El sentido se encuentra bajando
por el callejón. La lejanía demanda energías, la energía demanda sentido, aquel
que se encuentra lejos, aguardando la sentencia final de un paradigma mal
diagnosticado. Esos ojos se disipan con la mirada convincente de un adiós a la
vuelta de la equina. La profundidad del espacio se convence del enigma que
conlleva la distinción pormenorizada del temor abstracto hacia la nada. Pero se
van, los ojos se van con el resto del cuerpo que los acompaña, aquel cuerpo que
hubo sembrado la sustancia malévola de la palabra. Entre el discurso real y la
metáfora irascible del tiempo, el tic tac demora la condición irreal de un
imposible convertido en instantes. En un símil de importancia ajena, la puerta
se cierra entre el catastrófico momento y la excusa condensada en un pedazo de
tierra que cubre la lápida del deseo. Quedan pocos razonamientos posteriores a
la imbecilidad de discrimina entre lo terco y lo parco de una vicisitud
convencida de ser simpleza. En la curva azul de la monotonía yace la condición
absoluta de la sentencia final, yace la insistencia de un nuevo horizonte
derramado en breves gotas de un sudor helado. Y allí, es allí mismo donde nace
el texto condicionante de miradas, el texto que renueva las pisadas que fueron
nunca seguidas por la verdad. Tú, aquello y luego yo, todos los seres se
comprometen a la balanza descontextualizada del tiempo. Entonces me derrito
ante la consciencia estúpida que supura una inocencia fingida, un color gris en
el verde de la caricia que nunca madura. El sentido, decía… el sentido está tan
lejos que alcanzarlo me llevaría una vida y solo tengo tres.
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Se parte el tiempo en pedazos
pequeños, en fracciones abstractas del misterio que condiciona al reloj. A lo
lejos la cordura se evapora, se escapa por los rincones de una memoria rota
pero apasionada. Mis manos se completan entre sí, como suponiendo una noche
fría a los pies del humo suplicante. Un café amargo se avecina tras los
estruendos de un furioso sueño que lucha por escaparse del subconsciente. Ella,
la luna, la lejanía absoluta, reposa al borde de mis ojos transparentes de
lágrimas secas y se ríe de la ceguera, de la negación insólita, de la esperanza
pendenciera. Entonces bebo un trago más de mi inconsciencia y respiro de un
solitario violín que se esconde tras la puerta trasera de un cerebro adormecido
por el cansancio amaestrado del día perdido. Pero tú, tú que miras y que lees,
amenazas con la muerte de la alegría, con la agonía de la noche, con la
respetada despedida de la tarde, tú te compones de instantes mientras yo te
escribo como un suspiro delirante de carcajadas ambiguas, como el tiempo y la
comida, como el sol y la melodía, ser eterno que se escapa de las alegorías.
Tú, porque no existes en la evidencia y esa es la más útil virtud que posees,
en la abstracción del caminante, cuando te reconoces en letras que viven
muertas de nombrarte como la eternidad y otras tantas formas del arte.
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Va la noche, amante del insomnio,
demonio de la vida, realidad adormecida, va. Y se va la costumbre, se van las
notas perdidas como en una melodía lúgubre. Y me quedo, porque me restan
pastillas, porque me invade la melancolía de pensar que no hace falta, aunque
sobren fantasías. Antes, cuando amarillo el cielo por el sol oblicuo, la luna
amontonaba el deseo sobre pirámides de hierro, hoy me comen los parásitos del
“por qué”, hoy me quedan las preguntas y la muerte, hoy pretendo ya nunca
responder.
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Caminos se entrecruzan en las
miradas perdidas. Nada puede, en un consciente desolador, desobedecer a los
instintos limitantes del sentimiento. Pude ver, alguna vez, en ciertos ojos,
una luz de intransigencia adquirida por la experiencia, pero sin mirarme hoy al
espejo, le pertenezco a la ausencia. Como piensan los que piensan, yo me limito
a la presencia, pero la luz se oscurece como el avance de la ciencia y me
siento a esperar que la sensación de vacío desaparezca. Allí, cuando la
diversidad inminente de lógicas absurdas pretende completar un silogismo y
amedrentar a la duda, es cuando la certeza me asegura que no debo insistir ya.
Presa de esperar avanzo y contemplo la seguridad pendiente del mismo hilo del
que pende mi realidad. Proeza de la existencia es la de complementar la mentira
con la verdad, como la hipocresía con la ironía y estas tristes ganas de volar.
El tiempo, amigo de aquellos enemigos de mi cansancio, se consume como un
cigarrillo mal armado, como la costumbre de fumarlo a escondidas de la
adicción, como se consumen mis ojos al observar el despojo de claridad
reafirmante de un parecer que supuse invisible. Entonces el humo, y tú, y cada
desquiciado objeto del letargo imposibilitado con el insomnio que aparece al
pensar, al observar el repertorio de formas como en las nubes de un celeste
cielo que en la noche no existe; aparecen, deshacen, deforman, reforman y
habilitan nuevamente, el humo y tú, al sueño inexistente de imágenes simbólicas
de la ausencia, o presencia inequívocamente desechable. Espero, respiro,
contesto sin antes preguntar y me siento. Tú, o yo, o cada uno de ellos, el
silencio y el mal aspecto de un discurso tan casero como el hecho de pretender
de cada sustancia un dulce remedio. Caminos se entrecruzan y pienso en caminar
su curso abstracto o detenerme a observar y encontrar el sendero oscuro que me
diga cómo escapo.
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En la noche la cordura se escapa
por los rincones más indirectos de la audacia, sí, no lo niego, tampoco niego
la ignorancia ni la suspicacia, pero muero en los instantes que se enumeran
como segundos, tantos o tan pocos. En la noche, como si la noche fuera una
cueva de hielo en la que el frío se confunde con el calor, en la noche pienso y
piensan las voces en el tiempo, en ese tiempo irreverente que pretende
completar un ciclo que a simple vista no tiene final. No veo, no pretendo, pero
escucho al silencio y me someto a su impaciencia, es cuando escribo, verás, es
cuando no explico en teorías sin sentido el sentido de esta aparente realidad
que describo. En la noche no lo permito, no, no dejo que el sol se entrometa en
mis instintos precarios de finalmente decidir.
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Un estornudo puede aclarar la
mente, pienso en lo boludo de este pensamiento transparente que comparto con
algún lector inexistente pero también pienso, posteriormente al estornudo, en
que si mi mente se ha aclarado es porque evidentemente estoy manejando un
concepto nunca errado. Ahora bien, el segundo te sacude hasta el estado,
mientras que un tercero se avecina con mis ojos cerrados. Un estornudo puede
aclarar la mente, pero tres, lector abstracto, no es algo recomendable para
estos casos.
Sigo sometiendo mi instinto al fuego
ardiente del parafraseo mental. Sigo consumiendo las horas cordiales con
bélicos minutos interminables que se componen de males, de sorbos alcoholizados
de impaciencia. Y la eternidad, compañera solitaria de las noches, pretende
morir mañana. Me limito entonces, mientras sigo el camino del derroche, a
esculpir entre mis escritos las maravillas de las voces. Somos varios
incumpliendo el mandato de la razón, más permanezco en la oscilación de la
contrariedad.
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Silencio, ojos en el tiempo
desvelándose entre los sueños. Silencio, porque la ausencia se compone de
sonidos eternos de finita quietud. Pero tú, y entonces todo el espacio y el
misterio, y el cementerio de las caricias que sucumbieron ante la multitud. La
penitencia del espejo se autoabastece, se complementa con sí misma y luego
desaparece. Así desaparecen las remanencias del sentimiento, las aguas azules
del un río muerto. Pronto la costumbre echa a andar sus ruedas al infierno de
la complacencia literaria, escritos que se van descomprimiendo con la idea del
pasado. La tierra está fría, las manos rozan levemente el borde del precipicio
ambiguo de la realidad. La tierra está fría, la luna calienta las pocas flores
nocturnas que esperan la partida, que deslumbran a la agonía con un perfume opiáceo
que casi la derriba. Pero vuelve el cautivo, vuelve siempre el sentido opuesto
al común denominador de los destinos. Se entrecruzan las miradas en la
dicotomía fundamental de las mañanas, ignorando el brillo que se apaga,
desarmando la fantasía que no acaba. No, no me inmiscuyo en los placeres de la
almohada, escribo lentamente mientras se forman las estrofas aledañas al
cadáver de un texto que hube compuesto cuando la existencia blanda, cuando aún
el diálogo se consideraba. Una obra más, dicen las voces extrañas; sólo una
obra, como si la automaticidad fuera un mecanismo de defensa y de batalla, como
si la complejidad de esta simpleza fuera buscada tras la rima y a la fuerza.
Pero no, las obras hacen de este silencio un motor descompuesto que suena a los
cuatro vientos, intentando remontar el movimiento, para alejarse, coche viejo,
de la ruta de la perversión. Silencio, silencio, mientras los ojos se cierran,
derrumbándome todo el contexto.
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