Un trago más, pasar la amargura es una tarea
dura, es como la antítesis de la locura, es como la sangre que supura
por las venas nulas de la realidad. Un trago más, el humo hipnotiza a
los ojos del tiempo y nos vamos todos en caída libre al ocaso de un
cementerio de papel, o a la mierda, o al infierno. Un trago más del
elíxir neutro, pasividad activa, oxímoron de insistencia aquietada en el
movimiento de la nada. Uno más porque
la noche, porque la madrugada, porque la mañana y el atardecer, y
costará olvidarla, poesía solitaria. Un trago más, y repitiendo el
mecanismo, moriremos bebiendo de la luna que se posa en las alturas más
negras del cielo, y reviviremos en el castigo inmenso de la tempestad
convertida en hielo. Un trago más, frío, ácido, sincero, para que arda,
para que duela hasta en los huesos, y luego el silencio, luego la
azulada precariedad del sentido y la consecuente irritabilidad. Lo
siento.
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Una boca vuela más lejos que un par de alas.
En el recorrido de la solitaria noche por los recuerdos del tiempo, las
coordenadas se extienden mucho más allá del silencio, más allá del sol,
más allá del pretexto. Los labios se consumen en el olvido de la razón.
Pero nosotros, los que esperamos, los seres irreales que bailamos detrás
de bambalinas, mientras la realidad realiza el primer acto de la obra
de la vida, besamos al viento
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Brazos al viento eterno, lamento obsceno,
degradación culposa del texto. Todo compone el maleante sentimiento del
amor, o el odio, o el tiempo. Las bellas artes del cuerpo dominan sobre
la existencia del pensamiento, la vida pende del hilo del humor negro,
como dependen mis ideas del trago etéreo. Saltan las aves al abismo del
misterio, pero vuelven, con el fuego entre las alas y el miedo. Saltan.
Arrastra la tierra ese temible espíritu pendenciero de la virtud, los
males y el silencio. Más cuellos se tuercen entre tanta visión de
costado, entre tanta gente, entre todo el aire incoherente que se fuma
como droga en el subconsciente. Amo la aurora, la oda a la demora
impaciente, la sala vacía del consultorio diecisiete, todo. Amo conocer
mi experiencia banal, mi carencia intestinal, mi hermosa realidad dentro
de los sueños, este estado demencial. Amo, como ama el viento a la
tierra en un huracán de prudencia, amo las eternidades discretas en las
palmas de las manos viejas, amo la caricia irresistible de mi odiada
letra. Busco en la desértica carpeta de anillos una consecuencia para la
causa molesta de mi discreta miseria, de mi alabada conferencia. Pero
pretendo la distancia, y la cercanía, y la justa línea media entre
carilla y carilla, entre los labios de la complacencia. Suenan nueve
melodías juntas bajo esta luna llena, bajo la rama difunta de un árbol
sin primaveras. Me dictan el verso en frases complejas, me absorben la
inclemencia y me llevan a desesperar tras un beso fallido en la cúspide
de la soledad, mis poemas. No olvidar, no recordar, no grabar, no tener
lemas, dejar de lado la incapacidad de saciar de sangre las copas de
vino llenas. Sí, recetas para la composición obsoleta, para el placer
nauseabundo de los poetas, o mío, simplemente, en la particularidad
ajena a esa generalidad deshonesta. Al viento eterno, decía, los brazos,
la esencia. Rima nueva bajo la luna y un poco más de venas.
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