No tenía ojos, ni manos, ni pies siquiera, su
cuerpo era la tierra que tapaba los poemas como enviándolos al olvido de
una mente ajena a las letras. Le sobraron los ecos de la noche, pero
jamás le faltó la idea, nunca supo de insistencias pero el sueño le
dormía toda su parte izquierda. Un trozo de ser, allí, en la cama de la
tranquilidad, y el otro casi como
escondido, en el centro de la mesa del comedor, ambos yacían
tácitamente, como partes separadas, como masas diferentes. Ah, pero el
día hacía estragos, la cordura se bebía con la misma pasión con la que
se consumía la botella de licor, un viejo licor de esos que no se
recuerdan pero que tampoco se olvidan, hasta dudo que existan o que
alguna vez lo hubieran hecho. Desleal por los malabares giraba en torno a
sus partes desmembrando el resto de las partículas que construían el
aire. Nada podía parecerse más al caos que ese despliegue de carne y de
sangre, ese desparramo visceral por el suelo del espasmo ambivalente que
conformaba su espacio natural. Pocos son los que le conocieron antes de
la unión inevitable, antes de su muerte. Pero luego la fama le llegó
hasta los gusanos de su frente, claro, morir no es algo tan común, digo,
no lo era en ese momento tan particular, y cuando caracterizo ello como
particular, quiero decir patético. No era usual hablar de las tardes,
las tardes se duermen en los laureles del ocio, sí, en ese momento el
crujiente sillón invitaba a acostarse con la boca hacia el costado y
derretir un poco de velas en sobre el libro más buscado. Todo lo hacía,
todas sus mitades reían del accidente inescrupuloso y mortífero. Bocado
tras bocado de fuego ansiaba, pero solo hielo masticaba, la contrariedad
le transformaba en un ser vengativo y altanero, una mala combinación,
un error genérico. Todo y nada eran solo meras abstracciones de una
cantidad indefinida, porque a veces la luna era entera, otras, media,
otras, como de día, casi ni existía. De esta manera todo finalizaba
nuevamente en la noche, cuando las bestias danzaban detrás de las
cortinas del salón más oscuro de aquello que hemos dado en llamar casa.
No, ni ojos, ni manos, tampoco pies, lo he dicho al principio, solo una
boca para comer y el silencio para escribir.
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