Escribe, escribe.
Letras caen como de una catarata acuosa de ideas y más letras que se
cuelan en el vaivén de la teoría nula, de las exigencias. Suben como
cuotas de un plan de complacencia inquieta, pero bajan también, o
permanecen estáticas ante la mirada atónita de una mano lesionada que
escribe y escribe.
Leales al juego, los versos andan como esqueletos distribuidos inequívocamente sobre el texto. Me pareció escuchar el dictado enredado de la mente, pero no me detengo. Dicen los expertos en estas contrariedades que las direcciones son inválidas y que el silencio no es un castigo, sino un recreo del bostezo para armonizar el desenlace de cada uno de los párrafos imperfectos. No me parece, no hago caso al tiempo, y continúo como un circuito inconexo, lleno de barbaridades, arbitrariedades, condiciones, ambigüedades y cuerpos. No me place el ejemplo, prefiero el espejo, o la sombra, o simplemente el eco de las sobras.
He repetido las mismas palabras infinidad de veces, los mismos teoremas, las mismas pavadas; he caído en lo que llaman un torbellino de ideas trilladas, pero sigo, sigo porque se me escapan, porque me sobran los colmillos para despedazarlas, tragarlas de nuevo y acumularlas en el intestino grueso de la caja literaria.
Cuando el delirio convirtió esta poesía en prosa calculada, supuse que era momento de complacer a las masas, las masas interiores que siempre buscaron refugio de las balas. Amenacé al misterio con algo de claridad desmitificada, y así pude subsistir dentro de lo invisible y hueco de las espaldas. La automaticidad se aisló dentro del cerebro perseguido por las emociones, las lágrimas supieron a un ácido designio de las musas extrañas y, posteriormente, el diccionario cayó al fuego de las carcajadas. Pero las letras siguen surgiendo, siguen hundiéndose en el precipicio de los objetos, y estas manos siguen escribiendo sin pensar en el dolor.
Como para introducir al lector en el mundo de estos versos, propongo un desertor, ese escolarizado e instintivo corazón. Late y late, busca sangre dentro de los ventrículos ilegales, va por el camino de las aves entre venas y arterias evitables, seguir su curso es llegar a la condición, al final abrupto del sendero: la pureza del autor. Sucumbir ante el espectro casi invisible de esta acción es derretir el hielo sin sentir el calor.
Miles de hojas yacen en el fondo del cajón, hojas que contienen todo el pretexto de la razón, hojas que comen del polvo invertebrado de la descripción. Esas hojas, como memorias de algunas viejas prosas, respiran del mismo aire que las otras, que aquellas vaguedades electrónicas que se mantienen en pie, pese a las maniobras del pretérito indefinido de “olvidar”.
Es preciso desmembrar a la aurora para sacarle el brillo, para crear la obra, para vomitar sobre el piso de la demora inexplicable, para decir las pocas palabras que se mantienen como detestables. Es preciso, sí, pero no es recomendable. Cada intención se computa como un arte, como una ráfaga de viento sobre las posibles realidades y si a la casualidad se le confieren poderes, cada nexo adjetival se replantea a los millones de seres: el rico, el pobre, el blanco, el negro, el transparente. Pero los finales, exactos finales, esos no, esos no saben de puentes.
Leales al juego, los versos andan como esqueletos distribuidos inequívocamente sobre el texto. Me pareció escuchar el dictado enredado de la mente, pero no me detengo. Dicen los expertos en estas contrariedades que las direcciones son inválidas y que el silencio no es un castigo, sino un recreo del bostezo para armonizar el desenlace de cada uno de los párrafos imperfectos. No me parece, no hago caso al tiempo, y continúo como un circuito inconexo, lleno de barbaridades, arbitrariedades, condiciones, ambigüedades y cuerpos. No me place el ejemplo, prefiero el espejo, o la sombra, o simplemente el eco de las sobras.
He repetido las mismas palabras infinidad de veces, los mismos teoremas, las mismas pavadas; he caído en lo que llaman un torbellino de ideas trilladas, pero sigo, sigo porque se me escapan, porque me sobran los colmillos para despedazarlas, tragarlas de nuevo y acumularlas en el intestino grueso de la caja literaria.
Cuando el delirio convirtió esta poesía en prosa calculada, supuse que era momento de complacer a las masas, las masas interiores que siempre buscaron refugio de las balas. Amenacé al misterio con algo de claridad desmitificada, y así pude subsistir dentro de lo invisible y hueco de las espaldas. La automaticidad se aisló dentro del cerebro perseguido por las emociones, las lágrimas supieron a un ácido designio de las musas extrañas y, posteriormente, el diccionario cayó al fuego de las carcajadas. Pero las letras siguen surgiendo, siguen hundiéndose en el precipicio de los objetos, y estas manos siguen escribiendo sin pensar en el dolor.
Como para introducir al lector en el mundo de estos versos, propongo un desertor, ese escolarizado e instintivo corazón. Late y late, busca sangre dentro de los ventrículos ilegales, va por el camino de las aves entre venas y arterias evitables, seguir su curso es llegar a la condición, al final abrupto del sendero: la pureza del autor. Sucumbir ante el espectro casi invisible de esta acción es derretir el hielo sin sentir el calor.
Miles de hojas yacen en el fondo del cajón, hojas que contienen todo el pretexto de la razón, hojas que comen del polvo invertebrado de la descripción. Esas hojas, como memorias de algunas viejas prosas, respiran del mismo aire que las otras, que aquellas vaguedades electrónicas que se mantienen en pie, pese a las maniobras del pretérito indefinido de “olvidar”.
Es preciso desmembrar a la aurora para sacarle el brillo, para crear la obra, para vomitar sobre el piso de la demora inexplicable, para decir las pocas palabras que se mantienen como detestables. Es preciso, sí, pero no es recomendable. Cada intención se computa como un arte, como una ráfaga de viento sobre las posibles realidades y si a la casualidad se le confieren poderes, cada nexo adjetival se replantea a los millones de seres: el rico, el pobre, el blanco, el negro, el transparente. Pero los finales, exactos finales, esos no, esos no saben de puentes.
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