jueves, 25 de septiembre de 2014

La bestia

Cascadas al unísono,
noches de lodo,
terribles estrellas.
y arriba de todo,
lo restante,
lo que supera al cigarrillo
consumiéndose lentamente,
la copa de vino
y el deleite de la extrema soledad.
Arriba las voces que no gritan ya
y las cartas no entregadas
a pesar del código postal.
La mesa vacía de vida
se arrepiente de la comida,
pesada y en cuatro patas,
buscando el sentido de la saciedad.
Abajo las locuras contenidas,
migas de pan
y canciones olvidadas
que cada tanto vuelven a sonar.
Abajo el pretexto predilecto
para nada terminar
y mis pies cruzados,
recordando cómo caminar.
La rima resuena
en la sien desnuda de dedos;
la incertidumbre de la madrugada
se come los versos
y repite algún que otro verbo
personalizando el intestino de la ingenuidad.
No hay "entonces" que no conlleve un trago,
ni un "tal vez" que se quede sin manos;
no hay estructura que sobreviva a los vicios
más que estos escritos fortuitos
que sangran minutos de rojo vino,
de venas abiertas entre arterias de vidrio.
Agoniza la luz, titilante,
late la tinta cual corazón bombeante
y las líneas permanecen,
haciéndose grandes, adultas,
en textos jóvenes y errantes.
No existen el bien y el mal
cuando se trata de estandartes,
el éxito presiona como la ausencia
y las manos abandonan la destreza;
las uñas pesan al borde de la lapicera
y las palabras besan las hojas sucias
en la noche de las letras. 
El sueño, una vez más,
me ha despertado del tedio
de las sábanas blancas;
mis ojos se transforman el globos
que vuelan lejos de la pulcra estabilidad,
para posarse, luego, en la fantasía
de la arbitraria libertad.
El humo, nieba venenosa de mi boca,
busca formas que no existen,
busca bombas que explotaron hace tiempo,
busca la brújula del viento
que lo llevará a la ventana,
ventana que liga la luna con la penumbra,
ventana que hace a la vez de cuerda
hacia la locura de pertenecer al aire,
como mínima sustancia inmunda.
Atrás quedó París,
lejos quedó el invertebrado libro,
el de los buenos lados,
detrás del polvoriento árbol negro.
Si tal vez oyeran los sordos de mi ejemplo,
quizás el espejo volvería a cero,
quizás el elíxir no sería consuelo,
quizás ciertos ojos me leerían, siniestros,
las palabras que no sé escribir
en este ilógico escritorio atiborrado de criterios.
Pero las voces ya no pueden gritar,
el tiempo se hace viejo
y la luna no pretende brillar por mucho más.
Yo, resistencia del olvido,
aparato cognitivo amaestrado,
silencioso disparador bélico,
me abstengo de los días
y recito mil poesías al rincón de la basura,
para luego retornar a la rutina,
a la sonrisa precavida,
a la dentadura blanca,
al lecho de nicotina dulce,
a las asertivas comidas,
con las piedras escondidas
en las hendiduras de las ajustadas zapatillas.
Por cada trago, un verso es sentenciado
a la muerte imperfecta de la prosa política;
por cada línea, un sentido vuelve
al misterio de las olas amarillas;
mientras yo permanezco,
como hiriente daga en la costilla
de mi propio reflejo.
Ya sin filtro desvanezco al limbo
de los libros ausentes,
en el más mítico sentido que puedan compensar
los etílicos papeles
que ya no he de representar.
Así es la noche,
cuando hay fuego,
cuando el hielo es agua hirviendo
para un café que no bebo,
cuando ya no cuento estrellas
porque me pierdo en su belleza pasajera,
cada una con su muerte en puerta...
La oscuridad me ha convertido
en mi propia bestia. 

 

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