El beso de la noche se aproxima a
su fin; con su lengua impetuosa de estrellas, aminorando la marcha dentro de la
boca del sueño; con su extrema inocencia, abandonando la cama de negro que invadió
antes su insinuante condición. Llega al final como promocionando su retorno,
como desvistiendo de impaciencia a los otros besos que esperan, retraídos en el
olvido, el visto bueno para ampliar su existencia.
Muere la pena, nace el dolor y la
agonía se retroalimenta, como fénix que renace de la ceniza metaforizada de la
ilusión. Las aguas bajan al nivel de la tierra en la que duermen las ideas que
no han muerto aún, y el beso se desvanece, desparramando sus dientes en la
tumba de la presencia obsoleta del cuerpo en soledad.
A veces, en la corrección más
común de las palabras, el ansioso deseo prevalece por sobre las excusas que
son nunca demasiadas. A veces me he
puesto a pensar en cambiarle el sentido a la virtud de esta rima enmarañada, y
se hizo de mañana, sin esperanza alguna de derribar las estrofas guirnaldas.
Pero el beso sabe a nada y la
nada se hace dulce a veces, a veces salada. La nada se contempla con estos
ojos, los mismos que despiden a la boca ensimismada que repite mis crueles
palabras, como la misma noche, desacomodada de horarios, que maneja mi cama
intacta.
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