domingo, 9 de septiembre de 2012

El lecho frío



Quizás dije de más,
tu quietud supera mi silencio
que enmudece de a poco.
Se te ve la palidez asomando lentamente
tras el velo que te cubre,
tras la vieja madera que tiende a hincharse
bajo la tierra.

Tus ojos cerrados se contentan
con mi presencia laberíntica,
te conviertes en la letra,
lo ves,
pero puede que nunca lo sientas.

Aquí abajo es húmedo,
es negro, oscuro
como un bosque sin primaveras.
Si pudiera tomar tu mano,
pero está fría, tiesa,
blanca y gris
y hasta parece que ni siquiera existiera.

Lo siento,
he dejado la cordialidad allá afuera,
no se permite, entenderás,
la palabrería embustera.
Si acaso respiraras,
si acaso lo supieras.

Se te cae la cabeza de tanto en tanto,
pero vuelvo a ponértela,
como una armadura descalcificada,
como el cuello de una muñeca plastificada,
pero ósea al fin,
tal vez sin canas.

Allí nos contemplamos,
miro hacia la nada
y me siento criminal
al invadir tu morada.

Vistes retazos de un viejo
y nuevo conjunto
que antes hubieras lucido como nadie,
tu pecho es profundo.

Vagan insectos por tu bello esplendor moribundo,
y sonrío,
pues con el tiempo he enloquecido
y esto no me causa estupor alguno.

Es irremediable contemplarte
con cierto asco perverso
y querer darte un beso imposible
por no encontrar tu piel.

Lo siento,
nuevamente me olvidé que has muerto hace tiempo
y converso como si me escucharas
recitarte mi futuro libro
a tus pies que no se mueven.
Tu lecho está inmundo.

Quizás dije de más,
me percato de tu quietud superadora,
busco una escalera y te despido,
espero te gusten las rosas.

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