domingo, 19 de mayo de 2013

Oda fría de otoño



Cuánta impaciencia invade
este cuarto de recuerdos.
Las agujas del reloj del infierno
se derriten lentamente
al ritmo de un juego tan helado
como el fuego
quemándome suavemente
el latido que se va callando.
La oscuridad que imaginan mis ojos
detrás de la luz
se asemeja a las sombras
de un cuerpo lejano que saluda,
tiritando un adiós anunciado por la noche.
Y yo, la extremidad inferior de la casualidad,
retengo los gritos enmudecidos
en la garganta de la madrugada,
retomo la inconsciencia del momento
y respiro el viciado aire
de un cigarrillo consumido
por el suspiro inconexo
de la veracidad de mis letras.
Y como todo,
el sentido se escapa
detrás de la primera conclusión
derivada de un silogismo
de pertenencia e incapacidad.
Miro, como miran los astros al sol,
la calle que se cierra
al paso ambiguo de una amabilidad
embravecida y acobardada.
En consecuencia, las palabras.
Las palabras me dibujan la sonrisa silente,
las palabras que supuran
del colectivo masivo anclado a mi mente,
las palabras absuelven
del pecado literario a mis instintos,
las palabras que simulan
un cataclismo en la punta de mi lengua
afilada como el lápiz metafórico
con el que escribo.
Y tú,
ese rostro borroso sometido
a la metamorfosis constante,
te escondes en el limbo
de mi sistema de defensa
y atacas,
cuando menos lo espero,
con las garras de la sentencia fría,
con el puño sobre la mesa,
la mirada en la pared
y toda la destreza uniformada
de tu plácida caricia al vacío.

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