Venís desde el rincón más oscuro de la
naturalidad, te parás en el escenario y empezás a actuar. No dejan de
pasar los minutos, seguís ahí, intentando buscar el reconocimiento que
vos no podés darte. Pero nadie aplaude, la masa espectadora te
interrumpe solo para toser o para levantarse de las butacas e irse a la
mierda. Que te importa un carajo, pensás, mientras más vacío va quedando
el lugar. Empieza el monólogo y hacés
de cara y de cruz, de blanco y de negro, de imbécil y de zurdo, todas
las contraposiciones que se te vienen a la cabeza al momento de expresar
un lado u otro de la realidad. Cuando por fin te decidís a terminar con
el mejor acto de todos, te das cuenta que estás solo. Se escucha como a
lo lejos un grillo cantar, demostrando que lo único que te rodea es ese
vacío, un vacío existencial, duro, real y helado. Entonces suspirás,
hacés el acto frente a un espejo de utilería que igual refleja, y te
cagás de la risa. Las luces se apagan, te bajás de un salto y llegás a
la conclusión, mientras te sacás el maquillaje de producto, de que el
reconocimiento propio vale más que una aproximación sonora de la
insignificante industria de las masas. Ahora correte para allá, mirá la
puerta tres, abrila, contá hasta diez, entrá, acostate en ese hermoso
diván y analizá tu conducta, que ahora me toca a mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios