Despierta.
Y el ser atraviesa la luz de la simpleza. Asegura su existencia sobre
las paredes del castillo anclado al aire viciado de importancia
inquieta. Resguarda las puertas semiabiertas o casi cerradas y observa,
como repitiendo las guardias, el pasar de la vida frente a sus ojos de
harpía envenenada. Pero la atención resta lugar para la sorpresa. Cada
rostro se mezcla con la tierra que vuela hacia
el interior de la morada azul de la franqueza. Brazos, como miles,
optan por la fuerza bruta y la inconsciencia; otros, como las manos
heladas, buscan saberes detrás del tiempo. El ser le pertenece al sol, o
quizás a la luna, pero el silencio le sabe a espuma estancada en la
aguja más fina que se escapa debajo del aparato respiratorio confuso y
enardecido por el humo. La misión se complica con las noches
aterciopeladas y sin estrellas, la jugada de la parsimonia pareciera
desentenderse de la táctica evidente que irradia del calefactor pegado a
su sien latiente. Nunca el corazón ni el pulso, nunca la desvinculación
aparente o el puntapié inconcluso, nunca el puño en la pared o el dedo
índice en el pecho del enemigo, nunca el ser con sapiencia ni esperanza.
Siempre supo, aunque descalza su inocencia, pisando las rocas quemadas
del placer altruista y desinteresado. Y sabe a azahar y huele a pimienta
negra. Proyectos de trabajo que superan la delicadeza de un estornudo
abandonado a su propia suerte kármica atoran la virtud en el tabique
desviado del propenso cuerpo a enfermarse de ira; allí la prontitud del
pañuelo detiene la sangre y desnuda la guerra, luego las sombras y los
ecos, luego el laberinto de estatuas y manifiestos.
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