viernes, 25 de enero de 2013

Cortos N° 6

Un trago más, pasar la amargura es una tarea dura, es como la antítesis de la locura, es como la sangre que supura por las venas nulas de la realidad. Un trago más, el humo hipnotiza a los ojos del tiempo y nos vamos todos en caída libre al ocaso de un cementerio de papel, o a la mierda, o al infierno. Un trago más del elíxir neutro, pasividad activa, oxímoron de insistencia aquietada en el movimiento de la nada. Uno más porque la noche, porque la madrugada, porque la mañana y el atardecer, y costará olvidarla, poesía solitaria. Un trago más, y repitiendo el mecanismo, moriremos bebiendo de la luna que se posa en las alturas más negras del cielo, y reviviremos en el castigo inmenso de la tempestad convertida en hielo. Un trago más, frío, ácido, sincero, para que arda, para que duela hasta en los huesos, y luego el silencio, luego la azulada precariedad del sentido y la consecuente irritabilidad. Lo siento.

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Una boca vuela más lejos que un par de alas. En el recorrido de la solitaria noche por los recuerdos del tiempo, las coordenadas se extienden mucho más allá del silencio, más allá del sol, más allá del pretexto. Los labios se consumen en el olvido de la razón. Pero nosotros, los que esperamos, los seres irreales que bailamos detrás de bambalinas, mientras la realidad realiza el primer acto de la obra de la vida, besamos al viento

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 Brazos al viento eterno, lamento obsceno, degradación culposa del texto. Todo compone el maleante sentimiento del amor, o el odio, o el tiempo. Las bellas artes del cuerpo dominan sobre la existencia del pensamiento, la vida pende del hilo del humor negro, como dependen mis ideas del trago etéreo. Saltan las aves al abismo del misterio, pero vuelven, con el fuego entre las alas y el miedo. Saltan. Arrastra la tierra ese temible espíritu pendenciero de la virtud, los males y el silencio. Más cuellos se tuercen entre tanta visión de costado, entre tanta gente, entre todo el aire incoherente que se fuma como droga en el subconsciente. Amo la aurora, la oda a la demora impaciente, la sala vacía del consultorio diecisiete, todo. Amo conocer mi experiencia banal, mi carencia intestinal, mi hermosa realidad dentro de los sueños, este estado demencial. Amo, como ama el viento a la tierra en un huracán de prudencia, amo las eternidades discretas en las palmas de las manos viejas, amo la caricia irresistible de mi odiada letra. Busco en la desértica carpeta de anillos una consecuencia para la causa molesta de mi discreta miseria, de mi alabada conferencia. Pero pretendo la distancia, y la cercanía, y la justa línea media entre carilla y carilla, entre los labios de la complacencia. Suenan nueve melodías juntas bajo esta luna llena, bajo la rama difunta de un árbol sin primaveras. Me dictan el verso en frases complejas, me absorben la inclemencia y me llevan a desesperar tras un beso fallido en la cúspide de la soledad, mis poemas. No olvidar, no recordar, no grabar, no tener lemas, dejar de lado la incapacidad de saciar de sangre las copas de vino llenas. Sí, recetas para la composición obsoleta, para el placer nauseabundo de los poetas, o mío, simplemente, en la particularidad ajena a esa generalidad deshonesta. Al viento eterno, decía, los brazos, la esencia. Rima nueva bajo la luna y un poco más de venas.  



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