miércoles, 16 de enero de 2013

Set de Cortitos N° 3



Espectro del día,
consciente maravilla de la ausencia,
perfección,
realidad,
paciencia nula,
extracción de ideas necias,
precisión,
distancia,
infinitud,
demencia,
claridad incompleta,
deslealtad,
verdades,
mentiras sueltas,
evidencias…
olvido,
dime,
existencia.

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Escribir cosas pequeñas, las palabras esconden sistemas indetectables de mensajes subliminales, todo eso y los poemas. Perder el ritmo equivale a la sustitución de las realidades con excusas constantes, con miles y miles de versos sueltos en una oda interminable… 

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Pero el día no terminaba, las variantes aplicadas al aspecto irreal de las casualidades se disipaban con el ambiente viciado de inconstancia. El día se arrepentía del amanecer tardío, la noche no pensaba acercarse al astro más de lo que le permitiera su paciencia y así la tarde se hacía de las mitades equivalentes a una oscura claridad.


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La visión se acomodaba al ambiente, como se acomoda la almohada al sueño existente entre la memoria y las cosas olvidadas. Todo se rompe lentamente en una cascada de avisos, que desemboca en el terreno sombrío de la suposición. La ventaja se asemeja a su antítesis, y cada línea que se deslinda del poema central, termina por acoplarse al siguiente, como si escribir fuera una tortura sin final o un placer absorbente. 
 

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Y aunque la ficción se elevara más allá de las barreras pactadas, el tiempo no se detendría a confeccionarla, no. La intermitencia de las verdades se refleja en cada respuesta ambulante de directivas y estandartes. No, la ficción no supera esta realidad insensata de escribirle a la nada que se compone con todas las preguntas antes mencionadas.


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No mires hacia abajo, le decía el segundo al minuto, no te caigas porque no te agarro, allá vienen los otros astutos. Pero caía siempre, del cinco al seis, del seis al diez. El sordo minuto moría, entre las ocho y las nueve, pero antes agonizaba, parado en la punta de la sonrisa del tres. No mires hacia abajo, decía la hora al día, pero el día caía siempre, aunque volaba, en el pacto número diecisiete. 


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Y así todo comenzaba nuevamente, como cada voz, como cada temple, como un par de ojos mirando a los otros, como un complemento de insistentes seres.  

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La risa le escapa a la sustancia, corre por los rincones del rostro a completarse en la boca, y toda la arrogancia se problematiza en la mueca final que se observa. El sonido percibido por algunos oídos se asemeja a la colorida evidencia en los ojos del emisor. La risa escapa, nuevamente, se convierte en carcajada, pero vuelve a su estado habitual. Al final del precipicio de la tentación es que se posa, se marchita como una flor mojada por la misma sustancia que implantó el sentimiento en el poseedor absoluto del humor, esa risa casi arcada, casi ceniza, casi transparente, casi desatada de un motor silente, y luego… nada. 
  
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Tiene el camino hambre de tener, de tener sostenidos a los caminantes en él. Tiene un destino, ese es temer, pero es un camino, y hay cien a la vez. De tener tantos recorridos es que se mantiene en pie, caminando sobre sus piedras, como tantos deseos de hacer. Camina su cuerpo, avanza, tiene vergüenza de ser, tiene tantos pasos encima como tienen sed de él. Caminantes descalzos andan, temiendo no tener con qué, desmintiendo que solo andan, corren un poco también. Pesa en su espalda el peso, de esperar que pase un tren, sin vías en su aposento, sin más que tenerle fe. Cambio el punto y aparte por una línea más o tres, y espero mientras camino el camino que no hay que perder, porque de perderlo de vista, entonces, pasarían todos también, todos aquellos que caminan uno, y no los otros cien.



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