miércoles, 13 de agosto de 2014

La última carta

Ya no leía. Sus ojos se mantenían exactos frente al libro viejo. Era un torbellino de letras que no se decodificaban, no más, en un discurso, en algo, en tal cosa que pudiera llamarse “eso”. Era extraño, un suceso de aquellos: escuchaba, hablaba, pero no leía, no se suspendía ya su pensamiento en una línea profunda ni sus pómulos se estiraban en señal de una sonrisa tras un párrafo satírico o altruista.
No podría haber perdido esa capacidad, al menos no del modo cognitivo, al menos no del modo físico o neurológico o lo que fuera. Pareciera, parecía, como si de a poco muriera. Un padecimiento semejante a la agonía del otoño, sumándole frío al árbol desnudo de esas hojas que ya no se leían en el libro anciano de breves horas.Era como si le hubieran robado el alma de una patada certera en el medio de las pupilas lectoras, justo en el medio, como un golpe calculado, premeditado, practicado y perfectamente justificado.
No podía escribir desde entonces, puesto de administraba ambas acciones como dos mitades de un todo, inseparables, como el sufrimiento del gozo. Y pensaba si acaso la muerte elevaría la calamidad o aplacaría el murmullo, aunque pensar se hacía dificil teniendo en cuenta la sorpresiva incapacidad.
Ya al atardecer, cuando el imperfecto espectro mermaba su potencia, la sangre hervía al borde de la demencia, las manos sudorosas sudorosas temblaban de impaciencia y la lengua quieta engordaba al punto de casi cerrarle la puerta al aire impuro de letras, el reloj le recordó una carta guardada en el lugar más escondido de su biblioteca. No lo pensó, ya el pensar era pesar y el ser era estar pero no era.
La noche. La silla. La luz ténue. La ventana semiabierta en positivas temporalidades de un sentido atento. Casi entre malabares calculados, premeditados, practicados y perfectamente justificados, asumió la posición correcta del juego que le había enseñado el genio subliminal. Era el salto hacia abajo, era tan fácil como preparar un café sin escatimar en el azúcar, “aunque lo prefiero amargo”, decía la carta que leyó quien encontró el cuerpo, segundos antes de no poder leer más.

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