Al cabo de las horas, de las
obras, la sustentable palabra se ahorró de complacencias, miró al ambiente
destapado, destartalado, y retiró el cuerpo. Yo ya no pensaba, mis pies
caminaban el sendero obtuso de una ignorancia auto abastecida por esas mitades
no correspondidas de lo metafórico. Y lo demás, aquello que acostumbra a
saberse con anterioridad, se desdibujó del placer eufórico de la imitación.
El acto se compone, se abstrae,
se actúa. Ya lo físico escapó del campo científico, la dinámica energética se
descompuso ante los ojos negros de una sombra intocable. Miles de partículas de
vocales inconexas se atiborraron en la cabeza de una consonántica existencia.
No era probable, nada lo era, y la virtud amaestrada descerrajó el tiro frío en
la certeza de la duda eterna. Todo sangró, hasta la ausencia, hasta la médula
misma de una poesía siniestra. La muerte es lenta, decían, la muerte es bella.
Practico acertijos evidentes
desde este facilismo incongruente, desde esta tormenta en ciernes de la
irrealidad aplicada al bajo consumo de anestesias. El crucigrama entero se
mantiene parado, se evapora la dirección única, se abren de piernas las venas
simbólicas ante el fálico y vomitivo espectro de la contradicción. Observo. Un cilindro acuoso discute con la
frontera diestra. Nosotros nos bajamos tres paradas antes y yo sigo empujando
la puerta. Ya no, la noche no despierta.
Mi imaginación se desconcierta
con ese realismo impuro que supura de esta herida abierta. Son tantas las manos
que me dibujaban el puente, que he caído buscando la izquierda con la que me
sostuve hasta ayer. Sencillamente nado hasta la cornisa más alta de esa falta
de evidencias para mi hipótesis copiada del puto libro de ciencia. La ciencia
dura, claro, la estricta mierda anclada a la isla desolada de un saber anciano.
El café me sabe a angustia
literaria, esa de las cuatro de la mañana, el cigarrillo y la almohada doblada
bajo el cuello amoldado a la postura asimilada. Y esas pocas palabras me saben
a nada. Y esta larga misión me sabe a carta mal escrita. Y esta sombría
sensación me somete a las peores letras jamás creadas. Arde la llaga, quema la
garganta y sangra la espina dorsal de la estructura que ya no tiene caras.
Entonces bebo con sorbos soberbios esta, antes deglutida, suerte en taza.
Pero se van, las horas se van
tras la distante virtualidad de mis estandartes. Se van los pisos al silencio,
los oídos al tiempo, los rostros al basurero. Y yo continúo, no me volteo, no
siento, no miento, no alimento al tormento con los ruidos del comedor. Luego la
luna, esa que se acerca con soltura a asesinar sigilosamente a la luz. Y tú, o
la proyección infinita de un espejo frente a otro. Ya no, no duermo.
Yo le escribí el abecedario
burlón en la curva de la heladera, le limpié las esquinas, le recorté el mantel
de la mesa giratoria. Yo le extraje el destino de su alma máter, le sonreí al
golpearle el portón dorado del hipotálamo y le sostuve el cabello casi
amarrándolo al puño impaciente del corazón. Sí, yo, porque nadie más se dispuso
a destrozar su perfecta estabilidad, su insistente desesperación. Dijo que no
debía prestarle el ejemplo a su discurso iniciador. Dijo que debía yo de
detener el latido inquisidor.
Me gritan las persianas, me
acusan las puertas de cerrarlas, me invitan a la tarea de escribir una y otra
vez esta condena. Y yo ceno con velas. Yo activo el mecanismo de defensa. Yo,
un narcisismo acompañado de promesas. Yo supe alguna vez perderla entre
pesadillas y lapiceras, razón inútil, maldita musa de las guerras.
Y así, como nunca, no alcanzaron
las vendas. Se inundaron los ríos con sangre de la gruesa, con todas las
virtudes del hierro, con materia gris, con tierra. Sobraron los segundos,
sobraron las ideas y supimos, sin
decirlo, que morían los poemas.
Como todo jueves, desentierro la
cabeza, peino el cantero y quito las malas hierbas. Como todo jueves, como en
cada obra que no empieza. Y luego el torbellino, la maratón de las rodillas
fracturadas en números impares, los codos lastimados de reclinarme, la nariz
tapada, la garganta lastimada, los pulmones intactos y el humo sospechado de
corromper el abrigado estornudo que me trago.
El último rastro se perdió hace
horas, la presencia se tradujo en carcajadas sutiles, en sobres de madera
llenos de páginas recortadas. Nos fuimos, como sin mirar a los costados, como
desestimando todas esas hojas arrancadas. Yo me detuve, antes de cerrar esa
puerta, porque nadie más lo haría y retrocedí hasta el principio. Y al cabo de
las horas, de las obras, yo fui, entonces, uno de esos días.
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