miércoles, 13 de agosto de 2014

De i-realidades

Hay un espejo negro que invita a la destrucción; en realidad los hay de todos colores, como los reflejos o el retrato a los ojos de una crítica. En fin, existe la idea de control mental sobre el ser que se refleja y el aura comportamental de la construcción mágica a la que se somete el producto. Pero ese oscuro y opaco mito de la no reflexión merece unas líneas más o menos curvas, como la contradicción literaria de un oxímoron en masa.

Lo negro, en referencia a lo no reflejado o reflejable, ese vacío inmenso que invisibiliza, esa falta de luz que impide la devolución de la propia mirada; obstruye, aniquila e invierte las posiciones psicológicas naturales, tales como el narcisismo y la autocomplacencia plástica del todo o de un poco o de la mitad del tiempo perdido en lecturas audaces de un espejismo rítmico.

Para entonces las manos se enlazaron como prueba de existencia, los ojos bajaron hasta los pies en un salto esquemático y de gran destreza, y todo para conservar la presencia construida en un bosquejo de inocencia que duró una cantidad imperceptible de palabras contadas. No había miedo que se comparase con la inquietud del vacío; si había o no cuerpo era cuestión del resto, un resto que se ausentaba en formas inimaginables, formas que sólo un vacío círculo podría describir.

Cuando las voces acallaron el llanto, la necesidad fue imperativa, la de anteponerse a la imagen creada por virtuosas incapacidades de visión. El oído correspondió al silencio y entonces la locura. Ya no era un punto el punto, ni siquiera el ser o estar eran capaces de mantenerse frente a la nada que inevitablemente se suspendía sobre el goteo incesante de sudor, ficticio o no, caído de una frente que quizás no existía, a menos que las manos se soltasen y entonces fuera posible comprobarlo todo o la mitad o un poco. Pero si las manos se soltaban entonces se perdía ese momento anclado a la realidad, la de toparse una con otra. No era fácil arriesgar ese ínfimo contacto humano. Y, aunque los ojos en los pies, ¿quién podría asegurar que no era un mero producto de la imaginación?

Ya no se trataba de hipótesis, sino de la supervivencia del sentido más fuerte, en la ausencia total del sentido común. Se oían silencios, se tocaban paralelos y se miraban los pies. Nada parecía real aunque todo lo era, o nada era real aunque todo lo pareciese.

Hay un momento en cada pausa que coincide con la acción subsiguiente, es decir, una cadena irremediable e irreversible de hechos que se enlazan con reflexiones y manifestaciones arbitrarias de un sistemático torbellino. Hay versiones, siempre las hubo, de contraposiciones autosuficientes que no son nada más que respuestas enmarañadas con un fin, el mismo fin de lo lineal de la existencia. Hay también teorías burdas del destino ambicioso de un fabulista, que, como cuentos astrales, forman parte del mismo pasillo, ese en el que al final está el baño, ya sea a la izquierda o a la derecha del arquitecto urbano que hubo de construirlo. Todo culmina en la misma posición, en el mismo cataclismo mental de si existe o no aquello que se considera real al contacto de cada sentido considerado el motor de búsqueda y comprobación de teorías promovidas por la misma ausencia del sentido fundamental.

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