lunes, 17 de diciembre de 2012

El nudo



Gira en torno al cuello neutral una soga oblicua que se desgasta con el peso del cuerpo muerto. Una mano arremete contra la intempestiva fuerza de un nudo gris. La vida se escuda del llanto, la tarde de la mañana, la noche se incendia en cantos, cantos que sucumben luego, en la madrugada. Se lucen aquellos esclavos que vieron venir el final, se ríen del más sensato que ya no puede olvidar. La muerte se avecina, se esconde tras los cadáveres exquisitos de la poesía animal. Y ellos, esos ciegos del tiempo, se mecen a la altura de la aguja más baja, cuando la hora se acerca, cuando ha pasado el final. El viento era aquello que volaba techos en un pasado, hoy es la caricia que se acerca al brazo apoyado en el sillón ecléctico de la mirada. Pero nadie ve, nadie sabe a dónde disparar esa bala de plomo que reposa sobre el arma más negra de la consciencia subliminal. Dicen del suicidio que ha sido el hazmerreír de todos los astutos, dicen haber burlado al destino con una pastilla menos en el coctel de la locura. Las maldiciones abundan en el rincón putrefacto, cerca del cuerpo ahorcado del que se ha hablado previamente. Todos comían allí, hasta los más débiles de esfínter, hasta los más cautelosos de la justicia. Todos se bañaban en el lodo que ni los cerdos querían rozar, que ni los hongos quisieron usurpar. La luna, casi tan arrepentida como aquella estrella fugaz que solo se limitó a caer, lloraba desnaturalizada de todo parecer altruista y de la pequeña raza humana. Dicen que la pobreza de mente se compara con un apocalíptico sueño en el que no existen los inodoros, ni el papel, ni la sustancia que irradia un perfume sanitario. Pero esos que dicen, luego se van al campo de las directivas azules y derrumban los árboles con ideas cagadas en una suerte de forma circular. Hube escrito alguna vez una oda al silencio, pero preferí callarme al terminarla sin poder compartir siquiera un tercio de esperanza para los gritos ensordecedores de las demoras inventadas. La costumbre, la costumbre se acomoda a la forma plana de mis pies tallados dentro de un calzado harapiento y desmoralizado, la costumbre se hace a la mar y pisa una isla y vomita la tierra y luego respira, vuelve a comer lo expedido y se retuerce finalmente en el fondo de lo que supuso, previamente, un río. La costumbre me insignifica el cuerpo, la costumbre me come el cerebro, la costumbre de esperar también es el castigo incierto a la razón que ríe del sueño, y a la verdad que nace de las palabras echadas al viento; sí, ese mismo viento que ya no vuela los techos pero que acaricia el brazo posado en el sillón catastrófico y ecléctico. Entonces la soga finalmente se corta, la mano se vence y el nudo afloja sus coordenadas, pero es tarde ya, el cuerpo cae desnucado en el medio de la nada, y me pregunto, ¿será que no lo han escuchado? Para ese entonces yo me había levantado de suelo, me había limpiado la cara, me había peinado de nuevo, y volvía lentamente con la soga en mi mano dolida, y con el intelecto intacto, pero enfermo.

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