martes, 30 de septiembre de 2014

Octubres



Un suelo de escritos se forma bajo mis pies. Una alfombra de textos viejos, de nuevos versos, de baratas antologías de sal y fuego. Pero la noche y el trago necio hacen de ese suelo un pozo negro que no encuentra final, que me traga sin masticarme y me devuelve a la nada, cual vortex de medianoche, aunque a las tres de la mañana.
Del otro lado la existencia inversa, el calor del hielo, la tempestad de la paz y el grito del silencio. Los espejos recobran la vida trozada y adquieren toda la impecable habilidad. Del otro lado la existencia invertebrada, el sueño realizado y las hojas blancas. Del otro lado la existencia enterrada en el jardín de los oscuros recuerdos, con forma de cajón sellado, marrón y estilizado a la manera absoluta de mis pies que ya no me pertenecen; los mismos pies que pisan versos del otro otro lado, donde antes del fuego hubo cenizas volátiles.
¿Yo? En el limbo, entre ambos lados que se conforman, ahora, como extraños; como dos extraños que jamás se han cruzado; como dos extraños que se merecen el puente que no soy porque no existo entre ambas existencias antitéticas.
Daría a ese sol un vistazo pero la ventana está negra. Suena en el oído medio una melodía suprema: el silencio de las horas pasajeras, el silencio de la tinta quieta, de la sangre tiesa que me observa gotear el cuerpo entero por el desagüe de la sobriedad.
La noche, a veces, me pregunta cómo vuelvo y mis respuestas son los bostezos, soga que me lanza eso que llamo cerebro, para dejar de agonizar en el texto y volver a la verdad; la ansiada y poderosa verdad de la incipiente debilidad. Entonces duermo, cuando la franqueza de la lapicera se confunde con una lapidaria tecla. Duermen también mis dedos en la inquieta inmovilidad del colchón de prosas mal llamadas poéticas, mis testamentos de cada madrugada donde muere un poco de mí y nacen más versos que han de parir una abortiva poesía hacia el estado santo de la moral manuscrita.
Aún los países no hablan, el globo terráqueo de mi memoria solo se detiene en la hipoacúsica recepción de la maniobra. Música le resta al saludo inicial de la repetición, y luego el tiempo y yo nos sentamos a compartir agujas entre venas y reloj.
Reiré al volver, retroceder es de alma satírica, es de burda incomprensión psicoanalítica, es de maquiavélico borrador. Reiré cuando amanezca durmiendo debajo del colchón.
Sensiblerías de lodo recaen en la conciencia, frutas de mil árboles y los cientos de rostros borrosos por detrás de la corona de flores que acapara mi inocente y parlamentaria atención. Luego nos callamos, adentro, cuando el texto vuelve pero aún no muero.
Libro viejo me ha dejado, cuerpo pequeño pero amaestrado, retazo del olvido, trozo de recuerdo y algún que otro vicio. Muerte me ha dado alivio; madre me ha quitado abrigo… y Octubre me sigue castigando con lo mismo. Desequilibrio, dicen. Extrema infinita unción, escribo.

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