Le escribo al silencio desnudo,
ahora,
a horas de la muerte temprana
de una madrugada veloz.
Le escribo al reloj
que aleja ciertas manos
del sabor opiáceo
de la eterna comparación.
Le escribo al misterio
que se hace extraño cuando no estoy,
cuando me voy
aún permaneciendo.
Le escribo a la letra traidora,
a la perra descompostura
de esas estúpidas notas
que poco te conforman.
Le escribo a la hiedra venenosa
que se come mis pulmones
y me deja respirando
el aroma embravecido
de una sombra que se va.
Le escribo a este tedio insostenible
de esperar, aunque es lunes,
y esperar un martes,
y detener un viernes
alejado de mi impulsividad.
Le escribo al poco respeto
comprendido como ego
que se mete entre mis venas
para esconderse de mis ojos ciegos.
Le escribo a la respuesta impronta
que nunca llega,
a ese deseo impedido
por una moral necia,
a esos labios que se ausentan cada tanto,
y cada tanto se acercan
a negar la limosna inconexa
de mi incomparable condescendencia.
Le escribo al cigarrillo oscuro
que no me deja, ni lo dejo,
como una pareja mortalmente perfecta.
Le escribo a la droga tinta,
a la tinta esbelta,
a la lapicera muerta,
a mi muerta complacencia.
Le escribo al vino estricto,
al trago irreverente,
a la sonrisa que se me escapa
cuando por dentro hiere.
Le escribo a la copa vacía
que me llama con lágrimas invisibles,
que me quita el velo negro
de la muerte en puerta,
para nacer en roja sangre
que se mantiene pero que inquieta.
Le escribo a la derrota
de esta guerra que me pesa,
que me significa menos calor y más cabeza.
Le escribo a la prosa larga,
larga, hiriente y embustera.
Le escribo a la rima pasajera,
a la dulce historia que nunca llega,
a la que se va, esa y la otra,
la que retorna con cuidado
de no herir una susceptibilidad
que no existe pero que besa.
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