Existió
en el sueño más desarmado de todos, le amaron los pies pero le odiaron
las manos y, hasta que murió, nadie pudo rescatarlo del laberinto mudo
de mundo que le crearon. Sus ojos brillaron algunas veces, cuando la
mirada se perdía a través del sol; nada podía defenderle el estómago y
ni hablar del corazón. Los latidos fueron el ritmo respetado de la
intermitente perpetuidad.
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