Desde
mi eterno amanecer le escribo a las cosas indignantes, a los verbos
conceptuales y a lo irónico del mensaje, cuando no hay puntos finales. Dice la
leyenda inventada sobre mi almohada en desuso, que las costumbres ancladas
suelen partir con un estornudo, que los cuentos se derriten como el hielo en
invierno, y así como imposible, todo se concentra en un sueño. Todos dicen,
claro, pero ¿qué hay de mí? No digo, ni espero, ni siquiera respondo, solo
escribo, como un tormento, un buen tormento que despierta mis instintos, los más
bajos, los más negros. Si algo me caracterizaba, me digo mientras me peino
(poco, el tiempo es necio), era la capacidad de discernir. Pero hoy enloquezco,
sanamente, claro, pero me peino. Eso debe indicar cierto desorden actitudinal,
cierta destilación de trastornos, algo de ingenuidad. Aunque lo dudo. Es que la
certeza se ha ido disipando con cada bocanada de este nocivo aire, con cada línea
andada en los surcos de la arrogancia esbelta que hace sangrar las fosas
nasales de la temporalidad. Me pregunto tantas cosas, que olvido responderlas,
pues el feedback repentino no es mi mayor fuerza, ni el tardío, lo acepto. Poco
soy de esa destreza. Pero miento, ¡cuánto miento! Miento casi tanto que se me
escapa la verdad por los ojos, por la boca, por los pies y por las manos
tercas, tercas y duras, pero ágiles también. Aquí el texto se va a la mierda
generalmente. Me contengo, quisiera una lectura detenida, una sonrisa o un
simple parafraseo de artista ofuscado obligado a leer sandeces de una mente
irreverente. Pero qué cruel. Sí, yo. No es que esté conversando, he dicho de
ello en el punto anterior, no malinterpretes por favor, tengo tanto de eso que
me autoevalúo cada cinco minutos, sucios minutos, como mi cenicero, lleno de
difuntos. Para volver a mi discurso, en la reivindicación de mi casi ida al
carajo, remendada ahora. Pero realmente son ágiles, las manos, claro. Lo son.
No lo dudes. Tampoco te esfuerces por pensarlo dos veces, es un decir
narcisista que no mide los niveles de aberración. La siesta está cerca y me
desvelo en la laguna de las ideas quietas. Tan quietas como mis pupilas, duras,
tensas. No me rindo, lo ves, lo sé, aún esperas. Pero no te quedes en la misma
cuerda floja que esta palabrería suelta. Detengo el ritmo, todo suena. Una
canción, el teléfono, la puerta, el agua hirviendo, la cena recalentada, la
cama que se eleva. Y digo basta, no me alcanzan las condenas. Me sobra el
ingenio, tanto que me deja a la deriva de un pensamiento, un silogismo de la
existencia. Leo y me lamento pero sonrío y despierto. Enciendo un cigarrillo,
ahora, y en tus ojos muero.
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