¡Qué
encantador el misterio!
Lleno de
hojas blancas de líneas,
pero negras
de pensamientos.
¡Y qué
simple!
La locura
invade el cuerpo gris de la derrota,
lo quema,
lo entierra,
y luego
éste brota como incansable,
como
interminable.
El cuerpo
sometido al límite del tiempo.
Y el
tiempo,
tan leve,
tan suave,
tan
gratificante y a la vez tan tirano,
etéreo.
La cumbre
del placer se alcanza con el fuego,
con el
dolor irremediable,
con el
desenfreno.
Pero
también con la paz, la espera,
la virtud
del egoísmo y la compartida esfera del reloj
y sus
agujas traicioneras.
Hoy me
invade la perfección reprimida
de lo
imperfecto de las letras.
Hoy,
palabra audaz y cordial,
palabra que
también se pierde en el laberinto de los días,
entre ayer
y mañana,
entre el
amanecer y la noche adormecida.
“¡Ay de mí!”
diría,
si sólo
pudiera pertenecerme.
Y se
esclavizan los sentidos al mago azul de las máscaras,
el texto.
Ese
devastador instrumento que me compone en finos versos,
en toscas
prosas y en discursos necios.
¡Qué cruel,
qué mal actor, qué cuerdo espectro!
“¡Vete de
mí!”,
pero no me
escucho ni me leo.
¡Qué suerte
innata,
qué
vomitivo estruendo placentero,
qué
sustancia tan sublime,
qué tristeza,
qué
tormento!
Entonces no
encuentro aposento
para
asentar mi descontento,
mi ruina,
mis intentos, mi sol de media noche,
mi luna
desayunada en cereales muertos.
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