miércoles, 13 de agosto de 2014

Uno de los trenes

Sube un tren a la superficie. Los demás esperan. El humo reemplaza a las risas y unos y otros, puede que todos, se miran, refugiándose como cómplices, entre sus ojos, ojos negros casi transparentes. Las verdades quedan, entonces, sometidas al rítmico ascenso. Nadie hay ya que no mire a otro, completándose el círculo colectivo de la observación, por no decir vicioso. La esfera crece, el pensamiento se desvanece y nace el día. Parece, la contemplación, un acto premeditado pero es sorpresa, es instinto, quizás negación a todo menos a la pupila ajena.
En una de las ventanillas reaparece la mentira, también mira, descreída, la situación inesperada de la firmeza. Lo efímero cae a su lado, a ese costado que todo lo suelta y nadie sostiene. Y cae una lágrima, un lago, un mar. Ya nadie sabe nadar. Los ojos suspenden el acto, el círculo se rompe y todos, casi como si nadie, responden abriendo la ventanilla y empujando rotundamente a la ficción. La “mentirilla” cae en su propio llanto y se ahoga. Un aire a desvelo circula ahora, un honesto y funesto aire a deshumanización.
Yo no recuerdo mi muerte, solo observo el cajón, dejo mis ojos un instante allí y me voy a diario. Yo no recuerdo el momento exacto y entonces más ojos son dejados como ofrendas al cuerpo. Es el mismo tren pero cambiamos cada tanto de vagón. Pronto subirán los otros, suponemos, mientras nos miramos sin ojos ni cuerpos.
No es tristeza, es tal vez una sensación de lejanía. La mentira ha muerto, todos han muerto pero se miran, esperan al resto y, si lo recuerdan, respiran.
El cajón se acomoda al asiento y aún traigo un libro conmigo, un libro que quizás lea cuando deje de mirar a quien me mira; eso sucederá cuando quien me mira sea dejado de ser visto por quien le mira aparte de mi. Las horas creo que no pasan, todos pierden sales por sus ojos que están junto al cajón, los cuerpos pierden sangre y el pensamiento no resiste.
Todo es gris, hasta nosotros, es decir, ellos. Un grito es música, es distracción pero no nos movemos. Nada nos quita la posición de estatua en tres partes, nada nos desaparece, aunque no estamos. ¿Y si algo hicimos? Nos inunda el prejuicio, pero la mentira ha muerto antes de probar nuestra habilidad de nadar entre sus palabras que llovieron como nos llueven papeles quemados en la locomotora.
Somos ceniza, somos la brisa que enfría el café que tomé antes de dormir, porque no recuerdo morir ahora, ni cómo, ni porqué, ni el sabor siquiera de mis labios sellados por la sospecha de no abrirse jamás la puerta que nos devolvería el tiempo.
El fuego es frío, la electricidad es aguja que se clava en el alma, el verbo es desafío y el grito es tan inmundo que nos hace bailar sin quererlo, que nos hace saltar el miedo, que nos hace olvidar el silencio de vernos unos más pálidos que otros, uno detrás del otro, sin ojos ni cuerpo… ni aliento que nos avise que hemos muerto antes de delatarnos. “No nos conocemos”… pero la mentira finada, pisada por las ruedas, enterrada detrás de las vías sospechosamente elevadas a un vuelo siniestro que nos rebana.
Me pido no olvidarme pero ya no sé quién soy, porque pienso que quizás sea esa nuca que sigo, esa que salpico cuando estornudo, esa que es mi ventana a la realidad que compone las noches y las putas mañanas. Los gritos superan el frío, es como vivir al borde del precipicio, porque, si bien no recuerdo mi muerte, temo recordar mi voz si me tocara gritar. “¡Cantá, carajo, cantá!” y el grito.
Supuse arte, pero la mentira ha muerto. Alguna vez he visto una película, tuve esa suerte. Hoy todo es suerte menos mi nombre. Somos nadie porque así lo decidimos, aún sin decirnos nada, antes de subir al tren, un tren de cabezas tapadas por el verde extremo que nos inculpa el recuerdo en nuestra amnésica película.
Recorro mis deseos que hoy son pocos por no saber ni qué hora es, miro al suelo sin dejar de ver el cuerpo sangrante que podría ser el mío, el nuestro, la nuca y los otros ojos que miran sin ojos, y ansío la memoria.
Ya no sabemos nadar y caemos… mis ojos siguen de cerca a la nuca esposada a mis tobillos, no recuerdo mi muerte pero el agua desmaya. Vienen otros trenes por detrás, el gris es ahora azul, abro mi boca, ya, cuando nadie puede oírme; y recuerdo, finalmente, en un atragantado alivio, todos los nombres que no dije.

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