Si para escribir
sobran los motivos, para las historias faltan destinos, faltan ojos,
faltan acertijos. Sí, se comprende, se lee, se disputa entre el saber y
la ignorancia, pero no se ven las fallas, no se escapa el lector por el
laberinto de la duda, no se suben los niños a jugar en la calesita de la
luna, no fuman opio las intrusas de la noche sobre el techo de la
cabeza del soñador. Nada parece completar el círculo vivo de la
consciencia al leer una historia siniestra o particularmente sincera.
Pero heme aquí, con la ceguera impuesta por la terquedad, en el intento
imposible de recrear un subconsciente entramado, de derramar mi sangre
sobre las hojas intrépidas que esperan ansiosas, de buscarle a la muerte
una sonrisa, de desestimar a las religiones y a las revistas, de crear
la historia que podrá ser vista como nunca antes vista o como un simple
esbozo de vida, mientras exhalo el humo invertebrado de mi cigarrillo a
medio fumar.
I
Corría el año que no recuerdo con exactitud, pero sé que fue mucho después de haber adquirido aquella habilidad irrespetuosa de remarcar el acento en lo despectivo de la virtud. El hermetismo casi expuesto del semblante de sus ojos se correspondía con la apertura inexplicable de su boca de mundo. Pero sus manos, sus manos empezaban en el sur de la aurora, para culminar en la suavidad inconquistable de su aroma a frutas frescas de estación. Pero el tren nunca finalizaba el recorrido si no era en esos pies planos como el imaginario nada cosmopolita de las masas sobre la tierra. Belleza impura, desgaste de piedad, como una copa a medio tomar, como una botella bailarina en la oscuridad del raciocinio ebrio, todo lo amarraba a la canción de cuna que sonaba en el burdel de su existencia preciada y necia a la vez. No, no recuerdo el año pero recuerdo su piel.
Esa madrugada salí por las calles del olvido a beberme el dinero ganado luego de tantas apuestas al tiempo, luego de explotar al máximo ese desdén por los insultos amnésicos de la genética. Una sola estrella brillaba en aquel horizonte desolador. La calle estaba desierta, casi tanto que se escuchaba el eco del latido de mi corazón cargado de colores lúgubres como los de esa sombra deshumanizada. Allí íbamos, mi alma y yo, y las demás voces que esperaban mudas mi muerte temprana.
Sostenía un paraguas, recuerdo que no llovía pero al acercarme y ver sus lágrimas lo comprendí. Caminamos a metros de distancia pero se volteaba cada tanto para observarme, no sé si por temor o por sentir el mismo vacío que yo y querer compartirlo entre ojos negros.
Los minutos pasaron como los tragos por nuestras gargantas inmundas y húmedas. Mis intentos de acercar mis manos a las suyas fueron interrumpidos una y otra vez por la furtiva e inocente voz, su voz, que me impedía el trayecto con un “no, por favor”. Dulce, melancólica e hiriente, de esas voces que no se olvidan ni aún ensordeciendo por completo. No, no era amor, ni comprensión, ni proyección, ni reflexión; era duda, impedimento, imposibilidad, pretexto, era tiempo y era un reloj congelado en la negativa y denigrante ciudad. Éramos, y con eso bastaba, y bastaba porque estábamos.
-Mozo, la última botella.
-¿Última?
-¿Disculpa?
-Que aún no hemos ordenado ni la primera y ya te anticipas al final.
Entendí. ¿Cómo no haberlo sabido desde el principio? Su percepción de la realidad era muy diferente a la mía, ¿o era un comentario jocoso? Sin embargo, la sexta botella, que pudo también haber sido la primera y la última, asentó el borde de su aliento sobre las uñas de mis deseos. Su cuerpo sucumbió ante las interrogantes palabras disueltas por el suelo de la habitación dialógica y supimos lo que era el discurso sin la necesidad ni el absolutismo de la lógica emocional.
Supe que debía detenerme, el ecosistema teórico nos derribaba cada vez más por el precipicio del placer. No queríamos caer, nadie quiere bajarse del asiento que le impone la posición de poder, ese poder al que se renuncia cuando se calla, cuando se observa al otro, cuando se le sonríe sin razón aparente. No, no queríamos ceder y deslindar responsabilidades en el alcohol ni en las otras drogas misteriosas que circundaban el ambiente provocador que nos acercaba a la vida y nos alejaba de esa muerta creatividad ocurrente. Volvimos a esa esquina pero ya era de día, el cielo de sus ojos volvió a nublarse mientras abrió su paraguas. Yo me alejé, lentamente, volviendo mi vista cada tanto, no sé si por temor o por sentir ese mismo vacío y querer nunca dejar de compartirlo.
Al llegar comprendí que aquella incauta velada no volvería a repetirse, no de esa manera; las casualidades no son cosas de todos los días. Más me pregunté muchas veces qué hubiera pasado de haber cedido ante nuestros impulsos naturales y, en lo retórico de mis cuestiones internas, la respuesta era la palabra “impulso” seguida de algún sinónimo de mierda. No dormí, no pude porque para dormir requería de ojos para cerrar, de boca y nariz para respirar, de cuerpo para reposar y principalmente de mente para soñar, pero todas esas cosas habían quedado olvidadas en aquella esquina. Y así se me pasó la vida, ese día.
II
Descolgué el cuadro, en su lugar puse una hoja en blanco y la observé por interminables horas, mientras la vieja pintura me maldecía desde el frío suelo. Los días pasaron, la hoja seguía en blanco y mi sangre no hervía, no sentía la necesidad de llenarla con la palabrería disuelta en el vaso de licor.
No sabía esperar, puesto que no sabía qué esperar, pero todo lo cambió la ausencia, todo se compuso con la soledad. Escribí, pasados los tres días, una palabra en aquella hoja: “espero”. Nada me supo a tan lleno como aquello, nada. La hoja finalmente estaba completa con un pensamiento positivo pero, a la vez, misteriosamente lastimoso.
Levanté el cuadro del suelo, lo coloqué sobre aquella hoja blanca, en la pared y me senté en la única silla con respaldo, llevé el asiento hacia atrás, como hamacándome levemente, frente a ese espacio decorado y observé, por horas, una pintura nueva.
I
Corría el año que no recuerdo con exactitud, pero sé que fue mucho después de haber adquirido aquella habilidad irrespetuosa de remarcar el acento en lo despectivo de la virtud. El hermetismo casi expuesto del semblante de sus ojos se correspondía con la apertura inexplicable de su boca de mundo. Pero sus manos, sus manos empezaban en el sur de la aurora, para culminar en la suavidad inconquistable de su aroma a frutas frescas de estación. Pero el tren nunca finalizaba el recorrido si no era en esos pies planos como el imaginario nada cosmopolita de las masas sobre la tierra. Belleza impura, desgaste de piedad, como una copa a medio tomar, como una botella bailarina en la oscuridad del raciocinio ebrio, todo lo amarraba a la canción de cuna que sonaba en el burdel de su existencia preciada y necia a la vez. No, no recuerdo el año pero recuerdo su piel.
Esa madrugada salí por las calles del olvido a beberme el dinero ganado luego de tantas apuestas al tiempo, luego de explotar al máximo ese desdén por los insultos amnésicos de la genética. Una sola estrella brillaba en aquel horizonte desolador. La calle estaba desierta, casi tanto que se escuchaba el eco del latido de mi corazón cargado de colores lúgubres como los de esa sombra deshumanizada. Allí íbamos, mi alma y yo, y las demás voces que esperaban mudas mi muerte temprana.
Sostenía un paraguas, recuerdo que no llovía pero al acercarme y ver sus lágrimas lo comprendí. Caminamos a metros de distancia pero se volteaba cada tanto para observarme, no sé si por temor o por sentir el mismo vacío que yo y querer compartirlo entre ojos negros.
Los minutos pasaron como los tragos por nuestras gargantas inmundas y húmedas. Mis intentos de acercar mis manos a las suyas fueron interrumpidos una y otra vez por la furtiva e inocente voz, su voz, que me impedía el trayecto con un “no, por favor”. Dulce, melancólica e hiriente, de esas voces que no se olvidan ni aún ensordeciendo por completo. No, no era amor, ni comprensión, ni proyección, ni reflexión; era duda, impedimento, imposibilidad, pretexto, era tiempo y era un reloj congelado en la negativa y denigrante ciudad. Éramos, y con eso bastaba, y bastaba porque estábamos.
-Mozo, la última botella.
-¿Última?
-¿Disculpa?
-Que aún no hemos ordenado ni la primera y ya te anticipas al final.
Entendí. ¿Cómo no haberlo sabido desde el principio? Su percepción de la realidad era muy diferente a la mía, ¿o era un comentario jocoso? Sin embargo, la sexta botella, que pudo también haber sido la primera y la última, asentó el borde de su aliento sobre las uñas de mis deseos. Su cuerpo sucumbió ante las interrogantes palabras disueltas por el suelo de la habitación dialógica y supimos lo que era el discurso sin la necesidad ni el absolutismo de la lógica emocional.
Supe que debía detenerme, el ecosistema teórico nos derribaba cada vez más por el precipicio del placer. No queríamos caer, nadie quiere bajarse del asiento que le impone la posición de poder, ese poder al que se renuncia cuando se calla, cuando se observa al otro, cuando se le sonríe sin razón aparente. No, no queríamos ceder y deslindar responsabilidades en el alcohol ni en las otras drogas misteriosas que circundaban el ambiente provocador que nos acercaba a la vida y nos alejaba de esa muerta creatividad ocurrente. Volvimos a esa esquina pero ya era de día, el cielo de sus ojos volvió a nublarse mientras abrió su paraguas. Yo me alejé, lentamente, volviendo mi vista cada tanto, no sé si por temor o por sentir ese mismo vacío y querer nunca dejar de compartirlo.
Al llegar comprendí que aquella incauta velada no volvería a repetirse, no de esa manera; las casualidades no son cosas de todos los días. Más me pregunté muchas veces qué hubiera pasado de haber cedido ante nuestros impulsos naturales y, en lo retórico de mis cuestiones internas, la respuesta era la palabra “impulso” seguida de algún sinónimo de mierda. No dormí, no pude porque para dormir requería de ojos para cerrar, de boca y nariz para respirar, de cuerpo para reposar y principalmente de mente para soñar, pero todas esas cosas habían quedado olvidadas en aquella esquina. Y así se me pasó la vida, ese día.
II
Descolgué el cuadro, en su lugar puse una hoja en blanco y la observé por interminables horas, mientras la vieja pintura me maldecía desde el frío suelo. Los días pasaron, la hoja seguía en blanco y mi sangre no hervía, no sentía la necesidad de llenarla con la palabrería disuelta en el vaso de licor.
No sabía esperar, puesto que no sabía qué esperar, pero todo lo cambió la ausencia, todo se compuso con la soledad. Escribí, pasados los tres días, una palabra en aquella hoja: “espero”. Nada me supo a tan lleno como aquello, nada. La hoja finalmente estaba completa con un pensamiento positivo pero, a la vez, misteriosamente lastimoso.
Levanté el cuadro del suelo, lo coloqué sobre aquella hoja blanca, en la pared y me senté en la única silla con respaldo, llevé el asiento hacia atrás, como hamacándome levemente, frente a ese espacio decorado y observé, por horas, una pintura nueva.
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