Las historias nacen, por lo
general, de espléndidos finales, de grandes desarrollos que culminan
justo en el mismo lugar donde empieza la inspiración. Los principios
prescinden de intencionalidades, se componen precisamente de la ínfima
tarea de presentar un escenario, aún cuando se empieza por el final.
Siempre he pensado en algo que escape de la formalidad convencionalista que compone nuestra manera de pensar, una especie de identidad fatalista, una cultura que se apasiona con la decadencia del relato, con la caída inminente y la glorificada elevación. Todo, cada retazo de un relato, a través de la historia “relatada”, alimenta a la fiera industrializada de nuestra (toda) idiosincrasia del arte del entretenimiento. Basta sólo con cotejar el grado de funcionalidad de estas letras (los relatos concernientes) para con un fomento al sistema que avala esta búsqueda de la caída con el fin de encontrar la vida al final de un camino trágico. Ficciones como la biblia y otras epopeyas “engrandecedoras” de un determinado grupo social son herramientas de un sistema formal que acapara teorías narcisistas, egocéntricas y déspotas con el único fin de establecer una brecha cada vez más extensa entre las mitades que conforman un todo, un todo que unido destruiría a este sistema mal llamado equitativo.
Mal hago, quizás, en politizar un relato que es uno más en el mundo de la literatura que cree poder ser revolucionaria; es tan narcisista como aquello que antes se ha esbozado y es que, como aspirante al éxito, no puedo desprenderme de aquello, de ese contexto en el que mi intencionalidad se ha conformado. “Despreciable”, repito, mientras enciendo un cigarrillo y pienso en la arbitrariedad inventada para abstraerse los unos de los otros. Y los sentimientos se contraponen con el hilo que no he de seguir jamás al escribir en un tiempo real, sin tecnología, edición o siquiera algo que esconda la eterna duda del trazo de una lapicera negra. Dicen, me digo, es la libertad del arte, es el escape del mundo pero ¿quién ha de despegarse de aquello que no nos suelta ni en sueños? Yo no vivo de fantasías y ni, aunque creara una, la princesa podría dejar de representar a quien domina, el ogro a esto, el animal a aquello, etc. Ficciones o no, una mitad o la otra, somos el papel, la tinta y la inminente nota al pie que acredita fehacientemente no sé qué, aunque lo sé.
Un piano lejano vuelve el recuerdo a su curso, un aroma, una fotografía… Somos lo que escribimos y, ciertamente, lo que leemos al interpretarlo con eso tan sublime que es nuestro instinto de poseerlo todo. Somos lo que respiramos pero también somos lo que el tiempo, el presente, el futuro y el pasado, un pasado que antecede a nuestro ser, un pasado que generalmente equivoca, provoca, ancla y presume una posesión, un poder malsano que nos ordena responder a la identidad como necesidad primera y última, pero nunca intermedia. Somos lo que rara vez verbalizado, somos el sabor de la fruta en sus estados incomibles, la sal que sobra, el azúcar que falta.
Una madrugada, un tal Agosto, en algún año, soy mi letra corrupta, mi español latinizado y mi angloparlante canción que suena acompañando al ritmo satirizado de escritura, con un fin nada complaciente; soy el dolor de mi mano que no cede, como no cederá el ansia de poder algún día contemplarme en alguna librería, atiborrada entre otras muertes solapadas. El cristalizado sentimiento del ego nunca escapa de las garras de la necesidad. Nunca dejaré de pretender el trono aunque promulgue la disolución del todo porque soy un eslabón encontrado una y mil veces, y escondido nuevamente para no formalizar la paz. Porque somos, siempre, alguna vez, lo que odiamos.
Y me persiguen los medios, me comen las noticias, las voces; las noches se calientan con un café, los pies con medias secas y me hunden en el pecho un arma de doble filo, la inequívoca comunicación. Hidrato las hojas que voy manchando, acomodando mi cuerpo a las formas que considero mías, pero no me he enseñado a mi misma a sentarme. Dibujo una sonrisa como si se correspondiera con una buena costumbre y escribo con la propiedad pirata que alguna vez se hubo robado mis viejas palabras.
Como un único cenicero lleno de cenizas, mi escrito más antiguo bajo la lupa de mi crítica, va buscando escondites, rincones o sombras donde apagar la brasa roja del fuego, el humo, la alegoría y la revoltosa metáfora que me administra la lágrima perdida y la imagen homicida de la sucia moral. Tal como un iconoclasta raciocinio, vuelven las nubes a su forma de mariposa y creemos volar libres a un horizonte lejano, pero dejamos un pie anclado al suelo por miedo estar en lo cierto y dispararnos al incierto abismo de aquello que hubimos leído en algún techo, sin percatarnos del mensaje a ojos cerrados. No duermo, así, por temor al monstruo debajo de la cama, pero si alguna vez apareciera, creo que se me agrandaría el alma cual bufón cuando al fin solo frente al reflejo.
Al ver dormidos mis dedos, al ver tendido mi cuerpo, al ver incendiado mi silencio, al ver sucios los cimientos de un cruento verso, me pregunto si pertenezco acaso a una u otra realidad, sueño o despertar, o punto intermedio que no podrá discernir jamás si consonante o vocal. Es por eso que me escapo de las metáforas y me dedico a la comparación, maldiciendo un poco mucho los recursos blandos de la literalidad. Burdo oxímoron este, el del ambidiestro aparentar.
Una vez creí que suponía cuando evidentemente sabía, o viceversa. También creí jamás envejecer, no hasta envejecer realmente, de las rodillas para abajo. Pero el creer supone consigo fantasías, como creer en un dios o en un árbol que habla o cualquiera de esas falacias cargadas de esquizofrénicos frenesís. De esa misma forma descreí de la coagulación de la sangre y supuse la automaticidad en el ciclo circulatorio, levantando bruscamente la piel seca solo para descubrir sangre fresca correr en caída libre del ojo hasta el dedo más chico de un pie amaestrado para esquivar todo menos la gota cruda que hizo envejecer mi imaginación, hasta el límite de volcar el abecedario como rompecabezas al libro mudo con el que ya no me hablo. Y como herida nueva arranco un cabello blanco, lo acerco hasta mis ojos y escribo otra línea de mil, esbozando una peluca que ya no se parecerá a mí, sino al espejo que hace siete años rompí.
Será que no sé dormir, que me mantengo en un sueño a medias y que a medias despierto pensando que la libertad es poder y que el poder conlleva el hermoso riesgo revolucionario de encarcelarse a sí mismo en su contradictorio esplendor. Será que no sé dormir, será que somos la luz encendida por miedo a no vernos jamás los ojos de primitivas estatuas de sal. Será que no sé dormir porque aún no aprendo a despertar, como si me preguntara si el huevo o la gallina, o si el principio o el final.
Pero sigo escuchando a Strauss y me conmuevo, sigo visitando tumbas en las que no muero, sigo rascando donde no pica para complacer a los nervios, sigo escribiendo burlas que no riman, sigo utilizando el mismo nombre para todos mis animales, sigo vislumbrando la meta sin saber cruzar… porque me siguen apareciendo bestias en las letras y me sigo riendo de las esferas que no cierran más el espiral. Sigo llorándole a las flores que huelen mal, sigo importándole poco a mi otra mitad que sigue, insistentemente, contrariando el bien y el mal. Y, mientras sigo como intentando terminar, comienzo nuevamente, buscando matar a la eternidad, aunque eso implicara una pena capital.
Silla tras silla, mesa tras mesa, trago tras bocado, hora tras hora, suponemos convencer a la aurora de oscurecernos el velo para parir un mañana sin el relato o el cuento, sin el discurso que amamos secretamente y en silencio. Y aún así, gritamos porque somos menos que el vacío, una piedra en el calzado que nadie usa porque no está de moda; gritamos porque el silencio no es contemplado como un aliado cuando ya no quedan verbos por inventar, cuando ya hemos leído toda la lista de libros prohibidos por la realidad.
Detrás de toda esta abstracción se esconde un modo conformista de pensar, o un discurso altruista por empezar, o un funesto manifiesto fatalista de cómo nunca terminar. Pero tal silogismo no está resuelto en mi lógica experimental, es decir, mis manos. Me reservo pequeñas notas amarillas pegadas en la parte trasera de mi lóbulo frontal, verdades y mentiras que se habrán de confrontar cuando haya dejado este cuerpo tan escrito como mi cuaderno y esta voz tan muda como mis versos.-
Siempre he pensado en algo que escape de la formalidad convencionalista que compone nuestra manera de pensar, una especie de identidad fatalista, una cultura que se apasiona con la decadencia del relato, con la caída inminente y la glorificada elevación. Todo, cada retazo de un relato, a través de la historia “relatada”, alimenta a la fiera industrializada de nuestra (toda) idiosincrasia del arte del entretenimiento. Basta sólo con cotejar el grado de funcionalidad de estas letras (los relatos concernientes) para con un fomento al sistema que avala esta búsqueda de la caída con el fin de encontrar la vida al final de un camino trágico. Ficciones como la biblia y otras epopeyas “engrandecedoras” de un determinado grupo social son herramientas de un sistema formal que acapara teorías narcisistas, egocéntricas y déspotas con el único fin de establecer una brecha cada vez más extensa entre las mitades que conforman un todo, un todo que unido destruiría a este sistema mal llamado equitativo.
Mal hago, quizás, en politizar un relato que es uno más en el mundo de la literatura que cree poder ser revolucionaria; es tan narcisista como aquello que antes se ha esbozado y es que, como aspirante al éxito, no puedo desprenderme de aquello, de ese contexto en el que mi intencionalidad se ha conformado. “Despreciable”, repito, mientras enciendo un cigarrillo y pienso en la arbitrariedad inventada para abstraerse los unos de los otros. Y los sentimientos se contraponen con el hilo que no he de seguir jamás al escribir en un tiempo real, sin tecnología, edición o siquiera algo que esconda la eterna duda del trazo de una lapicera negra. Dicen, me digo, es la libertad del arte, es el escape del mundo pero ¿quién ha de despegarse de aquello que no nos suelta ni en sueños? Yo no vivo de fantasías y ni, aunque creara una, la princesa podría dejar de representar a quien domina, el ogro a esto, el animal a aquello, etc. Ficciones o no, una mitad o la otra, somos el papel, la tinta y la inminente nota al pie que acredita fehacientemente no sé qué, aunque lo sé.
Un piano lejano vuelve el recuerdo a su curso, un aroma, una fotografía… Somos lo que escribimos y, ciertamente, lo que leemos al interpretarlo con eso tan sublime que es nuestro instinto de poseerlo todo. Somos lo que respiramos pero también somos lo que el tiempo, el presente, el futuro y el pasado, un pasado que antecede a nuestro ser, un pasado que generalmente equivoca, provoca, ancla y presume una posesión, un poder malsano que nos ordena responder a la identidad como necesidad primera y última, pero nunca intermedia. Somos lo que rara vez verbalizado, somos el sabor de la fruta en sus estados incomibles, la sal que sobra, el azúcar que falta.
Una madrugada, un tal Agosto, en algún año, soy mi letra corrupta, mi español latinizado y mi angloparlante canción que suena acompañando al ritmo satirizado de escritura, con un fin nada complaciente; soy el dolor de mi mano que no cede, como no cederá el ansia de poder algún día contemplarme en alguna librería, atiborrada entre otras muertes solapadas. El cristalizado sentimiento del ego nunca escapa de las garras de la necesidad. Nunca dejaré de pretender el trono aunque promulgue la disolución del todo porque soy un eslabón encontrado una y mil veces, y escondido nuevamente para no formalizar la paz. Porque somos, siempre, alguna vez, lo que odiamos.
Y me persiguen los medios, me comen las noticias, las voces; las noches se calientan con un café, los pies con medias secas y me hunden en el pecho un arma de doble filo, la inequívoca comunicación. Hidrato las hojas que voy manchando, acomodando mi cuerpo a las formas que considero mías, pero no me he enseñado a mi misma a sentarme. Dibujo una sonrisa como si se correspondiera con una buena costumbre y escribo con la propiedad pirata que alguna vez se hubo robado mis viejas palabras.
Como un único cenicero lleno de cenizas, mi escrito más antiguo bajo la lupa de mi crítica, va buscando escondites, rincones o sombras donde apagar la brasa roja del fuego, el humo, la alegoría y la revoltosa metáfora que me administra la lágrima perdida y la imagen homicida de la sucia moral. Tal como un iconoclasta raciocinio, vuelven las nubes a su forma de mariposa y creemos volar libres a un horizonte lejano, pero dejamos un pie anclado al suelo por miedo estar en lo cierto y dispararnos al incierto abismo de aquello que hubimos leído en algún techo, sin percatarnos del mensaje a ojos cerrados. No duermo, así, por temor al monstruo debajo de la cama, pero si alguna vez apareciera, creo que se me agrandaría el alma cual bufón cuando al fin solo frente al reflejo.
Al ver dormidos mis dedos, al ver tendido mi cuerpo, al ver incendiado mi silencio, al ver sucios los cimientos de un cruento verso, me pregunto si pertenezco acaso a una u otra realidad, sueño o despertar, o punto intermedio que no podrá discernir jamás si consonante o vocal. Es por eso que me escapo de las metáforas y me dedico a la comparación, maldiciendo un poco mucho los recursos blandos de la literalidad. Burdo oxímoron este, el del ambidiestro aparentar.
Una vez creí que suponía cuando evidentemente sabía, o viceversa. También creí jamás envejecer, no hasta envejecer realmente, de las rodillas para abajo. Pero el creer supone consigo fantasías, como creer en un dios o en un árbol que habla o cualquiera de esas falacias cargadas de esquizofrénicos frenesís. De esa misma forma descreí de la coagulación de la sangre y supuse la automaticidad en el ciclo circulatorio, levantando bruscamente la piel seca solo para descubrir sangre fresca correr en caída libre del ojo hasta el dedo más chico de un pie amaestrado para esquivar todo menos la gota cruda que hizo envejecer mi imaginación, hasta el límite de volcar el abecedario como rompecabezas al libro mudo con el que ya no me hablo. Y como herida nueva arranco un cabello blanco, lo acerco hasta mis ojos y escribo otra línea de mil, esbozando una peluca que ya no se parecerá a mí, sino al espejo que hace siete años rompí.
Será que no sé dormir, que me mantengo en un sueño a medias y que a medias despierto pensando que la libertad es poder y que el poder conlleva el hermoso riesgo revolucionario de encarcelarse a sí mismo en su contradictorio esplendor. Será que no sé dormir, será que somos la luz encendida por miedo a no vernos jamás los ojos de primitivas estatuas de sal. Será que no sé dormir porque aún no aprendo a despertar, como si me preguntara si el huevo o la gallina, o si el principio o el final.
Pero sigo escuchando a Strauss y me conmuevo, sigo visitando tumbas en las que no muero, sigo rascando donde no pica para complacer a los nervios, sigo escribiendo burlas que no riman, sigo utilizando el mismo nombre para todos mis animales, sigo vislumbrando la meta sin saber cruzar… porque me siguen apareciendo bestias en las letras y me sigo riendo de las esferas que no cierran más el espiral. Sigo llorándole a las flores que huelen mal, sigo importándole poco a mi otra mitad que sigue, insistentemente, contrariando el bien y el mal. Y, mientras sigo como intentando terminar, comienzo nuevamente, buscando matar a la eternidad, aunque eso implicara una pena capital.
Silla tras silla, mesa tras mesa, trago tras bocado, hora tras hora, suponemos convencer a la aurora de oscurecernos el velo para parir un mañana sin el relato o el cuento, sin el discurso que amamos secretamente y en silencio. Y aún así, gritamos porque somos menos que el vacío, una piedra en el calzado que nadie usa porque no está de moda; gritamos porque el silencio no es contemplado como un aliado cuando ya no quedan verbos por inventar, cuando ya hemos leído toda la lista de libros prohibidos por la realidad.
Detrás de toda esta abstracción se esconde un modo conformista de pensar, o un discurso altruista por empezar, o un funesto manifiesto fatalista de cómo nunca terminar. Pero tal silogismo no está resuelto en mi lógica experimental, es decir, mis manos. Me reservo pequeñas notas amarillas pegadas en la parte trasera de mi lóbulo frontal, verdades y mentiras que se habrán de confrontar cuando haya dejado este cuerpo tan escrito como mi cuaderno y esta voz tan muda como mis versos.-
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