Hay un espejo negro que invita a la destrucción; en realidad los hay
de todos colores, como los reflejos o el retrato a los ojos de una
crítica. En fin, existe la idea de control mental sobre el ser que se
refleja y el aura comportamental de la construcción mágica a la que se
somete el producto. Pero ese oscuro y opaco mito de la no reflexión
merece unas líneas más o menos curvas, como la contradicción literaria
de un oxímoron en masa.
Lo negro, en referencia a lo no
reflejado o reflejable, ese vacío inmenso que invisibiliza, esa falta de
luz que impide la devolución de la propia mirada; obstruye, aniquila e
invierte las posiciones psicológicas naturales, tales como el narcisismo
y la autocomplacencia plástica del todo o de un poco o de la mitad del
tiempo perdido en lecturas audaces de un espejismo rítmico.
Para
entonces las manos se enlazaron como prueba de existencia, los ojos
bajaron hasta los pies en un salto esquemático y de gran destreza, y
todo para conservar la presencia construida en un bosquejo de inocencia
que duró una cantidad imperceptible de palabras contadas. No había miedo
que se comparase con la inquietud del vacío; si había o no cuerpo era
cuestión del resto, un resto que se ausentaba en formas inimaginables,
formas que sólo un vacío círculo podría describir.
Cuando
las voces acallaron el llanto, la necesidad fue imperativa, la de
anteponerse a la imagen creada por virtuosas incapacidades de visión. El
oído correspondió al silencio y entonces la locura. Ya no era un punto
el punto, ni siquiera el ser o estar eran capaces de mantenerse frente a
la nada que inevitablemente se suspendía sobre el goteo incesante de
sudor, ficticio o no, caído de una frente que quizás no existía, a menos
que las manos se soltasen y entonces fuera posible comprobarlo todo o
la mitad o un poco. Pero si las manos se soltaban entonces se perdía ese
momento anclado a la realidad, la de toparse una con otra. No era fácil
arriesgar ese ínfimo contacto humano. Y, aunque los ojos en los pies,
¿quién podría asegurar que no era un mero producto de la imaginación?
Ya
no se trataba de hipótesis, sino de la supervivencia del sentido más
fuerte, en la ausencia total del sentido común. Se oían silencios, se
tocaban paralelos y se miraban los pies. Nada parecía real aunque todo
lo era, o nada era real aunque todo lo pareciese.
Hay un
momento en cada pausa que coincide con la acción subsiguiente, es decir,
una cadena irremediable e irreversible de hechos que se enlazan con
reflexiones y manifestaciones arbitrarias de un sistemático torbellino.
Hay versiones, siempre las hubo, de contraposiciones autosuficientes que
no son nada más que respuestas enmarañadas con un fin, el mismo fin de
lo lineal de la existencia. Hay también teorías burdas del destino
ambicioso de un fabulista, que, como cuentos astrales, forman parte del
mismo pasillo, ese en el que al final está el baño, ya sea a la
izquierda o a la derecha del arquitecto urbano que hubo de construirlo.
Todo culmina en la misma posición, en el mismo cataclismo mental de si
existe o no aquello que se considera real al contacto de cada sentido
considerado el motor de búsqueda y comprobación de teorías promovidas
por la misma ausencia del sentido fundamental.
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