Era la eternidad, me esperaba. Yo era la oscuridad, y las
estrellas brillaban. Ahora soy solo las sombras, el reflejo neutro y las
ansias.
Sonreía y distinguía los vidrios rotos de los sanos y así volvía a
armar mi alma, que yacía en pedazos, y ella era la causa.
La plenitud de los días sucumbía ante las amenazas rendidas y las
apuestas fundidas. Luego quedé con las sobras de lo que fue el temor, con el
vacío llenándome los ojos, y con la contradicción de finalmente padecer.
Si fuera alguien, si alguien intentara irrumpir en su conciencia, sería
yo y mis imitaciones de la ciencia, de la perfección que completa.
Y yo suponía, ¡maldita puerta!, que no se cerrara, y
suponía y exponía mis razones, y luego la debacle, la situación de anterioridades.
Sabía explicarme las realidades.
Después caí en el pozo de las antigüedades, donde el tiempo no
existe más que como un recuerdo de grandes. Supe salir, supe irritar mis ojos
con ácidas lágrimas de odio, supe corromper cada flor hermosa y cada canción
triste con dejos de violencia y de instantes.
Pero no pude correr y volví al inicio de mis lealtades. La
irreverencia me instó a saberme capaz de mantenerme en pie, a sus pies, al
insomnio de sus noches y a cada distancia creada desde la inútil nada.
Caí nuevamente y luego volé al vicio de sus manos, compartiendo
las memorias de lo poco que dejó el viento, ese viento interior. Escuchábamos
los pájaros suspirar, y me oía llorar detrás de los futuros azulejos del cuarto
de la muerte.
Comprendió y siguió su camino. Quizás yo no merecía su propio
destino, más le interesaba saber de mi ayuda cotidiana, dentro de lo que
incluía el estudio de mi mirada hasta cuando dormía. Y esperaba, aunque la
paciencia nunca fue mi fuerte en instancias cercanas al miedo que me
importunaba.
La suerte nunca estuvo tan lejana, tan idealizada por mi
conciencia que todo se devoraba. Y no, yo no merecía ese destino que ella
dibujaba. ¿Cómo podría imaginarse, estúpida soberana, que yo podría alguna vez
olvidarla? ¿Cómo es que nunca veía que me ahogaba por no decir ciertas
palabras? ¿Cómo nunca comprendió el valor de una sincera mirada?
Y una lágrima derramé. Nunca fue la sensiblería barata parte de mi
necio parecer, nunca, y así no me dejaba, no pretendía, y simplemente
observaba. ¡Qué astucia la tuya!, pensaba, ¡y qué distante ahora esa gracia!
El silencio era la cruel daga que se incrustaba en mis entrañas,
bien adentro, donde ya poco sangraba, donde el dolor se elevaba a potencias
impensadas, donde el agua se hace más pesada, tan adentro y cerca, cerca de mi
destrozada alma.
¡Detente ahora!, demandaba. Una sola marca en el brazo fiel
del desengaño, en la espina clavada en el talón del pie solitario. ¡Detente
porque la melodía se acaba, y el último paso es tuyo! Daba gracias y sangraba,
pues no es fácil seguir el paso de la muerte con el aura lesionada.
Ni un millón de horas hubieran detenido el paso del invierno, ni
un millón de grados centígrados, mi vida, hubieran derretido el hielo.
Aquí yace enmendada nuestra insignia de las guerras andadas. Aquí
yace sepultada la esperanza nunca pretendida por las manos de la rosa
ensimismada.
Supuse hacer de ésta miseria un dulce recuerdo malherido, supuse
actuarte cien obras de uno y otro lado del mundo, de ese pequeño mundo que nos
anclaba en la isla desolada de la cruel virtud.
Quise, ¡lo juro!, quise contar los segundos y hacer mi pesar más
corto, quise suponerte viviente estatua en el parque del pueblo misterioso y
valioso corazón quise descubrirte, latiendo en esferas lluviosas, mi cielo.
¡Por favor ya no lluevas, ya no te muevas del aposento que te he
construido sobre mi espejo! ¡Por favor ya no lluevas, eternidad menguante, no
vuelvas, no te escapes de la jaula celestial que te imaginé para que poses tus
silencios en mi piel!
Es que ya ni eso te supera, es que ya el reflejo de mi rostro no
es para ti suficiente, es que ya el brillo de mis ojos no es para mí valiente,
es que me he destinado mal viviente para el resto de mi novela silente. Así
como el fuego, silente y quemándome, en cada uno de mis vocablos astutos y
difuntos.
Y en las estrellas me esperaba, sentada, cosiendo un sueño para mi
calma, saciando mi sed de falsas esperanzas.
¡Mírame ahora, pensando en las sobras, destruyendo las obras,
ahuyentando las moscas que se acercan a tu plato!, el plato principal de esta
cena: mi corazón hueco y un par de arterias. Mi vida entera alumbrada por la
poca luz de una vela, esperando la carroza que en mi puerta te dejará casi
entera, lista para devorarte las sombras o lo poco que de mí aún queda. De mí las
sobras, para ti las estrofas de mi completa y eterna obra, la obra de mi vida; esa
que ahora, sonriendo, te devoras; esa que, entre tus dientes, se desmorona.
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