miércoles, 19 de septiembre de 2012

Cuestionable



Entiendo poco de la nada equivalente a ciertas palabras, se abrazan los complejos en el cielo celeste de la mañana, al sol tan sombrío, despejado de ilusiones pasadas.

Me compongo y se disponen las rimas, al azar, en una melodía olvidada. A lo lejos un piano, casi mudo, casi delirando en notas cuadriculadas, y redondas y ovaladas.

Supone el tiempo un descanso migratorio, un solsticio que se rompe en las manos de algún agosto.

El viento, cansado de soplar la tierra de una mesa varada frente a las ventanas sucias, disipa las dudas cayendo al compás de la melodía inmunda.

Y brota del grito una excusa, una casualidad entre tanta certeza junta, ¿qué será del día cuando la noche sucumba?

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Un largo amanecer



Desde mi eterno amanecer le escribo a las cosas indignantes, a los verbos conceptuales y a lo irónico del mensaje, cuando no hay puntos finales. Dice la leyenda inventada sobre mi almohada en desuso, que las costumbres ancladas suelen partir con un estornudo, que los cuentos se derriten como el hielo en invierno, y así como imposible, todo se concentra en un sueño. Todos dicen, claro, pero ¿qué hay de mí? No digo, ni espero, ni siquiera respondo, solo escribo, como un tormento, un buen tormento que despierta mis instintos, los más bajos, los más negros. Si algo me caracterizaba, me digo mientras me peino (poco, el tiempo es necio), era la capacidad de discernir. Pero hoy enloquezco, sanamente, claro, pero me peino. Eso debe indicar cierto desorden actitudinal, cierta destilación de trastornos, algo de ingenuidad. Aunque lo dudo. Es que la certeza se ha ido disipando con cada bocanada de este nocivo aire, con cada línea andada en los surcos de la arrogancia esbelta que hace sangrar las fosas nasales de la temporalidad. Me pregunto tantas cosas, que olvido responderlas, pues el feedback repentino no es mi mayor fuerza, ni el tardío, lo acepto. Poco soy de esa destreza. Pero miento, ¡cuánto miento! Miento casi tanto que se me escapa la verdad por los ojos, por la boca, por los pies y por las manos tercas, tercas y duras, pero ágiles también. Aquí el texto se va a la mierda generalmente. Me contengo, quisiera una lectura detenida, una sonrisa o un simple parafraseo de artista ofuscado obligado a leer sandeces de una mente irreverente. Pero qué cruel. Sí, yo. No es que esté conversando, he dicho de ello en el punto anterior, no malinterpretes por favor, tengo tanto de eso que me autoevalúo cada cinco minutos, sucios minutos, como mi cenicero, lleno de difuntos. Para volver a mi discurso, en la reivindicación de mi casi ida al carajo, remendada ahora. Pero realmente son ágiles, las manos, claro. Lo son. No lo dudes. Tampoco te esfuerces por pensarlo dos veces, es un decir narcisista que no mide los niveles de aberración. La siesta está cerca y me desvelo en la laguna de las ideas quietas. Tan quietas como mis pupilas, duras, tensas. No me rindo, lo ves, lo sé, aún esperas. Pero no te quedes en la misma cuerda floja que esta palabrería suelta. Detengo el ritmo, todo suena. Una canción, el teléfono, la puerta, el agua hirviendo, la cena recalentada, la cama que se eleva. Y digo basta, no me alcanzan las condenas. Me sobra el ingenio, tanto que me deja a la deriva de un pensamiento, un silogismo de la existencia. Leo y me lamento pero sonrío y despierto. Enciendo un cigarrillo, ahora, y en tus ojos muero.

martes, 11 de septiembre de 2012

Ecos



Una brisa ingresa lentamente, fresca brisa por cierto, por la ventana del comedor. Atrás, una cama lisa, tendida con pliegues de artista. Pero atrás.

Sobre las insignias grises de un pasado inconsciente, yace la luz casi apagada… levemente viva.

Se tuercen los cables que sostenían el tiempo y permanezco.

Un reloj casi humano me convence del momento y voy, con el aliento seco, cerrando puertas oscuras, hasta llegar al centro.

Una mesa amanece allí, como siempre, y allí en el mismo lugar, con la redundancia de un texto limpio, las sillas crueles y de madera.

La brisa es viento ya. La noche es día y la lluvia hielo. El infierno me hace compañía. Espero.

Ventana abierta aún, aunque nunca llego, no se cierra como no lo hacen mis ojos, ni un parpadeo. Espero.

Me limito a agarrar el suelo con mis uñas y su carne, para no volar con el torbellino, para no despedirme en un eco. Y espero.

Hasta ayer las pesadillas terminaban con un almuerzo inmenso en la misma mesa que se volaba pero que volvía para la hora del entierro.

Hoy ceno en el mismo suelo,
donde las marcas de mis uñas,
repitiendo:
"espero, espero".

lunes, 10 de septiembre de 2012

Era (re-edit)



Era la eternidad, me esperaba. Yo era la oscuridad, y las estrellas brillaban. Ahora soy solo las sombras, el reflejo neutro y las ansias.
Sonreía y distinguía los vidrios rotos de los sanos y así volvía a armar mi alma, que yacía en pedazos, y ella era la causa.
La plenitud de los días sucumbía ante las amenazas rendidas y las apuestas fundidas. Luego quedé con las sobras de lo que fue el temor, con el vacío llenándome los ojos, y con la contradicción de finalmente padecer.
Si fuera alguien, si alguien intentara irrumpir en su conciencia, sería yo y mis imitaciones de la ciencia, de la perfección que completa.
Y yo suponía, ¡maldita puerta!, que no se cerrara, y suponía y exponía mis razones, y luego la debacle, la situación de anterioridades. Sabía explicarme las realidades.
Después caí en el pozo de las antigüedades, donde el tiempo no existe más que como un recuerdo de grandes. Supe salir, supe irritar mis ojos con ácidas lágrimas de odio, supe corromper cada flor hermosa y cada canción triste con dejos de violencia y de instantes.
Pero no pude correr y volví al inicio de mis lealtades. La irreverencia me instó a saberme capaz de mantenerme en pie, a sus pies, al insomnio de sus noches y a cada distancia creada desde la inútil nada.
Caí nuevamente y luego volé al vicio de sus manos, compartiendo las memorias de lo poco que dejó el viento, ese viento interior. Escuchábamos los pájaros suspirar, y me oía llorar detrás de los futuros azulejos del cuarto de la muerte.
Comprendió y siguió su camino. Quizás yo no merecía su propio destino, más le interesaba saber de mi ayuda cotidiana, dentro de lo que incluía el estudio de mi mirada hasta cuando dormía. Y esperaba, aunque la paciencia nunca fue mi fuerte en instancias cercanas al miedo que me importunaba.
La suerte nunca estuvo tan lejana, tan idealizada por mi conciencia que todo se devoraba. Y no, yo no merecía ese destino que ella dibujaba. ¿Cómo podría imaginarse, estúpida soberana, que yo podría alguna vez olvidarla? ¿Cómo es que nunca veía que me ahogaba por no decir ciertas palabras? ¿Cómo nunca comprendió el valor de una sincera mirada?
Y una lágrima derramé. Nunca fue la sensiblería barata parte de mi necio parecer, nunca, y así no me dejaba, no pretendía, y simplemente observaba. ¡Qué astucia la tuya!, pensaba, ¡y  qué distante ahora esa gracia!
El silencio era la cruel daga que se incrustaba en mis entrañas, bien adentro, donde ya poco sangraba, donde el dolor se elevaba a potencias impensadas, donde el agua se hace más pesada, tan adentro y cerca, cerca de mi destrozada alma.
¡Detente ahora!, demandaba. Una sola marca en el brazo fiel del desengaño, en la espina clavada en el talón del pie solitario. ¡Detente porque la melodía se acaba, y el último paso es tuyo! Daba gracias y sangraba, pues no es fácil seguir el paso de la muerte con el aura lesionada.
Ni un millón de horas hubieran detenido el paso del invierno, ni un millón de grados centígrados, mi vida, hubieran derretido el hielo.
Aquí yace enmendada nuestra insignia de las guerras andadas. Aquí yace sepultada la esperanza nunca pretendida por las manos de la rosa ensimismada.
Supuse hacer de ésta miseria un dulce recuerdo malherido, supuse actuarte cien obras de uno y otro lado del mundo, de ese pequeño mundo que nos anclaba en la isla desolada de la cruel virtud.
Quise, ¡lo juro!, quise contar los segundos y hacer mi pesar más corto, quise suponerte viviente estatua en el parque del pueblo misterioso y valioso corazón quise descubrirte, latiendo en esferas lluviosas, mi cielo.
¡Por favor ya no lluevas, ya no te muevas del aposento que te he construido sobre mi espejo! ¡Por favor ya no lluevas, eternidad menguante, no vuelvas, no te escapes de la jaula celestial que te imaginé para que poses tus silencios en mi piel!
Es que ya ni eso te supera, es que ya el reflejo de mi rostro no es para ti suficiente, es que ya el brillo de mis ojos no es para mí valiente, es que me he destinado mal viviente para el resto de mi novela silente. Así como el fuego, silente y quemándome, en cada uno de mis vocablos astutos y difuntos.
Y en las estrellas me esperaba, sentada, cosiendo un sueño para mi calma, saciando mi sed de falsas esperanzas.
¡Mírame ahora, pensando en las sobras, destruyendo las obras, ahuyentando las moscas que se acercan a tu plato!, el plato principal de esta cena: mi corazón hueco y un par de arterias. Mi vida entera alumbrada por la poca luz de una vela, esperando la carroza que en mi puerta te dejará casi entera, lista para devorarte las sombras o lo poco que de mí aún queda. De mí las sobras, para ti las estrofas de mi completa y eterna obra, la obra de mi vida; esa que ahora, sonriendo, te devoras; esa que, entre tus dientes, se desmorona.

destiempo



Un disparo más. Yace tu alma penetrada por un acero inconcebible de tu capacidad, me digo, mientras caigo en el colchón adormecido de mi pesadilla blanca.

Sangro un lago de complacencia que moja la insistencia de mi lectura inconexa. Veo como bajan las aves a comerme la cabeza, a depositar sus crías en los restos de mi conciencia.

Pretendo una pastilla, una jeringa, y pozo sin fondo lleno de vacío, pretendo que la vida se vista de gala para la producción de estas líneas sombrías. El temor. La altura. La correspondiente representación.

Muero, y viven mis recuerdos, y recuerdo que mañana actué en el funeral literario de un verso llamado, vida, ayer.

Tómalo todo



Toma una porción de mi tiempo,
regodéate en el silencio,
y llévate mi vida luego,
hasta que sacies tu epicentro
de un ego que me sobra y que te presto.

Anda, corre a contarle al mundo que yo he muerto,
que ha nacido de mí la ironía
de una hipocresía en forma de morbo,
en el trono de la arrogancia
que nunca le falta a mi antojo.

Sé que buscabas mi corazón o mi alma,
sé que esperabas calor
y no esta pradera helada
que congela tus latidos, amor.
Pero esto soy,
y te lo entrego en un cofre marrón.

Ve, diles que te amo,
que me sobran las palabras
y que a veces me falta la voz
para gritarle al infierno maldito
que tú posees mi perversa pasión.

Muere el nombre



Más no pediría,
elocuencia mortificadora mía.
Más no podría,
imposición de impedimentos que me complica.
No.
Digo que me quedan dos carillas
en la exigencia de un texto desertor.
Vete, entonces,
y no me llames a la paz,
no me pidas que me enfoque en la incrédula realidad.
Río frente a ti,
me pican las manos, se me escapan los pies,
te pido un aumento de silencio,
pero solo puedes nunca responder.
Reflejo roto,
venideras primaveras vacías de flores llenas.
Amigo, espectro, desilusión de ejemplos.
Te cantaré una canción desde el infierno.
Adiós,
lunática existencia,
le digo al lago que me bese,
como un mito que no tiene dueño,
y me refresco en mi propia esencia,
me aman mis palabras
y así pasan los días de duelo,
cuando muere el nombre
y nace un verso.

Corazón ausente



A la luz del umbral,
al paso lento de un animal de leyes,
al costado del sol,
el mensaje subliminal.
Tu corazón.

Tu vida inmensa,
tus pacientes respuestas,
tu insistencia quieta,
y de mis latidos tu canción.
Amor, con voz propia de un temor,
amor que acosas las mañanas,
por ti el calor.

Pocos son los manifiestos
en tu nombre superpuesto
con el llamado artilugio del color.
Tu nombre, amor,
que todo lo imagina,
tu nombre y en la esquina
mi instinto cazador.

Voy, de a poco,
a gatas casi,
a darte el regalo de mi muerte,
con la sangre poseedora de tu perdón. 

Amor, que la luna no se apague a tus pies,
que sigan las estrellas titilando por tu piel,
amor de un solo cuerpo
y con alma de papel.

Te escribo mil historias
indignas de tu parecer,
te recito musa alegre
y te destrozo cuando no lo ves,
amor que mi prosa alcanza con tus besos
el glorioso anochecer del tiempo.

Amor no tengo dinero,
no tengo joyas ni anhelos,
pero muero, mientras vivo.
Te pretendo.

A la carga los versos, las rimas,
cada intento,
te busco entre mis sueños
sin poder decirte que este cielo brilla
con tu sudor complementario
cuando me amas.

Amor, así, sin artimañas,
sin armas que surquen
los confines de tu esperanza,
así desde la simpleza,
¿acaso con esto te basta?

Amor, no digas  nunca,
ni jamás,
ni un condicional de mañana,
di que hoy serás la letra amada. 

domingo, 9 de septiembre de 2012

El lecho frío



Quizás dije de más,
tu quietud supera mi silencio
que enmudece de a poco.
Se te ve la palidez asomando lentamente
tras el velo que te cubre,
tras la vieja madera que tiende a hincharse
bajo la tierra.

Tus ojos cerrados se contentan
con mi presencia laberíntica,
te conviertes en la letra,
lo ves,
pero puede que nunca lo sientas.

Aquí abajo es húmedo,
es negro, oscuro
como un bosque sin primaveras.
Si pudiera tomar tu mano,
pero está fría, tiesa,
blanca y gris
y hasta parece que ni siquiera existiera.

Lo siento,
he dejado la cordialidad allá afuera,
no se permite, entenderás,
la palabrería embustera.
Si acaso respiraras,
si acaso lo supieras.

Se te cae la cabeza de tanto en tanto,
pero vuelvo a ponértela,
como una armadura descalcificada,
como el cuello de una muñeca plastificada,
pero ósea al fin,
tal vez sin canas.

Allí nos contemplamos,
miro hacia la nada
y me siento criminal
al invadir tu morada.

Vistes retazos de un viejo
y nuevo conjunto
que antes hubieras lucido como nadie,
tu pecho es profundo.

Vagan insectos por tu bello esplendor moribundo,
y sonrío,
pues con el tiempo he enloquecido
y esto no me causa estupor alguno.

Es irremediable contemplarte
con cierto asco perverso
y querer darte un beso imposible
por no encontrar tu piel.

Lo siento,
nuevamente me olvidé que has muerto hace tiempo
y converso como si me escucharas
recitarte mi futuro libro
a tus pies que no se mueven.
Tu lecho está inmundo.

Quizás dije de más,
me percato de tu quietud superadora,
busco una escalera y te despido,
espero te gusten las rosas.

Múltiple Yo



La parte más oscura de la clara sombra incinerada.
Tus ojos.
La cara hostil desarma sangrantes estrellas acumuladas.
Mis manos.
La eternidad se concentra en la última línea blanca,
en la mesa de vidrio, en la casa dorada.
Tu boca.

La costumbre se hace agua en el placer de los tiempos,
en la mirada lasciva que subyace detrás del viento.
Mi reflejo.
Y la miel del mal
que intoxica las rosas crudas de aquel invierno.
Invierno, infierno.
Tu espejo.

La maldición hecha carne,
y hecha tierra y malos conceptos,
y mi voz.
Te llaman los astros, se retuerce el velo,
te comen los pies los recuerdos,
y te imita el mar, con olas de fuego.

Mi especie.
Nosotros, o sea yo,
te limitamos el cuerpo, te hacemos trizas, mi cielo,
te devoramos el cerebro o corazón
o el dedo índice de la discordia,
amor.

Y tu grito mudo
y tu ciego mundo
y tu laguna esbelta
que se opone a la nuestra.

Yo.
No tengo armas,
tengo letra, tengo rima, tengo esencia,
tengo muerte que la vida deja
y tengo un remedio para tus quejas.

Nosotros,
el único nudo de la soga tiesa
que te corta el cuello
y te devuelve con la piel ilesa. 

viernes, 7 de septiembre de 2012

Perversión



Sueltan las rimas
una ironía de acero
que sumerge a las líneas
en el fondo de un basurero.

Pueden los libros decirte,
dicen los que nunca han sabido,
cómo reconocer al instinto
de un autor llamado infinito.

Pero ¿cómo pensar en exilios
y despedazar al ejemplo maldito
sin las pistas impostoras
de un suplente anticipo?

Busco, indudablemente,
las ansias del artista,
la luz de un mediodía anticipado,
la oscuridad de una noche malabarista.

Busco complejizar un concepto banal,
desparramarlo en el suelo
y ausentarme del recinto
por una necesidad carnal.

Busco que se crea en el pretérito indefinido
de la realidad,
contemplando desde lejos
cómo mueren los demás.

Juguete de trapo



Te pesan las manos,
animal de trapo
que creo con mis ojos,
te sobran los años,
y te arrugan la frente
tus costuras de lado.

Te buscan, llamando.
Te llaman cuando caigo
y vuelas como ave
y algo extraño,
al ocaso transparente,
de tu rincón helado.

Me alcanzan pocas estrofas
para arruinarte el pasado,
para saberte en las sobras,
husmeando los costados.
Y ansiosos los lobos,
hoy tus sueños devorando.

Se te cae el cabello,
te pareces al lago
mojando desconciertos
y al furioso amanecer de los tormentos.
Se te cae el cabello
y te sobran los ancestros.

Cada seis versos te apago,
te revivo luego
y te vas acostumbrando.
Locura de fallos, ya ves,
revisión obsecuente
de un lejano escándalo.

jueves, 6 de septiembre de 2012

La mirada



Una mirada. El recuerdo invade los años de cordura, completando el círculo vicioso de la angustia, la luna y las maneras más vulgares de la vacía estructura.

Una mirada. Y se completan los versos solos, con la mitad de la noche en los hombros, los ojos. Existen las verdades y a veces, también, las poesías subliminales. Pero una mirada compromete a los estandartes de la literatura básica. Esa mirada que se apodera de las horas en todos los relojes existenciales.

Mientras miro al más allá en una habitación cerrada de claustrofóbicos momentos, imagino la mirada sobre mis textos ciegos y la venero. También la maldigo, la compongo y la arrastro hasta la rima del ejemplo. Pero nunca la supero.

Vaga, rondando la presión en mis manos congeladas de silencio y suspira, porque tiene boca y tiene verbo. La mirada se comporta como el árbitro del sendero en el que caminan mis letras, a la deriva del mundo entero.

Esa mirada, la vieja, la recordada, la estupefacta ante los sucesos, no se escapa de mis palabras. Y yo no me escapo de su peso. Pasan los minutos, el oscuro indicio de la noche se hace presente en mis pies difuntos y aparece; dice de su pena en la ausencia de la realidad. Es tan profunda como el negro de la sangre, es tan inconclusa y me mira como esperando una reacción que no puedo darle, pues me mata con suavidad.

La mirada, esa, la constante, dispone de mi inspiración y se complementa con la materialidad. Entonces, cuando de mañana, y la pesadilla reconoce el final, me escabullo entre mis sábanas de papel, y escribo del sueño que no tuve, ante los ojos cerrados de la memoria artificial que todo lo cubre.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Amanecer



Escribo, hoy, desde el ruidoso silencio, con el grito mudo de la mañana, en la insistencia de un atrasado anochecer. Me lleva el instinto, me inunda de agonía, me inspira con letras posesivas y misteriosas, me sube a lo más bajo del ser, me incomoda, me supera y lejos es donde me lleva, arrastrándome de las ojeras. 

Escribo desde la inconsistencia de las letras quietas, desde el complemento ahorcado de una estrofa esbelta. Escribo con las manos, con los pies y con las palabras muertas; deshaciendo los poemas, revisando los viejos y estancados esquemas. 

Pienso, mientras despierto del letargo del insomnio, en cada verso atorado en la garganta seca, en la tinta coagulada de la lapicera que ya no sangra, no supura, no se vierte en la carpeta imaginaria de mi impaciencia. 

Hay, en el aire, un nocivo y desahuciado suspiro constante, un leve latido que apenas se oye y un zumbido inexacto en el oído embellecedor del sentimiento. Hay, en el tiempo, un tic tac de manuscritos que se evaden del contexto. Pero hay, también, si es que no puedo mentir, un poquito de verdad. 

Maldigo, en horas como ésta, la eficacia del café, la maldad de la brisa helada y la permanencia del ser. Las partes forman un todo que no puedo describir con simples rimas, mientras el coro de retazos de algodón no puede con las heridas. Esta incapacidad consentida se acumula en los hombros de la poesía, derrumbando al cuerpo, condenándolo a la postura más sombría. 

De los monólogos respiro, la cordura se escapa en las segundas personas, si es que no cito. Así es como te vas, parte de mi mente, me dejas a la deriva de la realidad. Sí, escribo de rodillas, mirando al más allá. Pinto de negro las rojas rosas del sendero por el que no camino, y escribo (ya lo he dicho) con un poco de sentido y algo de complicidad. 

Ha pasado el minuto incómodo de la inmovilidad, he mirado hacia el principio sin percatarme de la falta de un final. Así es como, en consecuencia, nunca se termina el escrito, en lo estricto de la literalidad. Es así como pasan, por debajo del puente, las prosas más viles de la inmoralidad, es así como someto a mi artista interno a la irresponsabilidad. 

Escribo, hoy, desde el ruidoso silencio de una mente sin descansar.

domingo, 2 de septiembre de 2012

lejanos versos



En versos claros, lejos. La impaciencia, el autocontrol, la devastación del ego, y la cumbre a lo más alto del tiempo.
Crudas espadas clavadas en el corazón ciego, burdas carcajadas que invaden la noche del ejemplo.
Antes de improvisar, considero. Me siento en el límite y observo.
Te vas, porque se van las estaciones y permanece el silencio. Te vas. Y me voy con mi libro viejo.
Aquí, en el limbo astral del pensamiento, permanezco.
Una y otra vez dije “no quiero” y quise tantas veces, cuando azul el cielo. Pero gris, gris tú, tu mirada, tus hemisferios.
Y yo, contando el cuento que no tiene final, que nunca leo.
Pocos son los latidos que le restan al goteo, sangre lisa y transparente, sangre que ya no bebo.
Pero tú, que te vas con los días, con las horas, con los minutos, tu no entiendes la luna, tú convives con los otros.
Mírame, yo soy la luz que se apaga. Yo y el otro yo, y el súper yo y el ello.
Y tú, que me miras porque te lo pido, pero se desdibujan tus aullidos de placer cuando te escribo.
Tú, cómplice del espejo en el que me miro por no mirarte, mientras dices no mirarme y me miras, en versos claros, desde lejos.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El misterio



¡Qué encantador el misterio!
Lleno de hojas blancas de líneas,
pero negras de pensamientos.
¡Y qué simple!

La locura invade el cuerpo gris de la derrota,
lo quema, lo entierra,
y luego éste brota como incansable,
como interminable.

El cuerpo sometido al límite del tiempo.
Y el tiempo,
tan leve, tan suave,
tan gratificante y a la vez tan tirano,
etéreo.

La cumbre del placer se alcanza con el fuego,
con el dolor irremediable,
con el desenfreno.
Pero también con la paz, la espera,
la virtud del egoísmo y la compartida esfera del reloj
y sus agujas traicioneras.

Hoy me invade la perfección reprimida
de lo imperfecto de las letras.
Hoy, palabra audaz y cordial,
palabra que también se pierde en el laberinto de los días,
entre ayer y mañana,
entre el amanecer y la noche adormecida.

“¡Ay de mí!” diría,
si sólo pudiera pertenecerme.
Y se esclavizan los sentidos al mago azul de las máscaras,
el texto.
Ese devastador instrumento que me compone en finos versos,
en toscas prosas y en discursos necios.

¡Qué cruel, qué mal actor, qué cuerdo espectro!
“¡Vete de mí!”,
pero no me escucho ni me leo.

¡Qué suerte innata,
qué vomitivo estruendo placentero,
qué sustancia tan sublime,
qué tristeza,
qué tormento!

Entonces no encuentro aposento
para asentar mi descontento,
mi ruina, mis intentos, mi sol de media noche,
mi luna desayunada en cereales muertos.