sábado, 5 de enero de 2013

Algunos textos cortos



El sentido se encuentra bajando por el callejón. La lejanía demanda energías, la energía demanda sentido, aquel que se encuentra lejos, aguardando la sentencia final de un paradigma mal diagnosticado. Esos ojos se disipan con la mirada convincente de un adiós a la vuelta de la equina. La profundidad del espacio se convence del enigma que conlleva la distinción pormenorizada del temor abstracto hacia la nada. Pero se van, los ojos se van con el resto del cuerpo que los acompaña, aquel cuerpo que hubo sembrado la sustancia malévola de la palabra. Entre el discurso real y la metáfora irascible del tiempo, el tic tac demora la condición irreal de un imposible convertido en instantes. En un símil de importancia ajena, la puerta se cierra entre el catastrófico momento y la excusa condensada en un pedazo de tierra que cubre la lápida del deseo. Quedan pocos razonamientos posteriores a la imbecilidad de discrimina entre lo terco y lo parco de una vicisitud convencida de ser simpleza. En la curva azul de la monotonía yace la condición absoluta de la sentencia final, yace la insistencia de un nuevo horizonte derramado en breves gotas de un sudor helado. Y allí, es allí mismo donde nace el texto condicionante de miradas, el texto que renueva las pisadas que fueron nunca seguidas por la verdad. Tú, aquello y luego yo, todos los seres se comprometen a la balanza descontextualizada del tiempo. Entonces me derrito ante la consciencia estúpida que supura una inocencia fingida, un color gris en el verde de la caricia que nunca madura. El sentido, decía… el sentido está tan lejos que alcanzarlo me llevaría una vida y solo tengo tres. 

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Se parte el tiempo en pedazos pequeños, en fracciones abstractas del misterio que condiciona al reloj. A lo lejos la cordura se evapora, se escapa por los rincones de una memoria rota pero apasionada. Mis manos se completan entre sí, como suponiendo una noche fría a los pies del humo suplicante. Un café amargo se avecina tras los estruendos de un furioso sueño que lucha por escaparse del subconsciente. Ella, la luna, la lejanía absoluta, reposa al borde de mis ojos transparentes de lágrimas secas y se ríe de la ceguera, de la negación insólita, de la esperanza pendenciera. Entonces bebo un trago más de mi inconsciencia y respiro de un solitario violín que se esconde tras la puerta trasera de un cerebro adormecido por el cansancio amaestrado del día perdido. Pero tú, tú que miras y que lees, amenazas con la muerte de la alegría, con la agonía de la noche, con la respetada despedida de la tarde, tú te compones de instantes mientras yo te escribo como un suspiro delirante de carcajadas ambiguas, como el tiempo y la comida, como el sol y la melodía, ser eterno que se escapa de las alegorías. Tú, porque no existes en la evidencia y esa es la más útil virtud que posees, en la abstracción del caminante, cuando te reconoces en letras que viven muertas de nombrarte como la eternidad y otras tantas formas del arte. 
 
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Va la noche, amante del insomnio, demonio de la vida, realidad adormecida, va. Y se va la costumbre, se van las notas perdidas como en una melodía lúgubre. Y me quedo, porque me restan pastillas, porque me invade la melancolía de pensar que no hace falta, aunque sobren fantasías. Antes, cuando amarillo el cielo por el sol oblicuo, la luna amontonaba el deseo sobre pirámides de hierro, hoy me comen los parásitos del “por qué”, hoy me quedan las preguntas y la muerte, hoy pretendo ya nunca responder.

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Caminos se entrecruzan en las miradas perdidas. Nada puede, en un consciente desolador, desobedecer a los instintos limitantes del sentimiento. Pude ver, alguna vez, en ciertos ojos, una luz de intransigencia adquirida por la experiencia, pero sin mirarme hoy al espejo, le pertenezco a la ausencia. Como piensan los que piensan, yo me limito a la presencia, pero la luz se oscurece como el avance de la ciencia y me siento a esperar que la sensación de vacío desaparezca. Allí, cuando la diversidad inminente de lógicas absurdas pretende completar un silogismo y amedrentar a la duda, es cuando la certeza me asegura que no debo insistir ya. Presa de esperar avanzo y contemplo la seguridad pendiente del mismo hilo del que pende mi realidad. Proeza de la existencia es la de complementar la mentira con la verdad, como la hipocresía con la ironía y estas tristes ganas de volar. El tiempo, amigo de aquellos enemigos de mi cansancio, se consume como un cigarrillo mal armado, como la costumbre de fumarlo a escondidas de la adicción, como se consumen mis ojos al observar el despojo de claridad reafirmante de un parecer que supuse invisible. Entonces el humo, y tú, y cada desquiciado objeto del letargo imposibilitado con el insomnio que aparece al pensar, al observar el repertorio de formas como en las nubes de un celeste cielo que en la noche no existe; aparecen, deshacen, deforman, reforman y habilitan nuevamente, el humo y tú, al sueño inexistente de imágenes simbólicas de la ausencia, o presencia inequívocamente desechable. Espero, respiro, contesto sin antes preguntar y me siento. Tú, o yo, o cada uno de ellos, el silencio y el mal aspecto de un discurso tan casero como el hecho de pretender de cada sustancia un dulce remedio. Caminos se entrecruzan y pienso en caminar su curso abstracto o detenerme a observar y encontrar el sendero oscuro que me diga cómo escapo.

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En la noche la cordura se escapa por los rincones más indirectos de la audacia, sí, no lo niego, tampoco niego la ignorancia ni la suspicacia, pero muero en los instantes que se enumeran como segundos, tantos o tan pocos. En la noche, como si la noche fuera una cueva de hielo en la que el frío se confunde con el calor, en la noche pienso y piensan las voces en el tiempo, en ese tiempo irreverente que pretende completar un ciclo que a simple vista no tiene final. No veo, no pretendo, pero escucho al silencio y me someto a su impaciencia, es cuando escribo, verás, es cuando no explico en teorías sin sentido el sentido de esta aparente realidad que describo. En la noche no lo permito, no, no dejo que el sol se entrometa en mis instintos precarios de finalmente decidir.
 
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Un estornudo puede aclarar la mente, pienso en lo boludo de este pensamiento transparente que comparto con algún lector inexistente pero también pienso, posteriormente al estornudo, en que si mi mente se ha aclarado es porque evidentemente estoy manejando un concepto nunca errado. Ahora bien, el segundo te sacude hasta el estado, mientras que un tercero se avecina con mis ojos cerrados. Un estornudo puede aclarar la mente, pero tres, lector abstracto, no es algo recomendable para estos casos. 

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Sigo sometiendo mi instinto al fuego ardiente del parafraseo mental. Sigo consumiendo las horas cordiales con bélicos minutos interminables que se componen de males, de sorbos alcoholizados de impaciencia. Y la eternidad, compañera solitaria de las noches, pretende morir mañana. Me limito entonces, mientras sigo el camino del derroche, a esculpir entre mis escritos las maravillas de las voces. Somos varios incumpliendo el mandato de la razón, más permanezco en la oscilación de la contrariedad.  
 

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Silencio, ojos en el tiempo desvelándose entre los sueños. Silencio, porque la ausencia se compone de sonidos eternos de finita quietud. Pero tú, y entonces todo el espacio y el misterio, y el cementerio de las caricias que sucumbieron ante la multitud. La penitencia del espejo se autoabastece, se complementa con sí misma y luego desaparece. Así desaparecen las remanencias del sentimiento, las aguas azules del un río muerto. Pronto la costumbre echa a andar sus ruedas al infierno de la complacencia literaria, escritos que se van descomprimiendo con la idea del pasado. La tierra está fría, las manos rozan levemente el borde del precipicio ambiguo de la realidad. La tierra está fría, la luna calienta las pocas flores nocturnas que esperan la partida, que deslumbran a la agonía con un perfume opiáceo que casi la derriba. Pero vuelve el cautivo, vuelve siempre el sentido opuesto al común denominador de los destinos. Se entrecruzan las miradas en la dicotomía fundamental de las mañanas, ignorando el brillo que se apaga, desarmando la fantasía que no acaba. No, no me inmiscuyo en los placeres de la almohada, escribo lentamente mientras se forman las estrofas aledañas al cadáver de un texto que hube compuesto cuando la existencia blanda, cuando aún el diálogo se consideraba. Una obra más, dicen las voces extrañas; sólo una obra, como si la automaticidad fuera un mecanismo de defensa y de batalla, como si la complejidad de esta simpleza fuera buscada tras la rima y a la fuerza. Pero no, las obras hacen de este silencio un motor descompuesto que suena a los cuatro vientos, intentando remontar el movimiento, para alejarse, coche viejo, de la ruta de la perversión. Silencio, silencio, mientras los ojos se cierran, derrumbándome todo el contexto.
 

 

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