Dibujó en su sonrisa algunos huecos del alma. Supuso fantasías en la charlatanería del habla y midió tarde las consecuencias de sus alas.
Cómico del sudor, comentó que quizás el tiempo se le acortaba, como su cuello, como sus pies, como tus tapas duras y cosidas a la antigua forma, la burda.
En una de sus tantas hojas se autoabasteció de tinta barata, mientras se escribían solas las líneas de un mañana, antes de que comenzara.
En otra de sus hojas, la traducción se hizo cargo del malestar literario, claro, como pocos de esos que pueden reinventarse. (En el armario).
Se ubicó consciente de su padecer, su penoso padecer, la picazón privada del miedo a perder. Narciso, impoluto y tan boludo como ninguno. De ciento cincuenta páginas, miles de palabras y algunas pausas bien marcadas.
Sus ojos de ocho elevado al cubo, miraron estupefactos el fuego que lo consumía, a él, al paisajista preferido de los tristes artistas. El ocaso, el único ocaso rojo, permaneció por una cantidad de años que no pudo medirse, pero jamás lo pintó. Su vista se posaba en la manzana mordida, a metros de su bastidor blanco de pinceladas. Siempre a la espera de que algún gusano asomara la cabeza. Imbécil.
Maquillaba sus despertares con alguna lectura pudorosa, para asemejarse sus mejillas al rubor del que carecían. El rostro arcaico iniciaba el pleito con la almohada, en una de las tantas metáforas que recuperó de la pesadilla.
Narcolepsia e insomnio, las virtudes sobraban en su moral resistencia a las dicotomías, como cuando su norte fue sur, como cuando su oeste no tuvo oposición en su frente de batalla. Todo era tan evidente. Pero su prólogo carece de máscaras hoy, lamentablemente.
Para aquellos que no creían en su contenido metafísico, quizás fue el peor de todos los libros. Aunque para los demás, para aquellos amantes de lo amargo, su filosofía fue el banquete más exquisito, del que jamás hubieran comido… pero aún así lo devoraron, como a un cordero navideño, tiernito.
Murió como mueren los libros, despedazado por el jugo gástrico de la ironía, y, luego, expuesto a la alcantarilla del saber. Vacío, ahogado y rodeado de mierda.
Con el tiempo, una vez recuperado por arqueólogos bibliotecarios, se pudo leer parte de su epílogo: “Pintar el vacío también es parte de crecer.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios