Una mirada. El recuerdo invade los
años de cordura, completando el círculo vicioso de la angustia, la luna y las
maneras más vulgares de la vacía estructura.
Una mirada. Y se completan los
versos solos, con la mitad de la noche en los hombros, los ojos. Existen las
verdades y a veces, también, las poesías subliminales. Pero una mirada
compromete a los estandartes de la literatura básica. Esa mirada que se apodera
de las horas en todos los relojes existenciales.
Mientras miro al más allá en una
habitación cerrada de claustrofóbicos momentos, imagino la mirada sobre mis
textos ciegos y la venero. También la maldigo, la compongo y la arrastro hasta
la rima del ejemplo. Pero nunca la supero.
Vaga, rondando la presión en mis
manos congeladas de silencio y suspira, porque tiene boca y tiene verbo. La
mirada se comporta como el árbitro del sendero en el que caminan mis letras, a
la deriva del mundo entero.
Esa mirada, la vieja, la recordada,
la estupefacta ante los sucesos, no se escapa de mis palabras. Y yo no me
escapo de su peso. Pasan los minutos, el oscuro indicio de la noche se hace
presente en mis pies difuntos y aparece; dice de su pena en la ausencia de la
realidad. Es tan profunda como el negro de la sangre, es tan inconclusa y me
mira como esperando una reacción que no puedo darle, pues me mata con suavidad.
La mirada, esa, la constante,
dispone de mi inspiración y se complementa con la materialidad. Entonces,
cuando de mañana, y la pesadilla reconoce el final, me escabullo entre mis
sábanas de papel, y escribo del sueño que no tuve, ante los ojos cerrados de la
memoria artificial que todo lo cubre.
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