras escondidas
en las hendiduras de las ajustadas zapatillas.
Por cada trago, un verso es sentenciado
a la muerte imperfecta de la prosa política;
por cada línea, un sentido vuelve
al misterio de las olas amarillas;
mientras yo permanezco,
como hiriente daga en la costilla
de mi propio reflejo.
Ya sin filtro desvanezco al limbo
de los libros ausentes,
en el más mítico sentido que puedan compensar
los etílicos papeles
que ya no he de representar.
Así es la noche,
cuando hay fuego,
cuando el hielo es agua hirviendo
para un café que no bebo,
cuando ya no cuento estrellas
porque me pierdo en su belleza pasajera,
cada una con su muerte en puerta...
La oscuridad me ha convertido
en mi propia bestia. 

 

domingo, 14 de septiembre de 2014

Esos ojos

Atrás unos ojos,
delante de mi vista ciega,
entre líos de palabras amenas
y mentirosas rimas que queman.
Pero siempre atrás,
como pegados a la nuca de la duda,
respirando sobre la oreja temblorosa,
con una voz silente que destroza
suavemente
una breve estabilidad.
Ojos como los míos pero eternos;
ojos atormentadores de sueños;
ojos despertadores, burlones,
dulces y altaneros.
Esos ojos me persiguen
hasta las sombras de los deseos,
atrás del tiempo,
como un fuerte viento,
como un perverso infierno,
comiéndome de lejos,
mordiéndome el pretexto.
Hasta detrás de mis versos
encuentro a esos ojos paralelos,
dictándome los verbos
(accionar despiadado).
Y no son en el espejo,
son de cuerpo, sangre y tierra
en la que no me muevo
pero sí, siempre, muero.-

El bolsillo

Llevo un bolsillo secreto
en cada prenda que visto
que acumula las palabras en las que existo,
los ritmos en los que respiro
y los silencios en los que descanso
cuando el tiempo enemigo.
Cosido a mi mano derecha,
al costado izquierdo
de un medio indistinto,
cargo allí las direcciones
de los pasos que desisto,
las canciones del infierno más vívido
y las blancas líneas que aspiro
cuando muero un poco,
aún sin haber nacido.
Cuando desnudo mi apetito,
el bolsillo sigue estricto
un camino mal llamado olvido.
Pero luego me recuerda
que no pesa por monedas,
sino a pesar de ellas.- 

Cuando la noche

Cuando la noche, espinas, esquinas, despintadas las manos, canciones comidas a medias, el viaje, el espacio, despedidas. Cuando la noche y las pesadillas, los ojos abiertos, el frío techo y las sombras que son solo sobras de cuerpos que ya no pasan pero pesan... en las letras, en el alma, si es que hay una, y en la espera de la mañana. Cuando la noche, cuando la cabeza gira en contra del sentido, cuando el cigarrillo se consume solo, cuando las ideas en exilios y el humor es poco, escribo.-

miércoles, 13 de agosto de 2014

Elise y el último poema

Eran ciento cincuenta versos los que Elise agrupó en su poema final. Las estrofas variaban  en tamaños, sin importarle siquiera la condición matemática de su composición.

Ciento cincuenta y las preocupaciones bajaban al nivel de suposiciones. Su mirada se desprendía del resto del cuerpo y los versos se amoldaban, sin otro plan previo, a la idealización de la despedida literaria de la poeta suicida.

El verbo se entremezclaba con los sustantivos ajados de tanto uso. Lo particular del misterio, eso y lo adjetivado al punto de la exageración, todo se ausentaba del sentido objetivo, nada podía reflejar la penalización aplicada a lo subjetivo de la conducta impersonal.

Ya la teoría lo había presagiado, entre tanta práctica sistemática adaptada a la situación de previsión: todo lo que sobrara en el espacio gris, habría de complementarse con la creatividad superflua.

Las masas sociales, el individuo aislado, la contemplación de la virtud, el defecto ambiguo de la aceptación, la diversidad genérica de los sabores de helado y la tinta que cada tanto se secaba en la húmeda necesidad del tiempo; eso y las verdades insensibles del sofá roto… todo ansiaba el cambio y la muerte, lo inánime del sendero, lo oscuro del árbol necio y la lluvia sobre el hombre sin paraguas, sollozante de expectativas truncas.

Ciento cincuenta y el acto impío sobre el libro vil de la inestabilidad. Porque los versos eran alimañas en la alcantarilla de lodo y hazañas que su cuerpo no pudo eliminar.

Lo opaco del sueño iba, de a poco, asimilando la capacidad luminosa de alguna estrella que explotaba, cayendo al mar de la bruma materializada. Entre tanto, la negación incomprendida rondaba la estufa encendida a su máxima potencia y el vaso quebrado cortaba el labio superior, el del silencio, con el filo de la palabra alcoholizada.

Elise, desnudando textos en la biblioteca del mundo, aplicaba estigmas en muñecas de tapa dura, extrayendo el tinte rojo de la existencia burda para beberlo en noches de eterna sobriedad. Y la soledad deslumbraba, altiva y soberana, hasta en la tiranía de lo evidente, hasta en la tibieza de un café con leche, hasta en lo imposible de la veracidad.

Los acontecimientos del día parecían haber sido inventados con el mismo tono lírico de aquellas líneas precarias que inducían a la posibilidad primordial del adiós en puerta. Desde el amanecer hasta la madrugada siniestra de la invertebrada actualidad, las luces se habían predispuesto a la cordialidad icónica del sentido manifiesto. Nada podía opacar la penumbra andrajosa y complaciente del tálamo ancestral que llamaba cama y sillón y mesa y biblioteca de tapas blandas fotocopiadas con la calidad de la que se carece cuando se pretende romper con el molde de la generalidad.

Ciento cincuenta y la almohada, la duda y la mirada perdida en las sombras que se forman cuando ya nada circula en el ambiente asfixiado de un monóxido de carbono poco controlado. El número no era tan importante como el sentido planificado de la finalidad advertida en el principio de los tiempos, cuando aún el verso primero en la punta de la pluma mojada. Y ya los cientos se sentían en el latido incorpóreo de la banalidad, el humo sofocaba las ventanas cerradas y la esquina más negra parecía armarse de coraje para escaparse al brillo de la causalidad ambidiestra vestida de azar.

Al finalizar con el cometido, Elise tomó el último trago del elixir que había preparado con la misma dedicación que aquellos versos sometidos a la psicodélica representación casi carnal. La obra disponía de un desenlace que prometía demasiado pero la poeta decidió, minutos antes del cierre del telón, cambiar las últimas palabras por un funesto silencio parecido a la parca que vendría luego a buscarla.

El público lloró.

El libro se vendió en todos los puestos comerciales de la peculiar ciudad, mientras que el manuscrito se mantuvo encerrado bajo ciento cincuenta llaves, tal como Elise encargó a su editor de confianza.

Pronto se supo del realismo anclado a la misiva del epílogo y ya nadie se contuvo de la compra amarilla de aquel producto sangrado.

Uno de los trenes

Sube un tren a la superficie. Los demás esperan. El humo reemplaza a las risas y unos y otros, puede que todos, se miran, refugiándose como cómplices, entre sus ojos, ojos negros casi transparentes. Las verdades quedan, entonces, sometidas al rítmico ascenso. Nadie hay ya que no mire a otro, completándose el círculo colectivo de la observación, por no decir vicioso. La esfera crece, el pensamiento se desvanece y nace el día. Parece, la contemplación, un acto premeditado pero es sorpresa, es instinto, quizás negación a todo menos a la pupila ajena.
En una de las ventanillas reaparece la mentira, también mira, descreída, la situación inesperada de la firmeza. Lo efímero cae a su lado, a ese costado que todo lo suelta y nadie sostiene. Y cae una lágrima, un lago, un mar. Ya nadie sabe nadar. Los ojos suspenden el acto, el círculo se rompe y todos, casi como si nadie, responden abriendo la ventanilla y empujando rotundamente a la ficción. La “mentirilla” cae en su propio llanto y se ahoga. Un aire a desvelo circula ahora, un honesto y funesto aire a deshumanización.
Yo no recuerdo mi muerte, solo observo el cajón, dejo mis ojos un instante allí y me voy a diario. Yo no recuerdo el momento exacto y entonces más ojos son dejados como ofrendas al cuerpo. Es el mismo tren pero cambiamos cada tanto de vagón. Pronto subirán los otros, suponemos, mientras nos miramos sin ojos ni cuerpos.
No es tristeza, es tal vez una sensación de lejanía. La mentira ha muerto, todos han muerto pero se miran, esperan al resto y, si lo recuerdan, respiran.
El cajón se acomoda al asiento y aún traigo un libro conmigo, un libro que quizás lea cuando deje de mirar a quien me mira; eso sucederá cuando quien me mira sea dejado de ser visto por quien le mira aparte de mi. Las horas creo que no pasan, todos pierden sales por sus ojos que están junto al cajón, los cuerpos pierden sangre y el pensamiento no resiste.
Todo es gris, hasta nosotros, es decir, ellos. Un grito es música, es distracción pero no nos movemos. Nada nos quita la posición de estatua en tres partes, nada nos desaparece, aunque no estamos. ¿Y si algo hicimos? Nos inunda el prejuicio, pero la mentira ha muerto antes de probar nuestra habilidad de nadar entre sus palabras que llovieron como nos llueven papeles quemados en la locomotora.
Somos ceniza, somos la brisa que enfría el café que tomé antes de dormir, porque no recuerdo morir ahora, ni cómo, ni porqué, ni el sabor siquiera de mis labios sellados por la sospecha de no abrirse jamás la puerta que nos devolvería el tiempo.
El fuego es frío, la electricidad es aguja que se clava en el alma, el verbo es desafío y el grito es tan inmundo que nos hace bailar sin quererlo, que nos hace saltar el miedo, que nos hace olvidar el silencio de vernos unos más pálidos que otros, uno detrás del otro, sin ojos ni cuerpo… ni aliento que nos avise que hemos muerto antes de delatarnos. “No nos conocemos”… pero la mentira finada, pisada por las ruedas, enterrada detrás de las vías sospechosamente elevadas a un vuelo siniestro que nos rebana.
Me pido no olvidarme pero ya no sé quién soy, porque pienso que quizás sea esa nuca que sigo, esa que salpico cuando estornudo, esa que es mi ventana a la realidad que compone las noches y las putas mañanas. Los gritos superan el frío, es como vivir al borde del precipicio, porque, si bien no recuerdo mi muerte, temo recordar mi voz si me tocara gritar. “¡Cantá, carajo, cantá!” y el grito.
Supuse arte, pero la mentira ha muerto. Alguna vez he visto una película, tuve esa suerte. Hoy todo es suerte menos mi nombre. Somos nadie porque así lo decidimos, aún sin decirnos nada, antes de subir al tren, un tren de cabezas tapadas por el verde extremo que nos inculpa el recuerdo en nuestra amnésica película.
Recorro mis deseos que hoy son pocos por no saber ni qué hora es, miro al suelo sin dejar de ver el cuerpo sangrante que podría ser el mío, el nuestro, la nuca y los otros ojos que miran sin ojos, y ansío la memoria.
Ya no sabemos nadar y caemos… mis ojos siguen de cerca a la nuca esposada a mis tobillos, no recuerdo mi muerte pero el agua desmaya. Vienen otros trenes por detrás, el gris es ahora azul, abro mi boca, ya, cuando nadie puede oírme; y recuerdo, finalmente, en un atragantado alivio, todos los nombres que no dije.

Historias

Si para escribir sobran los motivos, para las historias faltan destinos, faltan ojos, faltan acertijos. Sí, se comprende, se lee, se disputa entre el saber y la ignorancia, pero no se ven las fallas, no se escapa el lector por el laberinto de la duda, no se suben los niños a jugar en la calesita de la luna, no fuman opio las intrusas de la noche sobre el techo de la cabeza del soñador. Nada parece completar el círculo vivo de la consciencia al leer una historia siniestra o particularmente sincera. Pero heme aquí, con la ceguera impuesta por la terquedad, en el intento imposible de recrear un subconsciente entramado, de derramar mi sangre sobre las hojas intrépidas que esperan ansiosas, de buscarle a la muerte una sonrisa, de desestimar a las religiones y a las revistas, de crear la historia que podrá ser vista como nunca antes vista o como un simple esbozo de vida, mientras exhalo el humo invertebrado de mi cigarrillo a medio fumar.

I
Corría el año que no recuerdo con exactitud, pero sé que fue mucho después de haber adquirido aquella habilidad irrespetuosa de remarcar el acento en lo despectivo de la virtud. El hermetismo casi expuesto del semblante de sus ojos se correspondía con la apertura inexplicable de su boca de mundo. Pero sus manos, sus manos empezaban en el sur de la aurora, para culminar en la suavidad inconquistable de su aroma a frutas frescas de estación. Pero el tren nunca finalizaba el recorrido si no era en esos pies planos como el imaginario nada cosmopolita de las masas sobre la tierra. Belleza impura, desgaste de piedad, como una copa a medio tomar, como una botella bailarina en la oscuridad del raciocinio ebrio, todo lo amarraba a la canción de cuna que sonaba en el burdel de su existencia preciada y necia a la vez. No, no recuerdo el año pero recuerdo su piel.
Esa madrugada salí por las calles del olvido a beberme el dinero ganado luego de tantas apuestas al tiempo, luego de explotar al máximo ese desdén por los insultos amnésicos de la genética. Una sola estrella brillaba en aquel horizonte desolador. La calle estaba desierta, casi tanto que se escuchaba el eco del latido de mi corazón cargado de colores lúgubres como los de esa sombra deshumanizada. Allí íbamos, mi alma y yo, y las demás voces que esperaban mudas mi muerte temprana.
Sostenía un paraguas, recuerdo que no llovía pero al acercarme y ver sus lágrimas lo comprendí. Caminamos a metros de distancia pero se volteaba cada tanto para observarme, no sé si por temor o por sentir el mismo vacío que yo y querer compartirlo entre ojos negros.
Los minutos pasaron como los tragos por nuestras gargantas inmundas y húmedas. Mis intentos de acercar mis manos a las suyas fueron interrumpidos una y otra vez por la furtiva e inocente voz, su voz, que me impedía el trayecto con un “no, por favor”. Dulce, melancólica e hiriente, de esas voces que no se olvidan ni aún ensordeciendo por completo. No, no era amor, ni comprensión, ni proyección, ni reflexión; era duda, impedimento, imposibilidad, pretexto, era tiempo y era un reloj congelado en la negativa y denigrante ciudad. Éramos, y con eso bastaba, y bastaba porque estábamos.
-Mozo, la última botella.
-¿Última?
-¿Disculpa?
-Que aún no hemos ordenado ni la primera y ya te anticipas al final.
Entendí. ¿Cómo no haberlo sabido desde el principio? Su percepción de la realidad era muy diferente a la mía, ¿o era un comentario jocoso? Sin embargo, la sexta botella, que pudo también haber sido la primera y la última, asentó el borde de su aliento sobre las uñas de mis deseos. Su cuerpo sucumbió ante las interrogantes palabras disueltas por el suelo de la habitación dialógica y supimos lo que era el discurso sin la necesidad ni el absolutismo de la lógica emocional.
Supe que debía detenerme, el ecosistema teórico nos derribaba cada vez más por el precipicio del placer. No queríamos caer, nadie quiere bajarse del asiento que le impone la posición de poder, ese poder al que se renuncia cuando se calla, cuando se observa al otro, cuando se le sonríe sin razón aparente. No, no queríamos ceder y deslindar responsabilidades en el alcohol ni en las otras drogas misteriosas que circundaban el ambiente provocador que nos acercaba a la vida y nos alejaba de esa muerta creatividad ocurrente. Volvimos a esa esquina pero ya era de día, el cielo de sus ojos volvió a nublarse mientras abrió su paraguas. Yo me alejé, lentamente, volviendo mi vista cada tanto, no sé si por temor o por sentir ese mismo vacío y querer nunca dejar de compartirlo.
Al llegar comprendí que aquella incauta velada no volvería a repetirse, no de esa manera; las casualidades no son cosas de todos los días. Más me pregunté muchas veces qué hubiera pasado de haber cedido ante nuestros impulsos naturales y, en lo retórico de mis cuestiones internas, la respuesta era la palabra “impulso” seguida de algún sinónimo de mierda. No dormí, no pude porque para dormir requería de ojos para cerrar, de boca y nariz para respirar, de cuerpo para reposar y principalmente de mente para soñar, pero todas esas cosas habían quedado olvidadas en aquella esquina. Y así se me pasó la vida, ese día.

II
Descolgué el cuadro, en su lugar puse una hoja en blanco y la observé por interminables horas, mientras la vieja pintura me maldecía desde el frío suelo. Los días pasaron, la hoja seguía en blanco y mi sangre no hervía, no sentía la necesidad de llenarla con la palabrería disuelta en el vaso de licor.
No sabía esperar, puesto que no sabía qué esperar, pero todo lo cambió la ausencia, todo se compuso con la soledad. Escribí, pasados los tres días, una palabra en aquella hoja: “espero”. Nada me supo a tan lleno como aquello, nada. La hoja finalmente estaba completa con un pensamiento positivo pero, a la vez, misteriosamente lastimoso.
Levanté el cuadro del suelo, lo coloqué sobre aquella hoja blanca, en la pared y me senté en la única silla con respaldo, llevé el asiento hacia atrás, como hamacándome levemente, frente a ese espacio decorado y observé, por horas, una pintura nueva.

De i-realidades

Hay un espejo negro que invita a la destrucción; en realidad los hay de todos colores, como los reflejos o el retrato a los ojos de una crítica. En fin, existe la idea de control mental sobre el ser que se refleja y el aura comportamental de la construcción mágica a la que se somete el producto. Pero ese oscuro y opaco mito de la no reflexión merece unas líneas más o menos curvas, como la contradicción literaria de un oxímoron en masa.

Lo negro, en referencia a lo no reflejado o reflejable, ese vacío inmenso que invisibiliza, esa falta de luz que impide la devolución de la propia mirada; obstruye, aniquila e invierte las posiciones psicológicas naturales, tales como el narcisismo y la autocomplacencia plástica del todo o de un poco o de la mitad del tiempo perdido en lecturas audaces de un espejismo rítmico.

Para entonces las manos se enlazaron como prueba de existencia, los ojos bajaron hasta los pies en un salto esquemático y de gran destreza, y todo para conservar la presencia construida en un bosquejo de inocencia que duró una cantidad imperceptible de palabras contadas. No había miedo que se comparase con la inquietud del vacío; si había o no cuerpo era cuestión del resto, un resto que se ausentaba en formas inimaginables, formas que sólo un vacío círculo podría describir.

Cuando las voces acallaron el llanto, la necesidad fue imperativa, la de anteponerse a la imagen creada por virtuosas incapacidades de visión. El oído correspondió al silencio y entonces la locura. Ya no era un punto el punto, ni siquiera el ser o estar eran capaces de mantenerse frente a la nada que inevitablemente se suspendía sobre el goteo incesante de sudor, ficticio o no, caído de una frente que quizás no existía, a menos que las manos se soltasen y entonces fuera posible comprobarlo todo o la mitad o un poco. Pero si las manos se soltaban entonces se perdía ese momento anclado a la realidad, la de toparse una con otra. No era fácil arriesgar ese ínfimo contacto humano. Y, aunque los ojos en los pies, ¿quién podría asegurar que no era un mero producto de la imaginación?

Ya no se trataba de hipótesis, sino de la supervivencia del sentido más fuerte, en la ausencia total del sentido común. Se oían silencios, se tocaban paralelos y se miraban los pies. Nada parecía real aunque todo lo era, o nada era real aunque todo lo pareciese.

Hay un momento en cada pausa que coincide con la acción subsiguiente, es decir, una cadena irremediable e irreversible de hechos que se enlazan con reflexiones y manifestaciones arbitrarias de un sistemático torbellino. Hay versiones, siempre las hubo, de contraposiciones autosuficientes que no son nada más que respuestas enmarañadas con un fin, el mismo fin de lo lineal de la existencia. Hay también teorías burdas del destino ambicioso de un fabulista, que, como cuentos astrales, forman parte del mismo pasillo, ese en el que al final está el baño, ya sea a la izquierda o a la derecha del arquitecto urbano que hubo de construirlo. Todo culmina en la misma posición, en el mismo cataclismo mental de si existe o no aquello que se considera real al contacto de cada sentido considerado el motor de búsqueda y comprobación de teorías promovidas por la misma ausencia del sentido fundamental.

La última carta

Ya no leía. Sus ojos se mantenían exactos frente al libro viejo. Era un torbellino de letras que no se decodificaban, no más, en un discurso, en algo, en tal cosa que pudiera llamarse “eso”. Era extraño, un suceso de aquellos: escuchaba, hablaba, pero no leía, no se suspendía ya su pensamiento en una línea profunda ni sus pómulos se estiraban en señal de una sonrisa tras un párrafo satírico o altruista.
No podría haber perdido esa capacidad, al menos no del modo cognitivo, al menos no del modo físico o neurológico o lo que fuera. Pareciera, parecía, como si de a poco muriera. Un padecimiento semejante a la agonía del otoño, sumándole frío al árbol desnudo de esas hojas que ya no se leían en el libro anciano de breves horas.Era como si le hubieran robado el alma de una patada certera en el medio de las pupilas lectoras, justo en el medio, como un golpe calculado, premeditado, practicado y perfectamente justificado.
No podía escribir desde entonces, puesto de administraba ambas acciones como dos mitades de un todo, inseparables, como el sufrimiento del gozo. Y pensaba si acaso la muerte elevaría la calamidad o aplacaría el murmullo, aunque pensar se hacía dificil teniendo en cuenta la sorpresiva incapacidad.
Ya al atardecer, cuando el imperfecto espectro mermaba su potencia, la sangre hervía al borde de la demencia, las manos sudorosas sudorosas temblaban de impaciencia y la lengua quieta engordaba al punto de casi cerrarle la puerta al aire impuro de letras, el reloj le recordó una carta guardada en el lugar más escondido de su biblioteca. No lo pensó, ya el pensar era pesar y el ser era estar pero no era.
La noche. La silla. La luz ténue. La ventana semiabierta en positivas temporalidades de un sentido atento. Casi entre malabares calculados, premeditados, practicados y perfectamente justificados, asumió la posición correcta del juego que le había enseñado el genio subliminal. Era el salto hacia abajo, era tan fácil como preparar un café sin escatimar en el azúcar, “aunque lo prefiero amargo”, decía la carta que leyó quien encontró el cuerpo, segundos antes de no poder leer más.

Su-misión

Esta es una historia que advierte de realidades, o podría decir que es real, pero ¿quién ha de juzgar la realidad?, es decir, ¿quién si no el lector para responder a esta inquietud constante, que a mi ya no me surge, respecto de la verosimilitud de un relato? Es probable que en la ambición de un autor permanezca la necesidad de hacer realidades, aunque ya en el mero verbo en infinitivo subyace una creación. Ahora bien, aquello creado ¿acaso no es real? Lejos de remitirme a cuestiones inverosímiles como la teología, o la trivialidad de lo antropomorfo, o (la ciencia me libre) vampirismo y hechicería; me voy a remitir a la vida misma, esa vida que supera la fantasía con hechos fortuitos y dejavús carcomidos por la consciencia atareada de la repetición.
Día tras día el respirar es automático, hora tras hora, minuto a minuto. La consecuencia de respirar y consecuentemente de todas las acciones imperceptibles del cuerpo (imperceptibles no por lo sigiloso, sino por lo viciado del mundo exterior), es la vida. Y no es un imperativo (aquí y ahora) el descubrir, como quien quita el velo de un cuadro para mostrarlo a la audiencia de una galería de arte, el sentido de la vida. Puesto que si de hablar de sentidos se trata, la individualidad adquiere una importancia atroz.
Se trata de revalorizar el misterio de lo real. Pero, ¿vende? Catastróficamente, no. Ay de los lectores, sus ojos, los míos que son los mismos, ¡y las manos! Al girar la hoja las manos concentran una energía pulsante que irradia necesidades, esperanzas, tropiezos y abstracciones del mero movimiento. ¡Ay de las manos! El sufrimiento de perder lo poco que quedaba de tacto en párrafos y párrafos de verdades que son un oxímoron de las verdaderas verdades que quedan tiradas bajo la mesa, justo al lado del pie que quedó libre para hacer contacto con el suelo, allí donde los restos de inquietudes se abrazan con una sensación maravillosa que se pierde por maravillarse sólo los ojos con imágenes lejanas y familiaridades vestidas de una gótica caricaturización del tedio.
Mientras pensaba en ello, se le hizo oportuna una taza de café. Sonrió ante el hecho de releer mientras calculaba cuándo librarse de ese extenso párrafo con un punto y aparte que pedía la palabra insistentemente. Y entonces se levantó.
Un sorbo bastó para recuperar la línea y continuar. Le costaba, a veces, convenir con su propia consciencia qué relatar cuando era el momento. Porque cuando nada importaba, es decir, cuando las manos quietas, todas las partes actuantes celebraban un convenio para el que no hacía falta firma alguna.
Yo no me correspondo con tal o cual literatura, pero me deslindo de los cánones, los viejos y los nuevos, pero especialmente los nuevos: la valorización de la belleza exterior, la polución acartonada de personajes vacíos, la desnaturalización de los contextos sociales, la extrema referencia a un orden impuesto, la manipulación de la libertad a gusto y placer del poder, la esquematización industrial del relato, la sumisión del autor a la aplastada industria de la “caja boba”, y otras cuestiones referentes a los nuevos órdenes del mundo literario actual. Y tampoco me limito, no me hago eco de lo no sustancial, sino que recreo la sustancia en breves esbozos de una historia como la que quiero contar, si me fuera permitido por mi catarata verbal de agravios en contra de aquello a lo que me opongo, en vistas de afianzar el vínculo con los ojos que no son míos pero que poseeré por el instante, el vago instante en que ellos posen su mirada sobre el mantel tejido por mis palabras contrariadas.
Ya el café se había entibiado y le pareció el momento indicado como para detenerse unos instantes y beberlo sin la culpa de atascarse en una idea pasajera. Y a los minutos continuaba, con la memoria más fresca.
La historia empieza en una mañana, una mañana cualquiera. No es que todas las mañanas sean iguales en varias cuestiones, pero esta mañana en particular era igual a cualquier otra que se pareciera a lo habitual, es decir, sólo una mañana. Mariano golpeaba de reojo el reloj despertador sin que éste hubiera sonado aún, porque la costumbre de adelantarse consistía en ganarle al tiempo, como si se pudiera trazar una línea paralela entre el tiempo y las acciones. Se levantaba y con él su cuerpo, se dirigía al baño, se aseaba en total control de sus extremidades y sin percatarse de ello, continuaba como en un malabar en cámara lenta, respondiendo a las consecuentes necesidades, tales como vestirse, desayunar, preparar sus cosas e irse, sin olvidarse de cerrar la puerta y caminar hasta la calle. Recién al sentir el frío aire erosionando su piel, caía en la cuenta, por un instante, de que vivía. Ese instante duraba lo que duraba siempre el camino al trabajo, en esos minutos se hacía consciente de su respiración, del correr de su sangre, del sudor en su espalda, del callo en su dedo chiquito del pie derecho, del botón no prendido de su camisa, del borde del pantalón a punto de perder la última puntada y ser pisoteado reiteradas veces, y del latir pausado de su corazón. Eso era vivir, esos detalles que no eran calculados, ni contados ni tenidos en cuenta para controlar algo, eran detalles que daban cuenta de un momento en el que el tiempo cedía un espacio a respirar la profundidad del ser humano. Y luego llegaba, la capa de acero caía sobre su espalda y se sentaba en el cubículo laboral, el cual no era más que un cubículo, pero era la razón por la que Mariano le ganaba al tiempo todas las mañanas y la excusa perfecta para sentir el aire frío erosionando sus mejillas en el trayecto repetitivo de ir al repetitivo trabajo que le hacía sangrar el libro sobre sus manos entumecidas de presionar siempre las mismas teclas.
Una, dos, tres, cuatro, cinco… y así sucesivamente, las llamadas terminaban en un número más para guardar en algún sistema de gestión poco trascendental que giraría el problema a otro ámbito alejado del control del tiempo o del control desvalido de Mariano y su poca convicción para con el sentido de los tecnicismos.  
“Aguarde en línea por favor.” Resonaba en su cabeza, una y otra vez. Un corto lapso en el que sin pensarlo sonaba en su cabeza una canción “…hold the line, love isn’t always on time…”, en ese corto lapso que se tomaba para tragar saliva y continuar con la reproducción insistente de un discurso precavido y consolidado en un condescendiente sentido moral de la demora articulada en los premeditados tres minutos que calificarían el servicio correcto, recobraba la sensación de la vida corriendo apresurada por la lenta consecuencia de sus órganos musicales. Pero no alcanzaba, la automatización laboral le carcomía hasta el esfínter, ya anulado para entonces. 
Se detuvo, olfateando algo familiar, experiencias previas, despojos de sus tantas vidas paralelas, detalles que se anteponían, luminosas coincidencias consigo mismo. Ciertas falencias del autor que dejan entrever irrupciones personales en el complejo trabajo de la ficción.
Aquí me detengo, ansío que los otros ojos comprendan la virtud de un personaje que, aún en su promiscua automatización sometida al impulso capitalista de su entidad empleadora, se aparta del cuerpo vacío y asume el rol del ser viviente en situación de cordura amaestrada. Miento, y vuelvo a mentir verdades que me son ajenas y que también son propias de un estereotipo narrativizado; vuelvo al centro de la costumbre de dejarme llevar al límite de la determinación contestataria. Me domina la consciencia social, me desanima el producto monetario, me supera la colectiva invención realista de un relato banal. Soy lo que imponen los órdenes alternativos, en consecuencia, soy un eslabón más en la cadena comercial. ¿Acaso soy lo que detesto? Y si acaso así fuera, nada contrariaría a lo dicho previamente.
Respetuoso de su necesidad, encendía un cigarrillo y proseguía con la relectura. Siempre hay momentos para detenerse y este era uno de ellos. Tal como el personaje, pero con la sutil diferencia de que la sensación vital se daba a la inversa.
Morir en la lectura, someterse al doble papel que le sangra de las inspiraciones varias. Saberse actor de dos mundos paralelos, de dos realidades que se retroalimentan pero que no se corresponden. Un amor prohibido entre la letra y el olvido, entre la suerte y el destino, entre palabras dichas e interpretaciones. No cabía en el medio nada más que su estrecha consciencia, esa consciencia teorizada entre mitades y sorbos de un elixir antagonista. Nada le sabía más amargo que caer en la red de mentiras que hubo tejido su otra mitad. Y seguía, ya no podía detenerse y le sobraban los recursos para amansar cada vez más a la bestia creadora.
Mariano compensaba el tiempo perdido con un “muchas gracias por su paciencia” y pensaba en que agradecer un instinto natural no era algo correcto, pero aún así continuaba con su-misión. Ya pasadas seis horas, en las cuales su mañana se convirtió en tarde, logró quitarse el traje metálico que le oprimía los pulmones y salió a contemplar el breve sol que entibiaba sus mejillas rojas de tanto presionarlas contra sus manos, así, de costado. El aire ya no tan frío corría por su cuerpo liberado de la tensión, no así su mente, y volvía a sentirse vivo con la mínina percepción de que respiraba o de que su sangre circulaba suave por su venas o de que su corazón latía al ritmo de un paso más acelerado que el matutino y  más esperanzado de llegar a casa, a retomar su acostumbrada tarea de revivir el constante atropello de la ideológica convicción.
“Yo no sé distinguir entre el sonido del aire y la presión que ejerce sobre mis órganos, tampoco puedo conjeturar acerca de los litros de sangre que recorren mis venas, ni puedo sospechar siquiera cuantos latidos resonaron al día de hoy. Pero puedo sentir, claramente, como funciona mi cuerpo, los ruidos que hace, las observaciones que supone, las manecillas del reloj interno que compone este organismo claramente degradable…” En ese momento el analista interrumpió a Mariano para preguntarle qué pasaría si no sintiera eso, si cada movimiento de su cuerpo fuera imperceptible en esos momentos en los que Mariano se sentía vivo. Mariano contestó con un rotundo “estaría muerto”. El analista le hizo la seña con la mano de que prosiguiera, como indicando que la respuesta era muy corta, aunque por dentro sabía que el problema de Mariano y sus constantes divagaciones tenían que ver con otra cosa totalmente indiferente a la de sentir o no sentir cada instancia del proceso de vida del organismo en cuestión. “No sé, me cuesta imaginarme sin mi percepción, cuando no estoy al tanto de eso, me siento un juguete más en la caja de un niño, un juguete que realiza una acción pre-programada y luego es metido nuevamente en su caja. No sé, prácticamente no sé siquiera por qué digo estas cosas, siento que cuando no estoy caminando por esa misma vereda en ese mismo horario, sintiendo ese frío aire perforar tácitamente mi piel, nada soy, y lo soy todo, soy ese todo acostumbrado al tedio constante de la repetición.”. Aquí el analista volvió a interrumpir el soliloquio inducido de su paciente, y osó por apaciguar la corriente obsesiva de Mariano con un simple esbozo de razón lógica encapsulada dentro de una situación paradójica: “¿Y… no cree usted que el trayecto del que me habla, del que siempre me habla, en el cual y solo en el cual se siente vivo, es una repetición constante de una acción a la que usted ya está acostumbrado? En ese sentido, ¿no piensa que quizás esa sensación de vida por el solo hecho de hacerse testigo de estos indicadores, sea también una automatización a la que usted se somete?”. Mariano observó con detenimiento cada gesto que acompañó el discurso acosador de su interlocutor, rara vez el analista interrumpía y daba una opinión objetiva. Atosigado por la arremetida, contempló el silencio como su respuesta predilecta, y suspiró al escuchar que el reloj marcó las seis de la tarde, horario en el que el turno incuestionablemente terminaba. “Mariano, espero su respuesta en la próxima sesión, analícelo”. Miró casi con sus ojos en blanco y se adelantó a abrir la puerta y salir sin siquiera asentir con su cabeza.
La mañana siguiente era la misma, no importaba si lunes o jueves, siempre era la misma mañana con la misma competencia implícita con el tiempo, con esa abstracción de la realidad que se plasma en un artefacto con la simple instrucción de trazar líneas imaginarias en uno u otro lado del plano también imaginario que rige el control del mundo tal y como se conoce. Mariano golpeaba al reloj que no sonaba, se vestía con ropa que no sentía, y desayunaba lo que sus manos preparaban más el no percibía. Al salir a la calle, siempre en la misma dirección, todo cambiaba y su cuerpo revivía, lo sentía, admitía estar vivo por el lapso temporal que le tomara llegar a vestirse con su capa metálica y morir nuevamente, como en un círculo vicioso sin fin.
En la primera pausa, momento en el que el balcón era su salvación, resonaron las palabras de analista, esas palabras, esas frases que calaron en lo profundo de su psiquis altamente inestable, esas palabras que dramatizaron su vida, esa ficcionalización de su padecer, esa burla a su eterno concepto de sentido parcial de una vida de a ratos. Decidió confrontar su percepción, pero luego, cuando volviera, porque ya estaba agonizando y debía volver a su cubículo a morir. “Aguarde en línea por favor” y la canción y la profunda cadena que enlazaba su cuerpo con el limbo de la automatización. Las tres de la tarde llegaron sonrientes, el sol breve pero mordaz acusó un roce de calor y el aire cautivó nuevamente las mejillas de Mariano amortiguando la caída de la vida a su cuerpo una vez más. Y los ruidos, y la sangre y los latidos, y la constante percepción de sus sentidos vivos. Y todo eso, en ese instante, en ese paso sostenido, se apagó como se apaga un televisor súbitamente al caer un rayo cerca de una casa. La explosión de repente encegueció sus ojos internos y dejó de sentir todo eso que lo anclaba a la vida. Su cuerpo se detuvo. Sus manos se enfriaron. Su corazón enmudeció. Mariano corrió a su casa transpirando el sudor más frío que pudiera ser posible, se sentó frente a su computadora y se dijo a sí mismo “esta es una historia que advierte de realidades…”
Bajó la cabeza, se concentró en la última pitada de su cigarrillo apretado por sus dedos con una fuerza titánica y releyó.
A esta altura nada me sorprende, tenemos los mismos ojos y no así las mismas manos. Anteponerme a la moralina de la literatura me aquieta el espíritu creador. Mis mentiras implican ciertos rasgos de tu verdad. No te pareces al personaje, lo eres.
Cada palabra ostentaba un dejo de insolencia, un gusto a delirio de grandeza propio de un mago de las letras. Pero esa era su percepción. Su cruz, en cambio, se relacionaba con la cita de las cinco de la tarde, esa impostergable cita que le picaba el cerebro con un punzón, como quien cala una madera. Finalmente llegó la hora, entró cabizbajo y temeroso, se sentó frente a mí y me dijo: “Quiero que me de el alta”.-

Entre teorías

Las historias nacen, por lo general, de espléndidos finales, de grandes desarrollos que culminan justo en el mismo lugar donde empieza la inspiración. Los principios prescinden de intencionalidades, se componen precisamente de la ínfima tarea de presentar un escenario, aún cuando se empieza por el final.
Siempre he pensado en algo que escape de la formalidad convencionalista que compone nuestra manera de pensar, una especie de identidad fatalista, una cultura que se apasiona con la decadencia del relato, con la caída inminente y la glorificada elevación. Todo, cada retazo de un relato, a través de la historia “relatada”, alimenta a la fiera industrializada de nuestra (toda) idiosincrasia del arte del entretenimiento. Basta sólo con cotejar el grado de funcionalidad de estas letras (los relatos concernientes) para con un fomento al sistema que avala esta búsqueda de la caída con el fin de encontrar la vida al final de un camino trágico. Ficciones como la biblia y otras epopeyas “engrandecedoras” de un determinado grupo social son herramientas de un sistema formal que acapara teorías narcisistas, egocéntricas y déspotas con el único fin de establecer una brecha cada vez más extensa entre las mitades que conforman un todo, un todo que unido destruiría a este sistema mal llamado equitativo.
Mal hago, quizás, en politizar un relato que es uno más en el mundo de la literatura que cree poder ser revolucionaria; es tan narcisista como aquello que antes se ha esbozado y es que, como aspirante al éxito, no puedo desprenderme de aquello, de ese contexto en el que mi intencionalidad se ha conformado. “Despreciable”, repito, mientras enciendo un cigarrillo y pienso en la arbitrariedad inventada para abstraerse los unos de los otros. Y los sentimientos se contraponen con el hilo que no he de seguir jamás al escribir en un tiempo real, sin tecnología, edición o siquiera algo que esconda la eterna duda del trazo de una lapicera negra. Dicen, me digo, es la libertad del arte, es el escape del mundo pero ¿quién ha de despegarse de aquello que no nos suelta ni en sueños? Yo no vivo de fantasías y ni, aunque creara una, la princesa podría dejar de representar a quien domina, el ogro a esto, el animal a aquello, etc. Ficciones o no, una mitad o la otra, somos el papel, la tinta y la inminente nota al pie que acredita fehacientemente no sé qué, aunque lo sé.
Un piano lejano vuelve el recuerdo a su curso, un aroma, una fotografía… Somos lo que escribimos y, ciertamente, lo que leemos al interpretarlo con eso tan sublime que es nuestro instinto de poseerlo todo. Somos lo que respiramos pero también somos lo que el tiempo, el presente, el futuro y el pasado, un pasado que antecede a nuestro ser, un pasado que generalmente equivoca, provoca, ancla y presume una posesión, un poder malsano que nos ordena responder a la identidad como necesidad primera y última, pero nunca intermedia. Somos lo que rara vez verbalizado, somos el sabor de la fruta en sus estados incomibles, la sal que sobra, el azúcar que falta.
Una madrugada, un tal Agosto, en algún año, soy mi letra corrupta, mi español latinizado y mi angloparlante canción que suena acompañando al ritmo satirizado de escritura, con un fin nada complaciente; soy el dolor de mi mano que no cede, como no cederá el ansia de poder algún día contemplarme en alguna librería, atiborrada entre otras muertes solapadas. El cristalizado sentimiento del ego nunca escapa de las garras de la necesidad. Nunca dejaré de pretender el trono aunque promulgue la disolución del todo porque soy un eslabón encontrado una y mil veces, y escondido nuevamente para no formalizar la paz. Porque somos, siempre, alguna vez, lo que odiamos.
Y me persiguen los medios, me comen las noticias, las voces; las noches se calientan con un café, los pies con medias secas y me hunden en el pecho un arma de doble filo, la inequívoca comunicación. Hidrato las hojas que voy manchando, acomodando mi cuerpo a las formas que considero mías, pero no me he enseñado a mi misma a sentarme. Dibujo una sonrisa como si se correspondiera con una buena costumbre y escribo con la propiedad pirata que alguna vez se hubo robado mis viejas palabras.
Como un único cenicero lleno de cenizas, mi escrito más antiguo bajo la lupa de mi crítica, va buscando escondites, rincones o sombras donde apagar la brasa roja del fuego, el humo, la alegoría y la revoltosa metáfora que me administra la lágrima perdida y la imagen homicida de la sucia moral. Tal como un iconoclasta raciocinio, vuelven las nubes a su forma de mariposa y creemos volar libres a un horizonte lejano, pero dejamos un pie anclado al suelo por miedo estar en lo cierto y dispararnos al incierto abismo de aquello que hubimos leído en algún techo, sin percatarnos del mensaje a ojos cerrados. No duermo, así, por temor al monstruo debajo de la cama, pero si alguna vez apareciera, creo que se me agrandaría el alma cual bufón cuando al fin solo frente al reflejo.
Al ver dormidos mis dedos, al ver tendido mi cuerpo, al ver incendiado mi silencio, al ver sucios los cimientos de un cruento verso, me pregunto si pertenezco acaso a una u otra realidad, sueño o despertar, o punto intermedio que no podrá discernir jamás si consonante o vocal. Es por eso que me escapo de las metáforas y me dedico a la comparación, maldiciendo un poco mucho los recursos blandos de la literalidad. Burdo oxímoron este, el del ambidiestro aparentar.
Una vez creí que suponía cuando evidentemente sabía, o viceversa. También creí jamás envejecer, no hasta envejecer realmente, de las rodillas para abajo. Pero el creer supone consigo fantasías, como creer en un dios o en un árbol que habla o cualquiera de esas falacias cargadas de esquizofrénicos frenesís. De esa misma forma descreí de la coagulación de la sangre y supuse la automaticidad en el ciclo circulatorio, levantando bruscamente la piel seca solo para descubrir sangre fresca correr en caída libre del ojo hasta el dedo más chico de un pie amaestrado para esquivar todo menos la gota cruda que hizo envejecer mi imaginación, hasta el límite de volcar el abecedario como rompecabezas al libro mudo con el que ya no me hablo. Y como herida nueva arranco un cabello blanco, lo acerco hasta mis ojos y escribo otra línea de mil, esbozando una peluca que ya no se parecerá a mí, sino al espejo que hace siete años rompí.
Será que no sé dormir, que me mantengo en un sueño a medias y que a medias despierto pensando que la libertad es poder y que el poder conlleva el hermoso riesgo revolucionario de encarcelarse a sí mismo en su contradictorio esplendor. Será que no sé dormir, será que somos la luz encendida por miedo a no vernos jamás los ojos de primitivas estatuas de sal. Será que no sé dormir porque aún no aprendo a despertar, como si me preguntara si el huevo o la gallina, o si el principio o el final.
Pero sigo escuchando a Strauss y me conmuevo, sigo visitando tumbas en las que no muero, sigo rascando donde no pica para complacer a los nervios, sigo escribiendo burlas que no riman, sigo utilizando el mismo nombre para todos mis animales, sigo vislumbrando la meta sin saber cruzar… porque me siguen apareciendo bestias en las letras y me sigo riendo de las esferas que no cierran más el espiral. Sigo llorándole a las flores que huelen mal, sigo importándole poco a mi otra mitad que sigue, insistentemente, contrariando el bien y el mal. Y, mientras sigo como intentando terminar, comienzo nuevamente, buscando matar a la eternidad, aunque eso implicara una pena capital.
Silla tras silla, mesa tras mesa, trago tras bocado, hora tras hora, suponemos convencer a la aurora de oscurecernos el velo para parir un mañana sin el relato o el cuento, sin el discurso que amamos secretamente y en silencio. Y aún así, gritamos porque somos menos que el vacío, una piedra en el calzado que nadie usa porque no está de moda; gritamos porque el silencio no es contemplado como un aliado cuando ya no quedan verbos por inventar, cuando ya hemos leído toda la lista de libros prohibidos por la realidad.
Detrás de toda esta abstracción se esconde un modo conformista de pensar, o un discurso altruista por empezar, o un funesto manifiesto fatalista de cómo nunca terminar. Pero tal silogismo no está resuelto en mi lógica experimental, es decir, mis manos. Me reservo pequeñas notas amarillas pegadas en la parte trasera de mi lóbulo frontal, verdades y mentiras que se habrán de confrontar cuando haya dejado este cuerpo tan escrito como mi cuaderno y esta voz tan muda como mis versos.-

domingo, 2 de junio de 2013

Lo agridulce

Era una dulzura que robaba el alma,
que sobresalía de los rincones
más recónditos de la mirada,
que rompía pero que remendaba.

Era una dulzura que me valía
la vida, las ansias y las ganas.
Era una dulzura pura,
una dulzura blanca.

Era una visita del alba
en el medio de la noche,
era un mar de lágrimas
entre risas y reproches.

Era la potencia muda
de los gritos interiores,
era la luna dormida
entre almohadones de colores.

Me quitó el destino,
augurando errores,
llevándome a lo torpe del frío,
vagando en oscuros callejones.

Me supo a distancia a veces,
me supo a un juego maligno,
pero se escapó surcando los mares
que me invitaban al abismo.

Era un barco sin sentido
en el curso del latido,
era como si le sobraran alas
pero un ancla le impedía
el vuelo hasta mis brazos tibios.

Era una sombra tirana,
era el veneno prohibido.
Era la cama y la muerte,
era mi sueño y mi temple,
era la aurora y la suerte,
era el sudor helado de mi frente.

Y después el desvarío.
De amores míos, ninguno.
Sopló la llama, apagó el mundo.
Destrozó, lo siento,
todos los conciertos.
Ayunó mi sueño y vomitó mi ejemplo.

Libre pero preso
el sentimiento mutó,
se quedó sin huesos,
se quedó sin versos,
en el beso ausente
de la perdición.

Un infierno es hoy,
cuando dulce ignora,
cuando dulce ríe
de mis malas maniobras.

Yo no he visto nunca poder
tan vanidoso, peligroso, amoroso.
No, no he sabido antes de sus garras silentes
clavándose en el aire que corta mis pieles.

Es entonces cuando evito
que lo amargo se acerque,
porque su dulzura
aún controla mi mente. 

jueves, 30 de mayo de 2013

Escritos de un jueves

Al cabo de las horas, de las obras, la sustentable palabra se ahorró de complacencias, miró al ambiente destapado, destartalado, y retiró el cuerpo. Yo ya no pensaba, mis pies caminaban el sendero obtuso de una ignorancia auto abastecida por esas mitades no correspondidas de lo metafórico. Y lo demás, aquello que acostumbra a saberse con anterioridad, se desdibujó del placer eufórico de la imitación.
El acto se compone, se abstrae, se actúa. Ya lo físico escapó del campo científico, la dinámica energética se descompuso ante los ojos negros de una sombra intocable. Miles de partículas de vocales inconexas se atiborraron en la cabeza de una consonántica existencia. No era probable, nada lo era, y la virtud amaestrada descerrajó el tiro frío en la certeza de la duda eterna. Todo sangró, hasta la ausencia, hasta la médula misma de una poesía siniestra. La muerte es lenta, decían, la muerte es bella.
Practico acertijos evidentes desde este facilismo incongruente, desde esta tormenta en ciernes de la irrealidad aplicada al bajo consumo de anestesias. El crucigrama entero se mantiene parado, se evapora la dirección única, se abren de piernas las venas simbólicas ante el fálico y vomitivo espectro de la contradicción.  Observo. Un cilindro acuoso discute con la frontera diestra. Nosotros nos bajamos tres paradas antes y yo sigo empujando la puerta. Ya no, la noche no despierta.
Mi imaginación se desconcierta con ese realismo impuro que supura de esta herida abierta. Son tantas las manos que me dibujaban el puente, que he caído buscando la izquierda con la que me sostuve hasta ayer. Sencillamente nado hasta la cornisa más alta de esa falta de evidencias para mi hipótesis copiada del puto libro de ciencia. La ciencia dura, claro, la estricta mierda anclada a la isla desolada de un saber anciano.
El café me sabe a angustia literaria, esa de las cuatro de la mañana, el cigarrillo y la almohada doblada bajo el cuello amoldado a la postura asimilada. Y esas pocas palabras me saben a nada. Y esta larga misión me sabe a carta mal escrita. Y esta sombría sensación me somete a las peores letras jamás creadas. Arde la llaga, quema la garganta y sangra la espina dorsal de la estructura que ya no tiene caras. Entonces bebo con sorbos soberbios esta, antes deglutida, suerte en taza.
Pero se van, las horas se van tras la distante virtualidad de mis estandartes. Se van los pisos al silencio, los oídos al tiempo, los rostros al basurero. Y yo continúo, no me volteo, no siento, no miento, no alimento al tormento con los ruidos del comedor. Luego la luna, esa que se acerca con soltura a asesinar sigilosamente a la luz. Y tú, o la proyección infinita de un espejo frente a otro. Ya no, no duermo.
Yo le escribí el abecedario burlón en la curva de la heladera, le limpié las esquinas, le recorté el mantel de la mesa giratoria. Yo le extraje el destino de su alma máter, le sonreí al golpearle el portón dorado del hipotálamo y le sostuve el cabello casi amarrándolo al puño impaciente del corazón. Sí, yo, porque nadie más se dispuso a destrozar su perfecta estabilidad, su insistente desesperación. Dijo que no debía prestarle el ejemplo a su discurso iniciador. Dijo que debía yo de detener el latido inquisidor.
Me gritan las persianas, me acusan las puertas de cerrarlas, me invitan a la tarea de escribir una y otra vez esta condena. Y yo ceno con velas. Yo activo el mecanismo de defensa. Yo, un narcisismo acompañado de promesas. Yo supe alguna vez perderla entre pesadillas y lapiceras, razón inútil, maldita musa de las guerras.
Y así, como nunca, no alcanzaron las vendas. Se inundaron los ríos con sangre de la gruesa, con todas las virtudes del hierro, con materia gris, con tierra. Sobraron los segundos, sobraron las ideas y  supimos, sin decirlo, que morían los poemas.
Como todo jueves, desentierro la cabeza, peino el cantero y quito las malas hierbas. Como todo jueves, como en cada obra que no empieza. Y luego el torbellino, la maratón de las rodillas fracturadas en números impares, los codos lastimados de reclinarme, la nariz tapada, la garganta lastimada, los pulmones intactos y el humo sospechado de corromper el abrigado estornudo que me trago.
El último rastro se perdió hace horas, la presencia se tradujo en carcajadas sutiles, en sobres de madera llenos de páginas recortadas. Nos fuimos, como sin mirar a los costados, como desestimando todas esas hojas arrancadas. Yo me detuve, antes de cerrar esa puerta, porque nadie más lo haría y retrocedí hasta el principio. Y al cabo de las horas, de las obras, yo fui, entonces, uno de esos días. 

martes, 28 de mayo de 2013

Designios

Cansada de lastimosos versos,
le brindaré un abrazo inmenso
a la oscuridad del texto.
Beberé la tinta con mis labios secos
y romperé el hechizo del mago del silencio.

Ah, pero qué limitados mis pensamientos,
mejor abrir una herida
para cocer los gusanos tuertos,
mejor saberme en estilo,
modelo y espejo del infierno.

Te voy a contar el cuento,
te haré desaparecer el aliento,
te romperé el cuerpo en pedazos
que tendrán sabor a consuelo.

Y si entonces no me muero,
subiré hasta la cornisa del tedioso arte lento,
saltaré con sentimiento
y me enterraré de golpe
en el ataúd de un cementerio.

Ah, pero qué insolencia la de tus ojos,
como si creyeras mis fundamentos,
como si mi hipótesis del tiempo
se fraccionara en quince silogismos certeros.

Nadaré en el mar del vino,
voy a ser el ave y el pez
y alguna que otra vez el destino.
Voy a anclarme a la isla del humo opiáceo,
voy a revertir mi intestino.

O mejor encenderé un cigarrillo,
al lado de la estufa seca de llamas y filtros,
te voy a armar como un rompecabezas,
martillando poco a poco tus suspiros.

Nada de lo que diga me ciega,
nada se acerca a mi designio:
comerte los labios a versos,
fundirte en mi fuego prohibido. 

Si de preguntar se trata... de responder se empieza

¿Qué decirte que no sepas?,
¿qué explicarte que no entiendas?
¿Acaso piensas que no debo amarte?,
o ¿acaso sueñas con besarme?
¿Pero qué atesorar si nada brindas?
¿Qué podría interpretar de tu sonrisa?
¡Cuántas preguntas hay en la vida!
¿Cuánta vida le resta a esta estúpida agonía?
Me preparo un café y desentierro lentamente
todos los recuerdos olvidados,
oxidados, odiados.
Nada se asemeja a tus ojos,
nada parece haber cambiado.
Siempre pensé que no existiría un otro,
un ser que pudiera todo acabarlo.
Me siento,
desayuno la mirada que no existe
más que como una condescendencia
y lamento tanto, tanto tu ausencia.
A veces interpreto que simplemente juegas,
a veces interpretar me lleva a tropezar
una y otra vez con la misma piedra.
Pero a veces también desespero
cuando rozas con tu aire
una punta de mi cabello.
Tanta basura me sobra
dentro de mi discurso amoral,
tanta existencia le falta a mi inestabilidad.
Te veo y te encuentro rondar
los rincones de mi corazón desierto.
Te veo y con eso me basta
y a la vez es el castigo eterno.
Es evidente que no podré tenerte,
es visible mi padecimiento,
tan visible que te miento
esta alegría inmensa
cuando sólo quisiera salir corriendo.
La contrariedad me ha hecho escudo
y arma y adiestramiento.
Pero la bajeza me ha hecho esclava,
y empleada administrativa de tu cargamento.
Maldigo, entonces, mi espectro,
las horas perdidas, el cansancio manifiesto.
Maldigo que no sepas quererme,
que solo te entretengan mis pensamientos.
Le he dicho basta mil veces
a este sentido de la humanidad,
le he pedido al silencio un cuarto
para recostarme y no hablar jamás.
Pero me rindo ante los pies de tu sombra,
me rindo y me da por experimentar,
saber hasta dónde llega mi cuerpo herido,
actuar hasta reventar.
Te pido, como vez primera,
déjame intentar.
Déjame cortarte las piernas,
para que aprendas a volar.
Te pido, pero desde el mudo grito,
que te dejes amar,
que me dejes escribirte el mundo

con mi arte universal. 

Amnesia

Si alguna vez me olvido de mirarte
es porque estás en todas partes, sí.
Si me olvido de amarte
es porque te pareces a la gente,
es porque es momento de olvidarte.
Pero si olvidara tus ojos,
entonces no podrías perdonarme.
No sería justo, vida,
tener así que matarte.
Si me olvido de este arte,
córtame las venas, o dispárame.
Si te dejo escapar fácilmente,
amárrate a mis brazos,
tuérceme el cuello y bésame,
que no sea mi amnésica laguna mental
un soplido en la arena
de tu exclusividad.
Si me olvido alguna vez de hablarte,
acércate a mis labios
que algo te dirán.
Y si me olvidara de pensarte
es porque seguramente ya no existirías
en el universo paralelo de mis rimas.
No me dejes olvidarme de escribirte,
mi estandarte, no te quedes en el tiempo,
ven a buscarme.
Si estas manos se perdieran el placer,
alguna vez, de crearte,
caerías en la agonía del vacío errante.
Yo, en cambio, vibraré otros cantares,
suponiendo ya no amarte.
Pero si me olvido, tiempo, de contarte
es que finalmente es momento
de abandonarte al aire
y que vueles como ave,
y que te liberes de mis redes,

aunque así me mates. 

Nada, casi

Le quedan pocas horas a este éxtasis sin sentido de esperar algo que será nada. Le quedan minutos, quizás segundos, a esta especie de duelo entre la posibilidad y la insistencia negada. Podría decir que se acerca la aurora que opacará estas indescifrables madrugadas en las que proyecto mi mirada. Le queda nada, casi, a esta cruda incongruencia en la que me hube algún día de parar. 

Hoy

Hoy, porque no habrá mañana, vas a perderme. Hoy, porque esperar se ha hecho eterno, hoy sabrás cuánto detesto despedirme de lo que podría haber sido perfecto. Hoy, porque está frío y desierto, porque la calle sin autos, hoy te diré que no te quiero, que me sobran los pretextos para olvidarte. Mañana le mentiría a la noche, mañana podría acostumbrarme a los reproches, mañana podría amarte quizás, pero es hoy, y hoy el cansancio se hace fuego dentro de mi piel, hoy simplemente me desvaneceré de tus ojos y mañana ya no me podrás ver. Hoy, porque no habrá mañana, vas a perderme por no haber sabido amarrarte a estas cuerdas de papel. 

Goteo

Uno tras otro,
tus besos se evaporarán de mi cuerpo.
Tus manos perderán la destreza
porque ya no me tocan.
Tus ojos buscarán la ceguera
pues no podrán verme más.
Tu rostro se teñirá de noche sin mi luz.
Tu esencia será tosca, casi imperceptible.
Y yo seguiré aquí,
con tus restos en mi suelo,
con tus sueños en una almohada ajada
y agradecida de no tener encima tu peso.
Yo seguiré aquí, sin un rasguño,
sin hirientes recuerdos,
esperando el momento oportuno de tu muerte,

cuando mi latido se silencie por completo.   

Deja sombras donde cuerpos

Deja tu sombra donde antes tu cuerpo.
Evade mi presencia
y quita tus labios de oro.

Deja tu silueta rondando mi cama
y vete despierta,
fingiendo un mañana.

Deja todo acomodado
a tu manera incierta de quitarme el tiempo,
de robarme el frío, de poseer mi silencio.

Yo, mientras tanto, sonreiré a tus pies,
estimaré las gotas de agua en este desierto,
y llenaré el vacío con cuentos.

Deja, deja ese estigma de tus besos
en mis movimientos lentos,
pero fíjate antes, porque no miento.

No sé esperar, ni sé de pretextos,
aunque siempre aprendí a olvidar,

con la misma velocidad del viento.

Teñido de azul

El supuesto color azul se convierte en certero cuando la ausencia completa, ese infierno de imposiciones de la realidad, ese inalcanzable estado de eufórica tranquilidad. El evidente concepto de la felicidad se hace agua de un oasis que no existe más que en la proyección de una necesidad. Y los demás, los estados que componen esta indescriptible estabilidad, se aseguran vomitivos y apesadumbrados de tanto fingir una incoherencia social. Más, me pesa el ambiente neutro de la cordialidad, el permiso compulsivo al querer acciones inversas, el sentido abstraído del tedio y la vergüenza expresa. Me pesa la ausencia, pero también la presencia que forma una inmensa soledad. 

De correspondencias incorrespondidas

Le escribo al silencio desnudo,
ahora,
a horas de la muerte temprana
de una madrugada veloz.
Le escribo al reloj
que aleja ciertas manos
del sabor opiáceo
de la eterna comparación.
Le escribo al misterio
que se hace extraño cuando no estoy,
cuando me voy
aún permaneciendo.
Le escribo a la letra traidora,
a la perra descompostura
de esas estúpidas notas
que poco te conforman.
Le escribo a la hiedra venenosa
que se come mis pulmones
y me deja respirando
el aroma embravecido
de una sombra que se va.
Le escribo a este tedio insostenible
de esperar, aunque es lunes,
y esperar un martes,
y detener un viernes
alejado de mi impulsividad.
Le escribo al poco respeto
comprendido como ego
que se mete entre mis venas
para esconderse de mis ojos ciegos.
Le escribo a la respuesta impronta
que nunca llega,
a ese deseo impedido
por una moral necia,
a esos labios que se ausentan cada tanto,
y cada tanto se acercan
a negar la limosna inconexa
de mi incomparable condescendencia.
Le escribo al cigarrillo oscuro
que no me deja, ni lo dejo,
como una pareja mortalmente perfecta.
Le escribo a la droga tinta,
a la tinta esbelta,
a la lapicera muerta,
a mi muerta complacencia.
Le escribo al vino estricto,
al trago irreverente,
a la sonrisa que se me escapa
cuando por dentro hiere.
Le escribo a la copa vacía
que me llama con lágrimas invisibles,
que me quita el velo negro
de la muerte en puerta,
para nacer en roja sangre
que se mantiene pero que inquieta.
Le escribo a la derrota
de esta guerra que me pesa,
que me significa menos calor y más cabeza.
Le escribo a la prosa larga,
larga, hiriente y embustera.
Le escribo a la rima pasajera,
a la dulce historia que nunca llega,
a la que se va, esa y la otra,
la que retorna con cuidado
de no herir una susceptibilidad

que no existe pero que besa. 

domingo, 26 de mayo de 2013

De regreso

Lo siento tanto,
ser de las mil caras,
la sobriedad escapa
a los poros embriagados
que supuran melancolía.
Siento no ser el supuesto
paradigma de la ignominia,
el simplista derivado
de la simpleza
vagamente adquirida.
Siento, vida,
no ser muerte
ante las andanzas prohibidas
de las fieles reliquias del amor.
Muero entre nicotina y recuerdos,
vivo entre nubes ancladas
al mar de los pretextos,
vivo por no morir de pensarlo,
vivo porque no me cuesta respirar.
Y siento,
frente al espejo complejo,  
no poder más que mi ejemplo.
Y pienso,
porque no encuentro remedio,
en la recta final hacia tu encuentro. 

martes, 21 de mayo de 2013

El juego


Un ojito cayó, muñequita tuerta, morgue de trapo, silencio.


Un tictac derribó la torre de control, miles de ríos desembocaron en el llanto del infante doctor.

“Bisturí”


“Pinzas”


“Fórceps…” Y todos le miraron el rostro transpirado por un helado sudor, su voz temblorosa, “fórceps, para quitarle el resto del cuerpo, lo de arriba, o una sierra, ¡algo, por favor!”

Luego el té. 

lunes, 20 de mayo de 2013

Oda al límite impuesto por la contradicción


Podría ser peor,
el amor concuerda con esta contradicción.
Podría morir sin pensarlo
o pensar viviendo el paso de los años.
Me conformo con saberme
en el rincón de la melancolía,
con haber sentido el peso inmenso
en el centro del pecho
que se llena de monotonía,
hoy, como cualquier día.
Un montón de sol
le hace falta al corazón tirano
para calentarse, helado,
para hacerse carne con este cuerpo
acostumbrado al frigorífico estancado
en el pasado de la rendición.
Un montón, y carcajadas a un costado,
para sobrellevar el vacío de esta habitación.
Pero el viento, el frío, los ojos centrados
en la figura transparente de tus manos,
manos ausentes, manos de tantos rostros,
manos que cambian de color y de forma,
manos que no contienen.
Todo concuerda con mi impaciente agonía,
es la vida y la sorpresa,
es la precaución de mierda
que circunda mi discurso apologético,
mi condena.
Siempre nos vamos, y mi mente y mis ideas,
siempre caemos en el pozo abstracto
de las carreteras desiertas de lágrimas,
y así repletas.
Y somos tantos,
que la unidad nos desconcierta.
Y somos dos rectas paralelas
que nunca se cruzan
más que en alguna curva
o esquina pasajera.
Yo me rindo, a veces,
cuando vuelas,
cuando eres un ave
entre las rocas de mi inconsistencia,
cuando te compones como la musa oxidada
de mis intentos por tenerte,
como sed por el agua.
Yo me rindo y no lo acepto
porque eres todas las espaldas que se voltean
para darme el gusto de la última estocada.
Yo me rindo porque encuentro ausencia
en esta presencia que te llama.
Y te quiero, ¡cuánto te quiero!,
como quiero al espejo que me responde,
como quiero comer
el borde de tu boca con mis versos,
como quiero hacerte el verso
con un beso que te arda,
como quiero quemarte
con estas manos artesanas de líneas
acomodadas al placer de tus palabras.
Te quiero, si. Y lo detesto.
Me limito a ausentarme, cada tanto,
en noches como esta,
en obras indispuestas y pendencieras.
Me limito porque te espero
bajo el umbral de mis deseos hambrientos.
Me limito porque no me permito
ahuyentarte con mis titubeos;
más así lo hago,
aún desde mi actuación petrificada
a la buena educación
y los modismos amarillentos.
Y lo siento tanto,
siento que no puedas sentir la realidad
porque solo sientes mi reflejo.
Siento que no sepas quererme
como yo te quiero.
Siento tanto tener que enterrar
dos metros bajo tierra
esta predilección invencible
que me ciega porque muerta.
Siento amarte instantáneamente
y de cualquier manera.