Ciertamente los esquemas absolutos de una mente se componen de ideas confusas.
Si bien la lógica se complementa de manera necesaria con el ser para el
funcionamiento correcto del raciocinio, la pelotudez se alberga en gran parte
de la simbiótica manera del cerebro. Las ideas se condensan en un termo
abstracto de infusiones incoherentes. Digo, es necesario adquirir cierto grado
de insignificancia y desagrado por la ciencia dura para caer en la locura de
ceder ante este hambriento instinto de convertir nuestro ser en un contenedor
de imbecilidades.
Al cabo de ocho horas insensatas
de sufrimiento helado, decidí escribirle. Eso lo dije tantas veces, me
arrepiento del momento en el que me dejé llevar por ese dependiente instinto de
la necesidad. ¡Ay de mí! Pero bueno, la realidad es esa.
Siempre pasa, y no hay por donde
calcularlo, que la dificultosa tarea de pensar se nos escapa de las manos.
Pienso, y pienso nuevamente, como si pensar algo ilógico fuera productivo. Pero
quién puede hablarnos de una producción equitativa hoy en día, este sistema
podrido nos concentra en la idealización de los momentos, sin pensar en la
naturalidad de cada situación. Así, y quizás no sea comprensible el tema del
sistema, es que el ser fija sus coordenadas en la costumbre consumista de
buscar conformidad en las puertas de ese infierno tan agradable como lo es “el
otro”. Resplandece la pelotudez, como así también brilla por su ausencia el
ego, el narcisismo, el respeto por uno mismo: “hola, ¿cómo estás?” No, no,
queridos amigos, así no funciona el concepto de la concreción de las ideas, así
no es como se nos enseñó en la vieja escuela griega, ¿o sí? Pienso que la filosofía
tiene su cuota de cinismo, pienso que el conflicto se eleva mucho más allá de
uno mismo, quizás sea el ambiente, el contexto, el clima, o la puta madre que
lo parió, quizás seamos naturalmente pelotudos y condescendientes con nuestro reflejo
apostado en la pared de la arrogancia despedida por el trasero nocturno de la privativa
característica de la vergüenza: la búsqueda de la respuesta.
No habían pasado más de cinco
horas y el tiempo se hizo eterno, empecé por desmembrar un poema que había
escrito hacía unos tres años, rompí una novela que me tomó escribir como seis
meses, y hasta casi pinté mi pared con arte abstracto por la necesidad
imperiosa de reventar la copa de vidrio contra ella. Qué improperio, qué
divertimiento tan burdo, qué manera más pelotuda de descargar el sentimiento de
casi burla que yacía en el interior de mi pulso elevado. Sí, la pelotudez no
tiene cura, ni razón siquiera, ni cordura.
Luego, partiendo desde un estudio
intensivo y exhaustivo del parecer altruista que nos lleva a descender al piso
de la pérdida del respeto por uno mismo, llegué a la conclusión de que el
misterio de la vida nace de la falta de sentido al actuar incorrectamente con
el peso del instinto. Y no hablo de un instinto animal, sino del instinto de la
pelotudez. Sí, es necesario repetir la palabra, pero el remedio no es ese, el
remedio es dejar de caer en esa adictiva imposición de la sangre, en esa
conducta irreversible que nos deja como hijos de puta o como unos pseudo seres
sensibles hasta al tacto del aire.
No quisiera extender más mi
composición de estructuras de la pelotudez, la introducción, puesto que es
probable que entre tanta indiscriminada catarata de ideas pelotudas, caiga
nuevamente en el arte sostenido por esa característica. Pero no puedo evitar
decir y aunque la consciencia se me escape, que no puedo arrepentirme de
saberlo explicar. Pienso en la posición más detestable y es la que nombré
previamente, no saber esperar. La impaciencia se convierte en esencia, esa esencia
es una mierda que se lamenta de ser y a la vez es condena. Casi olvido
comentar, y lo recuerdo por casualidad, que habrá que dejar que el curso de la
sangre se aliste a conseguir la dirección correcta que lleva a nuestro ser a la
meta: No les sabría decir la meta, puesto que aún sigo existiendo en el
hemisferio más pelotudo de mi cerebro instintivo. Me retiro.
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