jueves, 30 de mayo de 2013

Escritos de un jueves

Al cabo de las horas, de las obras, la sustentable palabra se ahorró de complacencias, miró al ambiente destapado, destartalado, y retiró el cuerpo. Yo ya no pensaba, mis pies caminaban el sendero obtuso de una ignorancia auto abastecida por esas mitades no correspondidas de lo metafórico. Y lo demás, aquello que acostumbra a saberse con anterioridad, se desdibujó del placer eufórico de la imitación.
El acto se compone, se abstrae, se actúa. Ya lo físico escapó del campo científico, la dinámica energética se descompuso ante los ojos negros de una sombra intocable. Miles de partículas de vocales inconexas se atiborraron en la cabeza de una consonántica existencia. No era probable, nada lo era, y la virtud amaestrada descerrajó el tiro frío en la certeza de la duda eterna. Todo sangró, hasta la ausencia, hasta la médula misma de una poesía siniestra. La muerte es lenta, decían, la muerte es bella.
Practico acertijos evidentes desde este facilismo incongruente, desde esta tormenta en ciernes de la irrealidad aplicada al bajo consumo de anestesias. El crucigrama entero se mantiene parado, se evapora la dirección única, se abren de piernas las venas simbólicas ante el fálico y vomitivo espectro de la contradicción.  Observo. Un cilindro acuoso discute con la frontera diestra. Nosotros nos bajamos tres paradas antes y yo sigo empujando la puerta. Ya no, la noche no despierta.
Mi imaginación se desconcierta con ese realismo impuro que supura de esta herida abierta. Son tantas las manos que me dibujaban el puente, que he caído buscando la izquierda con la que me sostuve hasta ayer. Sencillamente nado hasta la cornisa más alta de esa falta de evidencias para mi hipótesis copiada del puto libro de ciencia. La ciencia dura, claro, la estricta mierda anclada a la isla desolada de un saber anciano.
El café me sabe a angustia literaria, esa de las cuatro de la mañana, el cigarrillo y la almohada doblada bajo el cuello amoldado a la postura asimilada. Y esas pocas palabras me saben a nada. Y esta larga misión me sabe a carta mal escrita. Y esta sombría sensación me somete a las peores letras jamás creadas. Arde la llaga, quema la garganta y sangra la espina dorsal de la estructura que ya no tiene caras. Entonces bebo con sorbos soberbios esta, antes deglutida, suerte en taza.
Pero se van, las horas se van tras la distante virtualidad de mis estandartes. Se van los pisos al silencio, los oídos al tiempo, los rostros al basurero. Y yo continúo, no me volteo, no siento, no miento, no alimento al tormento con los ruidos del comedor. Luego la luna, esa que se acerca con soltura a asesinar sigilosamente a la luz. Y tú, o la proyección infinita de un espejo frente a otro. Ya no, no duermo.
Yo le escribí el abecedario burlón en la curva de la heladera, le limpié las esquinas, le recorté el mantel de la mesa giratoria. Yo le extraje el destino de su alma máter, le sonreí al golpearle el portón dorado del hipotálamo y le sostuve el cabello casi amarrándolo al puño impaciente del corazón. Sí, yo, porque nadie más se dispuso a destrozar su perfecta estabilidad, su insistente desesperación. Dijo que no debía prestarle el ejemplo a su discurso iniciador. Dijo que debía yo de detener el latido inquisidor.
Me gritan las persianas, me acusan las puertas de cerrarlas, me invitan a la tarea de escribir una y otra vez esta condena. Y yo ceno con velas. Yo activo el mecanismo de defensa. Yo, un narcisismo acompañado de promesas. Yo supe alguna vez perderla entre pesadillas y lapiceras, razón inútil, maldita musa de las guerras.
Y así, como nunca, no alcanzaron las vendas. Se inundaron los ríos con sangre de la gruesa, con todas las virtudes del hierro, con materia gris, con tierra. Sobraron los segundos, sobraron las ideas y  supimos, sin decirlo, que morían los poemas.
Como todo jueves, desentierro la cabeza, peino el cantero y quito las malas hierbas. Como todo jueves, como en cada obra que no empieza. Y luego el torbellino, la maratón de las rodillas fracturadas en números impares, los codos lastimados de reclinarme, la nariz tapada, la garganta lastimada, los pulmones intactos y el humo sospechado de corromper el abrigado estornudo que me trago.
El último rastro se perdió hace horas, la presencia se tradujo en carcajadas sutiles, en sobres de madera llenos de páginas recortadas. Nos fuimos, como sin mirar a los costados, como desestimando todas esas hojas arrancadas. Yo me detuve, antes de cerrar esa puerta, porque nadie más lo haría y retrocedí hasta el principio. Y al cabo de las horas, de las obras, yo fui, entonces, uno de esos días. 

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