lunes, 17 de diciembre de 2012

El nudo



Gira en torno al cuello neutral una soga oblicua que se desgasta con el peso del cuerpo muerto. Una mano arremete contra la intempestiva fuerza de un nudo gris. La vida se escuda del llanto, la tarde de la mañana, la noche se incendia en cantos, cantos que sucumben luego, en la madrugada. Se lucen aquellos esclavos que vieron venir el final, se ríen del más sensato que ya no puede olvidar. La muerte se avecina, se esconde tras los cadáveres exquisitos de la poesía animal. Y ellos, esos ciegos del tiempo, se mecen a la altura de la aguja más baja, cuando la hora se acerca, cuando ha pasado el final. El viento era aquello que volaba techos en un pasado, hoy es la caricia que se acerca al brazo apoyado en el sillón ecléctico de la mirada. Pero nadie ve, nadie sabe a dónde disparar esa bala de plomo que reposa sobre el arma más negra de la consciencia subliminal. Dicen del suicidio que ha sido el hazmerreír de todos los astutos, dicen haber burlado al destino con una pastilla menos en el coctel de la locura. Las maldiciones abundan en el rincón putrefacto, cerca del cuerpo ahorcado del que se ha hablado previamente. Todos comían allí, hasta los más débiles de esfínter, hasta los más cautelosos de la justicia. Todos se bañaban en el lodo que ni los cerdos querían rozar, que ni los hongos quisieron usurpar. La luna, casi tan arrepentida como aquella estrella fugaz que solo se limitó a caer, lloraba desnaturalizada de todo parecer altruista y de la pequeña raza humana. Dicen que la pobreza de mente se compara con un apocalíptico sueño en el que no existen los inodoros, ni el papel, ni la sustancia que irradia un perfume sanitario. Pero esos que dicen, luego se van al campo de las directivas azules y derrumban los árboles con ideas cagadas en una suerte de forma circular. Hube escrito alguna vez una oda al silencio, pero preferí callarme al terminarla sin poder compartir siquiera un tercio de esperanza para los gritos ensordecedores de las demoras inventadas. La costumbre, la costumbre se acomoda a la forma plana de mis pies tallados dentro de un calzado harapiento y desmoralizado, la costumbre se hace a la mar y pisa una isla y vomita la tierra y luego respira, vuelve a comer lo expedido y se retuerce finalmente en el fondo de lo que supuso, previamente, un río. La costumbre me insignifica el cuerpo, la costumbre me come el cerebro, la costumbre de esperar también es el castigo incierto a la razón que ríe del sueño, y a la verdad que nace de las palabras echadas al viento; sí, ese mismo viento que ya no vuela los techos pero que acaricia el brazo posado en el sillón catastrófico y ecléctico. Entonces la soga finalmente se corta, la mano se vence y el nudo afloja sus coordenadas, pero es tarde ya, el cuerpo cae desnucado en el medio de la nada, y me pregunto, ¿será que no lo han escuchado? Para ese entonces yo me había levantado de suelo, me había limpiado la cara, me había peinado de nuevo, y volvía lentamente con la soga en mi mano dolida, y con el intelecto intacto, pero enfermo.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Los ojos limpios



Los ojos limpios se regocijan de tempestades, limpios como cristales enlatados en cautela resistente, limpios como la redes de un suspiro inconsistente. Los ojos limpios se componen de presentes, obviando futuros, rememorando fuentes. Limpios como respaldo de hipocresía, limpios como la oscuridad de la poesía. Resplandecientes recuperan su tono habitual, condecorando con guirnaldas de ocio las costumbres correctivas de su mirar. Los ojos limpios destruyen a su paso la conexión que existe entre uno y otro vaso. Los ojos limpios y ambiguos tal vez se propusieron la pulcritud alguna vez, quizás se derramaron en vidas anteriores, observando cómo reponerse de los aguaceros traidores. Los ojos limpios destilan veneno por el verde prado, abriendo el sendero. Y van, como nubes por el occidente, como torbellinos por el oriente, como chaparrones incesantes por el medio oblicuo de un cuerpo celeste. Van, como la limpieza esbelta que consume siluetas en la soledad; van, como la fisura de un tabique arremangado en la sustancia corrosiva de una línea más. Los ojos limpios no hacen más que respirar, que comer, que palpitar, como la incoherencia que se lleva las letras a la mierda y también un poco más allá. Van, los fieles crudos, con la leve impresión de observar, pero sin ver; prácticamente se escapan de la realidad. Los ojos limpios también se ensucian con tanta ilegalidad que, finalmente, llegan a la blancura total de la necedad. Los ojos limpios, prometo, no serán para guardar, no cortarán con la cordura, no serán para cuidar, no iniciarán ninguna fuga, no serán para inspirar. Los ojos limpios simplemente denotan pasividad, intransigencia, demoras y una gran capacidad para disuadir a los otros, a los ojos de verdad.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Ver pasar



Allí pasan las noches, frente a mis ojos quietos y expectantes. Pasan intranquilas, desinteresadamente; pasan los días, también, y las tardes. Las horas permanecen, como mi reflejo en el espejo, adelante.
De mí supongo tantas vacías copas de un vino ensangrentado con algún corte irrespetuoso del camino andado. De mí supongo tantos cuentos narrados en la inexistencia predilecta de algún sueño nunca antes soñado. También el café y el espasmo irreverente de los nervios atragantados supuran de inocencia, lloran a mi lado. Me contenta el día llegando a mis pies que no han dormido o a las manos del olvido. A veces pienso que es lo mismo, a veces ni pienso siquiera, a veces dudo si existo.
Digo que la vida se complace con la ironía con que la percibo. Triste y solitaria, y sonriente al mismo tiempo, como anticipándose al destino; como invitándome al abismo en el que poseo las mejores vistas al vacío. Pero no me despido, nunca digo adiós pues tal acción retuerce mis principios, aquellos del final, justo al medio del año entrante y el pasado en regocijo.
Plantaría evidencias altruistas en el fondo de un corazón de artista que se encoge con el paso de las rimas automatizadas de una prosa mal escrita. “Bravo”, dicen las malas lenguas formuladoras de teorías de mierda y alguna que otra porquería. Vocabulario de masas y de amuletos perdidos, como la pata de una rana almorzada por un herido consejo bien aprehendido.
Me limito al cigarrillo que se consume como el suspiro alado de la ignorancia y el sentido. Me limito al cruento desafío de escribir un poco menos de lo que realmente respiro.
La sesión no terminaba, el inmóvil cuerpo apaciguaba la palabrería disuelta en un vaso transparente lleno de agua, como una aspirina acogedora debajo del sendero de la cama, antes de adormecer la sinopsis furtiva de un film de culto. Nunca terminaba, nunca mis manos sudaban, pero tampoco iniciaba. La pesadilla se extendía sobre el diván al que mi figura se acomodaba, impecable y sutilmente, sin derramar la existencia por el bolsillo roto del pantalón. El cadáver yacía, tieso y suave, mientras la libreta se llenaba de las mismas falacias anticipadas como rimas en las líneas derivadas del pensamiento posterior que nunca se formulaba. Yo, que de la nada me extravío en las constantes carcajadas, lo veía todo desde adentro pero con la mirada perdida en el contexto socio-histórico de mi desprendida e idealizada narración.
Y vuelvo, siempre vuelven las constantes lógicas, siempre el silogismo se plantea sobre cuestiones paradójicas de una costumbre asentada en la palabra y el poder. Y lo lamento, nuevamente, como se lamentan las flores cuando el invierno les cae encima, sin previo aviso. Los rituales de la cordura son nocivos para mi espíritu, ese mismo que asimila la productividad como una esponja en agua hervida. Escribir es una droga de la que no hay vuelta y me inyecto fuertemente las palabras con una jeringa usada, usada mil veces por la misma basura que se llama prescripción abstracta.
Puedo observarme muriendo lentamente mientras revivo, mientras conspiro contra la próxima poesía que nazca de esta conjunción asexuada de posibles libros. Mis rodillas se amarran a la posibilidad de unirse en obsecuentes ladrillos, y así camino, con la frente en alto, por el pasillo del castillo amado, en el que dejo cada uno de mis instintos, mientras me lanzo por el balcón del patio vecino. Pero ¡cuánto amo el resentimiento asesino! Yo y mi reflejo, son tantos los versos escondidos en el reflejo acumulado de millones de ojos que no son los míos. Percibo, derribo, ansío, vomito, escupo y escribo. Vivo del mundo que vive de los míos; del real, del soñado, del imaginario y del preferido. Vivo y mueren los paisajes que ya no he vuelto a ver, pues he perdido los recuerdos, y no recuerdo ya el camino.
La melodía, belleza que mis oídos ensordece, carcome cada espacio lleno de sentido. El objeto gris se posa sobre el colorido banderín que llevo en el medio del portafolio sobrio, consecuente con mis lentes y aparentemente ejecutivo. Camino con rocas en los hombros, con los ojos dormidos, con la piel opaca de estrellas, con el aura desmembrada de tantas persecuciones en vela.
La verdad de un cuerpo se complace con la despedida de todo lo ajeno, con el peso arremangado en la cama solitaria pero llena de fantasías que, al salir a la luz, se persignan en una iglesia bañada de mierda, como todas aquellas que se limitan a un libro desvirtuado de la realidad. Así, mis libros que no existen aún, se componen como odas a la contra y al misterio de la ciencia enamorada de mí. Más no sé decir, digo, y repito como un fetiche perverso, como un eco que vislumbra el remordimiento y la pasión anudada del sueño ensimismado y el amor al cerebro que lo piensa sin escándalo, allá donde los versos se hacen atajos al medio de otra alma partida al medio que beso sin reclamos.
Podría cautivar a los lectores, podría desmembrarlos, podría remontarme al principio del texto y enceguecer cada lapsus interpretado. Pero permanezco, me mantengo al costado de la inocencia y cometo el delito con un sicario. Amontono cada resultado, luego, bajo la almohada de algodón prensado y duermo sobre las vidas que he tomado. Dormir es siempre el castigo y el rechazo al poder asombrado de la naturaleza que se posa cada noche en el tejado del insomnio cansado. Mi prisión y mi resguardo.
La marioneta también sangra, las balas también matan al fantasma de la virtud que espera, a la deriva del tiempo y, ciertamente, también lloran mis ojos al observar nada más que encuentros furtivos y acelerados con el calor de la oscuridad. Ansío, como cada punto su gravedad cero, un poco de silencio y más ruido pendenciero que me rompa los latidos y los aniquile antes de caer al suelo. Todo lo quiero y lo poseo, pero no me alcanzan los dedos y me sobra la quietud de cada estrofa que no empiezo porque empecé con un gran cuento que no sé terminar. Me detengo, bebo un trago de este jugo negro y caliente y me resisto, más no puedo y continúo con el cruel flagelo. Lejos del futuro, olvidando el pasado y admitiendo un presente catastrófico y hermoso, como un barco que se hunde en un río de chocolate, bien profundo. ¡Qué paralelismo tan boludo! Pero cuidado, no así inoportuno.
El insípido antropocentrismo me habla en francés, contesto con un tartamudeo propio de un ser que se admite ateo del sentido maléfico de cualquier dios. Mi universo gira alrededor de la palabra, de la lengua, de la virtuosa apariencia que hace a la diferencia entre un ser y el resto de la incoherente masa presuntuosa, religiosa y desdichada. La madera en forma de cruz se hunde en el pantano de la adversidad que se ha causado a si misma por mentirle a la humanidad. Yo vivo, no pretendo caer con cada uno de sus pecados escritos en una piedra intoxicada de viejos ritos. Yo vivo, desde la realidad a la que pertenezco y de la que respiro. Y escribo, afortunadamente, lo admito, escribo porque desentierro el pensamiento acostumbrado a cubrirse del frío.
A punto de culminar es que me observo una vez más, esta vez desde adentro, y me pregunto si realmente espero o es que me gusta ver pasar el tiempo frente a mis versos mudos de silencio. Me pregunto tantas cosas que finalmente no contesto por el miedo que me causa encontrarle sentido a cada texto. La maldición se convierte en un laberinto acostumbrado al éxito inédito que yace a lo lejos, donde casi no existo, donde ya no veo más que interminables escaleras elevadas más allá de la percepción de un olvidado horizonte. Y al fin me leo y desvanezco en el mismo lugar donde pasan las noches, frente a mis ojos quietos y expectantes mientras pasan los días, también, y las tardes.

lunes, 29 de octubre de 2012

Infinita agonía



¡Ay de la insistencia!
Demencial compañera de las horas,
pero desleal ante la obras.

Espina azul del desengaño,
tus empleos del verbo me aconsejan
dejarte guiar mis rimas,
y te haces de mi arte tu comida.

Me quitas las sombras
y te saboreas en mi literaria agonía.
Mis pasos se mueven
al ritmo de la prudencia,
a la luz de una vela.

Esta negra noche es mi reina.
Así plasmo lo nulo de mi experiencia.
Esta es la muerte y la belleza.

Un verde té sacia mi sed intrépida,
su amargo sabor me ciega.
“Pobre de ti” dicen las letras
y pobre de mí,
esta es la adicción más turbulenta.

A tu lado ¡Oh, poesía inquieta!,
me derrito como cera,
suspiro una estrofa,
y cada trago me quema.

Tu absolutismo me esclaviza.
Tu poderío arraigado a mi alma
me confina al fondo de mi celda
artificialmente narrada.

Puedo admitir mi demora,
soy de la canción escolta
y madre e hija del libro.
Soy la escoria
y el lecho del fugaz placer al que aniquilo.

Pídeme de ti y te daré hasta el fin,
Te crearé, si así deseas,
un final feliz.

¡Ay, pero te amo!
Este odio me supura por los ojos,
más amo someterme, bestia, a ti;
a tu mandato hipócrita y egoísta.

Soy tu fiel sirviente,
tu marioneta trágica,
tu artista.

Fumo de tu droga el humo,
sumo a mis andanzas el tumulto
y el eco de tu esbelto anochecer
sobre mi lejana aurora.

Y cuando ya me tienes de sobra
te haces reflejo en mis obras
confinándolas a tu infierno crítico.

Mi castigo es no morir,
bailan en mis manos tus sueños,
cantas al aire lo incierto
y yo me limito a escribir.

Pero pronto habrás de saberme
enemiga de tu repetición.
Pronto, inmunda musa omnisciente,
sabrás de mi conmoción.

A ti te lloro y te aplaudo,
a ti mi reivindicación,
a ti estas putas letras
que se asemejan a un ataúd.

Te entierro en mis venas
como heroína de salvación,
te vierto en mi sangre tiesa,
mientras te cortas la lengua
en un abecedario burlón.

¡Ay, si pudiera asirte,
amarrarte a mi piel,
y amarte con cuerpo y tierra!

Si solo pudiera, poesía,
hundirte en el éxtasis de estas manos
manchadas con tinta,
y derramar mi arte en tus campos
de flores marchitas.

Sería infeliz por humanizarte
pero me contentaría que sintieras
el placer de un cuerpo en tus líneas.

Un dolor eterno me invade,
colmas de melancolía esta madrugada nunca mía,
me cubres de sombras la luna
y delatas a mis latidos con tu furia.

¡Cómo te divierto, maldita!
Te haces de mi insomnio una parodia infinita
con el modo original que nunca oí.

Recitadora de las nubes,
odiosa amante de las voces lúgubres,
ven a tenderle una mano a mi quietud,
ven a avergonzarme una vez más con tu golpe bajo,
ven a devorarte mi juventud.

¡Ah, tú todo lo tienes!
Las campanas, los prados, las estrellas
y la luz que me falta.

Todo lo posees, avara
y ni un manto me prestas.
Solo me das inviernos de frío y arena.

Mis ojos te detestan,
mi olfato de asemeja a la mismísima mierda,
pero mi corazón suicida te anhela.

¡Oh, reina de mi mesa,
bésame la frente,
que yo te doy hasta mis piernas!
 
Este suelo me eleva,
me lleva hasta la pregunta predilecta de la tristeza:
¿Seré solo la imaginación de algún poeta?

¡Ay de la insistencia!
Siempre me encierra
en este oscuro laberinto sin respuestas.

miércoles, 3 de octubre de 2012

For the dead

Y entonces yo,
como un ave en el cielo gris,
evitando el sol de un atardecer inquieto.
Y tú.
Tu espectro revolotea en las alturas de una cuesta
que se tuerce hacia arriba.

Nos miramos como pretendiendo el tiempo y la muerte,
como ansiando la hipotética marcha atrás del silencio.
Pero siempre me despierto
y tú mueres en la oscuridad contigua,
donde existe el alma,
donde aún la vida.

No me place tu impaciencia, rosa marchita y vieja, no.
Ya no me envuelven las sábanas de las mañanas
y el frío recorre malviviente toda mi espalda plana,
y mirando yo hacia el verso que todo engaña.
Y te encegueces tú,
en ese infierno que llamas eternidad.

Mis pies se hacen al agua como barcos que buscan la fuga del mar,
mis manos se hacen al fuego
y duermo en el insomnio opiáceo de una noche triste.
Maldicen las estrellas al sol de las mil caras
y tú, la galaxia más necia, ríes a carcajadas.

Y entonces yo,
como si me hubieran nacido alas en las entrañas putrefactas
y tú, como imitándome en estas líneas llanas,
te despiertas del letargo infinito y me buscas allí,
donde sólo existen mis palabras.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Cuestionable



Entiendo poco de la nada equivalente a ciertas palabras, se abrazan los complejos en el cielo celeste de la mañana, al sol tan sombrío, despejado de ilusiones pasadas.

Me compongo y se disponen las rimas, al azar, en una melodía olvidada. A lo lejos un piano, casi mudo, casi delirando en notas cuadriculadas, y redondas y ovaladas.

Supone el tiempo un descanso migratorio, un solsticio que se rompe en las manos de algún agosto.

El viento, cansado de soplar la tierra de una mesa varada frente a las ventanas sucias, disipa las dudas cayendo al compás de la melodía inmunda.

Y brota del grito una excusa, una casualidad entre tanta certeza junta, ¿qué será del día cuando la noche sucumba?

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Un largo amanecer



Desde mi eterno amanecer le escribo a las cosas indignantes, a los verbos conceptuales y a lo irónico del mensaje, cuando no hay puntos finales. Dice la leyenda inventada sobre mi almohada en desuso, que las costumbres ancladas suelen partir con un estornudo, que los cuentos se derriten como el hielo en invierno, y así como imposible, todo se concentra en un sueño. Todos dicen, claro, pero ¿qué hay de mí? No digo, ni espero, ni siquiera respondo, solo escribo, como un tormento, un buen tormento que despierta mis instintos, los más bajos, los más negros. Si algo me caracterizaba, me digo mientras me peino (poco, el tiempo es necio), era la capacidad de discernir. Pero hoy enloquezco, sanamente, claro, pero me peino. Eso debe indicar cierto desorden actitudinal, cierta destilación de trastornos, algo de ingenuidad. Aunque lo dudo. Es que la certeza se ha ido disipando con cada bocanada de este nocivo aire, con cada línea andada en los surcos de la arrogancia esbelta que hace sangrar las fosas nasales de la temporalidad. Me pregunto tantas cosas, que olvido responderlas, pues el feedback repentino no es mi mayor fuerza, ni el tardío, lo acepto. Poco soy de esa destreza. Pero miento, ¡cuánto miento! Miento casi tanto que se me escapa la verdad por los ojos, por la boca, por los pies y por las manos tercas, tercas y duras, pero ágiles también. Aquí el texto se va a la mierda generalmente. Me contengo, quisiera una lectura detenida, una sonrisa o un simple parafraseo de artista ofuscado obligado a leer sandeces de una mente irreverente. Pero qué cruel. Sí, yo. No es que esté conversando, he dicho de ello en el punto anterior, no malinterpretes por favor, tengo tanto de eso que me autoevalúo cada cinco minutos, sucios minutos, como mi cenicero, lleno de difuntos. Para volver a mi discurso, en la reivindicación de mi casi ida al carajo, remendada ahora. Pero realmente son ágiles, las manos, claro. Lo son. No lo dudes. Tampoco te esfuerces por pensarlo dos veces, es un decir narcisista que no mide los niveles de aberración. La siesta está cerca y me desvelo en la laguna de las ideas quietas. Tan quietas como mis pupilas, duras, tensas. No me rindo, lo ves, lo sé, aún esperas. Pero no te quedes en la misma cuerda floja que esta palabrería suelta. Detengo el ritmo, todo suena. Una canción, el teléfono, la puerta, el agua hirviendo, la cena recalentada, la cama que se eleva. Y digo basta, no me alcanzan las condenas. Me sobra el ingenio, tanto que me deja a la deriva de un pensamiento, un silogismo de la existencia. Leo y me lamento pero sonrío y despierto. Enciendo un cigarrillo, ahora, y en tus ojos muero.

martes, 11 de septiembre de 2012

Ecos



Una brisa ingresa lentamente, fresca brisa por cierto, por la ventana del comedor. Atrás, una cama lisa, tendida con pliegues de artista. Pero atrás.

Sobre las insignias grises de un pasado inconsciente, yace la luz casi apagada… levemente viva.

Se tuercen los cables que sostenían el tiempo y permanezco.

Un reloj casi humano me convence del momento y voy, con el aliento seco, cerrando puertas oscuras, hasta llegar al centro.

Una mesa amanece allí, como siempre, y allí en el mismo lugar, con la redundancia de un texto limpio, las sillas crueles y de madera.

La brisa es viento ya. La noche es día y la lluvia hielo. El infierno me hace compañía. Espero.

Ventana abierta aún, aunque nunca llego, no se cierra como no lo hacen mis ojos, ni un parpadeo. Espero.

Me limito a agarrar el suelo con mis uñas y su carne, para no volar con el torbellino, para no despedirme en un eco. Y espero.

Hasta ayer las pesadillas terminaban con un almuerzo inmenso en la misma mesa que se volaba pero que volvía para la hora del entierro.

Hoy ceno en el mismo suelo,
donde las marcas de mis uñas,
repitiendo:
"espero, espero".

lunes, 10 de septiembre de 2012

Era (re-edit)



Era la eternidad, me esperaba. Yo era la oscuridad, y las estrellas brillaban. Ahora soy solo las sombras, el reflejo neutro y las ansias.
Sonreía y distinguía los vidrios rotos de los sanos y así volvía a armar mi alma, que yacía en pedazos, y ella era la causa.
La plenitud de los días sucumbía ante las amenazas rendidas y las apuestas fundidas. Luego quedé con las sobras de lo que fue el temor, con el vacío llenándome los ojos, y con la contradicción de finalmente padecer.
Si fuera alguien, si alguien intentara irrumpir en su conciencia, sería yo y mis imitaciones de la ciencia, de la perfección que completa.
Y yo suponía, ¡maldita puerta!, que no se cerrara, y suponía y exponía mis razones, y luego la debacle, la situación de anterioridades. Sabía explicarme las realidades.
Después caí en el pozo de las antigüedades, donde el tiempo no existe más que como un recuerdo de grandes. Supe salir, supe irritar mis ojos con ácidas lágrimas de odio, supe corromper cada flor hermosa y cada canción triste con dejos de violencia y de instantes.
Pero no pude correr y volví al inicio de mis lealtades. La irreverencia me instó a saberme capaz de mantenerme en pie, a sus pies, al insomnio de sus noches y a cada distancia creada desde la inútil nada.
Caí nuevamente y luego volé al vicio de sus manos, compartiendo las memorias de lo poco que dejó el viento, ese viento interior. Escuchábamos los pájaros suspirar, y me oía llorar detrás de los futuros azulejos del cuarto de la muerte.
Comprendió y siguió su camino. Quizás yo no merecía su propio destino, más le interesaba saber de mi ayuda cotidiana, dentro de lo que incluía el estudio de mi mirada hasta cuando dormía. Y esperaba, aunque la paciencia nunca fue mi fuerte en instancias cercanas al miedo que me importunaba.
La suerte nunca estuvo tan lejana, tan idealizada por mi conciencia que todo se devoraba. Y no, yo no merecía ese destino que ella dibujaba. ¿Cómo podría imaginarse, estúpida soberana, que yo podría alguna vez olvidarla? ¿Cómo es que nunca veía que me ahogaba por no decir ciertas palabras? ¿Cómo nunca comprendió el valor de una sincera mirada?
Y una lágrima derramé. Nunca fue la sensiblería barata parte de mi necio parecer, nunca, y así no me dejaba, no pretendía, y simplemente observaba. ¡Qué astucia la tuya!, pensaba, ¡y  qué distante ahora esa gracia!
El silencio era la cruel daga que se incrustaba en mis entrañas, bien adentro, donde ya poco sangraba, donde el dolor se elevaba a potencias impensadas, donde el agua se hace más pesada, tan adentro y cerca, cerca de mi destrozada alma.
¡Detente ahora!, demandaba. Una sola marca en el brazo fiel del desengaño, en la espina clavada en el talón del pie solitario. ¡Detente porque la melodía se acaba, y el último paso es tuyo! Daba gracias y sangraba, pues no es fácil seguir el paso de la muerte con el aura lesionada.
Ni un millón de horas hubieran detenido el paso del invierno, ni un millón de grados centígrados, mi vida, hubieran derretido el hielo.
Aquí yace enmendada nuestra insignia de las guerras andadas. Aquí yace sepultada la esperanza nunca pretendida por las manos de la rosa ensimismada.
Supuse hacer de ésta miseria un dulce recuerdo malherido, supuse actuarte cien obras de uno y otro lado del mundo, de ese pequeño mundo que nos anclaba en la isla desolada de la cruel virtud.
Quise, ¡lo juro!, quise contar los segundos y hacer mi pesar más corto, quise suponerte viviente estatua en el parque del pueblo misterioso y valioso corazón quise descubrirte, latiendo en esferas lluviosas, mi cielo.
¡Por favor ya no lluevas, ya no te muevas del aposento que te he construido sobre mi espejo! ¡Por favor ya no lluevas, eternidad menguante, no vuelvas, no te escapes de la jaula celestial que te imaginé para que poses tus silencios en mi piel!
Es que ya ni eso te supera, es que ya el reflejo de mi rostro no es para ti suficiente, es que ya el brillo de mis ojos no es para mí valiente, es que me he destinado mal viviente para el resto de mi novela silente. Así como el fuego, silente y quemándome, en cada uno de mis vocablos astutos y difuntos.
Y en las estrellas me esperaba, sentada, cosiendo un sueño para mi calma, saciando mi sed de falsas esperanzas.
¡Mírame ahora, pensando en las sobras, destruyendo las obras, ahuyentando las moscas que se acercan a tu plato!, el plato principal de esta cena: mi corazón hueco y un par de arterias. Mi vida entera alumbrada por la poca luz de una vela, esperando la carroza que en mi puerta te dejará casi entera, lista para devorarte las sombras o lo poco que de mí aún queda. De mí las sobras, para ti las estrofas de mi completa y eterna obra, la obra de mi vida; esa que ahora, sonriendo, te devoras; esa que, entre tus dientes, se desmorona.

destiempo



Un disparo más. Yace tu alma penetrada por un acero inconcebible de tu capacidad, me digo, mientras caigo en el colchón adormecido de mi pesadilla blanca.

Sangro un lago de complacencia que moja la insistencia de mi lectura inconexa. Veo como bajan las aves a comerme la cabeza, a depositar sus crías en los restos de mi conciencia.

Pretendo una pastilla, una jeringa, y pozo sin fondo lleno de vacío, pretendo que la vida se vista de gala para la producción de estas líneas sombrías. El temor. La altura. La correspondiente representación.

Muero, y viven mis recuerdos, y recuerdo que mañana actué en el funeral literario de un verso llamado, vida, ayer.

Tómalo todo



Toma una porción de mi tiempo,
regodéate en el silencio,
y llévate mi vida luego,
hasta que sacies tu epicentro
de un ego que me sobra y que te presto.

Anda, corre a contarle al mundo que yo he muerto,
que ha nacido de mí la ironía
de una hipocresía en forma de morbo,
en el trono de la arrogancia
que nunca le falta a mi antojo.

Sé que buscabas mi corazón o mi alma,
sé que esperabas calor
y no esta pradera helada
que congela tus latidos, amor.
Pero esto soy,
y te lo entrego en un cofre marrón.

Ve, diles que te amo,
que me sobran las palabras
y que a veces me falta la voz
para gritarle al infierno maldito
que tú posees mi perversa pasión.

Muere el nombre



Más no pediría,
elocuencia mortificadora mía.
Más no podría,
imposición de impedimentos que me complica.
No.
Digo que me quedan dos carillas
en la exigencia de un texto desertor.
Vete, entonces,
y no me llames a la paz,
no me pidas que me enfoque en la incrédula realidad.
Río frente a ti,
me pican las manos, se me escapan los pies,
te pido un aumento de silencio,
pero solo puedes nunca responder.
Reflejo roto,
venideras primaveras vacías de flores llenas.
Amigo, espectro, desilusión de ejemplos.
Te cantaré una canción desde el infierno.
Adiós,
lunática existencia,
le digo al lago que me bese,
como un mito que no tiene dueño,
y me refresco en mi propia esencia,
me aman mis palabras
y así pasan los días de duelo,
cuando muere el nombre
y nace un verso.

Corazón ausente



A la luz del umbral,
al paso lento de un animal de leyes,
al costado del sol,
el mensaje subliminal.
Tu corazón.

Tu vida inmensa,
tus pacientes respuestas,
tu insistencia quieta,
y de mis latidos tu canción.
Amor, con voz propia de un temor,
amor que acosas las mañanas,
por ti el calor.

Pocos son los manifiestos
en tu nombre superpuesto
con el llamado artilugio del color.
Tu nombre, amor,
que todo lo imagina,
tu nombre y en la esquina
mi instinto cazador.

Voy, de a poco,
a gatas casi,
a darte el regalo de mi muerte,
con la sangre poseedora de tu perdón. 

Amor, que la luna no se apague a tus pies,
que sigan las estrellas titilando por tu piel,
amor de un solo cuerpo
y con alma de papel.

Te escribo mil historias
indignas de tu parecer,
te recito musa alegre
y te destrozo cuando no lo ves,
amor que mi prosa alcanza con tus besos
el glorioso anochecer del tiempo.

Amor no tengo dinero,
no tengo joyas ni anhelos,
pero muero, mientras vivo.
Te pretendo.

A la carga los versos, las rimas,
cada intento,
te busco entre mis sueños
sin poder decirte que este cielo brilla
con tu sudor complementario
cuando me amas.

Amor, así, sin artimañas,
sin armas que surquen
los confines de tu esperanza,
así desde la simpleza,
¿acaso con esto te basta?

Amor, no digas  nunca,
ni jamás,
ni un condicional de mañana,
di que hoy serás la letra amada. 

domingo, 9 de septiembre de 2012

El lecho frío



Quizás dije de más,
tu quietud supera mi silencio
que enmudece de a poco.
Se te ve la palidez asomando lentamente
tras el velo que te cubre,
tras la vieja madera que tiende a hincharse
bajo la tierra.

Tus ojos cerrados se contentan
con mi presencia laberíntica,
te conviertes en la letra,
lo ves,
pero puede que nunca lo sientas.

Aquí abajo es húmedo,
es negro, oscuro
como un bosque sin primaveras.
Si pudiera tomar tu mano,
pero está fría, tiesa,
blanca y gris
y hasta parece que ni siquiera existiera.

Lo siento,
he dejado la cordialidad allá afuera,
no se permite, entenderás,
la palabrería embustera.
Si acaso respiraras,
si acaso lo supieras.

Se te cae la cabeza de tanto en tanto,
pero vuelvo a ponértela,
como una armadura descalcificada,
como el cuello de una muñeca plastificada,
pero ósea al fin,
tal vez sin canas.

Allí nos contemplamos,
miro hacia la nada
y me siento criminal
al invadir tu morada.

Vistes retazos de un viejo
y nuevo conjunto
que antes hubieras lucido como nadie,
tu pecho es profundo.

Vagan insectos por tu bello esplendor moribundo,
y sonrío,
pues con el tiempo he enloquecido
y esto no me causa estupor alguno.

Es irremediable contemplarte
con cierto asco perverso
y querer darte un beso imposible
por no encontrar tu piel.

Lo siento,
nuevamente me olvidé que has muerto hace tiempo
y converso como si me escucharas
recitarte mi futuro libro
a tus pies que no se mueven.
Tu lecho está inmundo.

Quizás dije de más,
me percato de tu quietud superadora,
busco una escalera y te despido,
espero te gusten las rosas.

Múltiple Yo



La parte más oscura de la clara sombra incinerada.
Tus ojos.
La cara hostil desarma sangrantes estrellas acumuladas.
Mis manos.
La eternidad se concentra en la última línea blanca,
en la mesa de vidrio, en la casa dorada.
Tu boca.

La costumbre se hace agua en el placer de los tiempos,
en la mirada lasciva que subyace detrás del viento.
Mi reflejo.
Y la miel del mal
que intoxica las rosas crudas de aquel invierno.
Invierno, infierno.
Tu espejo.

La maldición hecha carne,
y hecha tierra y malos conceptos,
y mi voz.
Te llaman los astros, se retuerce el velo,
te comen los pies los recuerdos,
y te imita el mar, con olas de fuego.

Mi especie.
Nosotros, o sea yo,
te limitamos el cuerpo, te hacemos trizas, mi cielo,
te devoramos el cerebro o corazón
o el dedo índice de la discordia,
amor.

Y tu grito mudo
y tu ciego mundo
y tu laguna esbelta
que se opone a la nuestra.

Yo.
No tengo armas,
tengo letra, tengo rima, tengo esencia,
tengo muerte que la vida deja
y tengo un remedio para tus quejas.

Nosotros,
el único nudo de la soga tiesa
que te corta el cuello
y te devuelve con la piel ilesa. 

viernes, 7 de septiembre de 2012

Perversión



Sueltan las rimas
una ironía de acero
que sumerge a las líneas
en el fondo de un basurero.

Pueden los libros decirte,
dicen los que nunca han sabido,
cómo reconocer al instinto
de un autor llamado infinito.

Pero ¿cómo pensar en exilios
y despedazar al ejemplo maldito
sin las pistas impostoras
de un suplente anticipo?

Busco, indudablemente,
las ansias del artista,
la luz de un mediodía anticipado,
la oscuridad de una noche malabarista.

Busco complejizar un concepto banal,
desparramarlo en el suelo
y ausentarme del recinto
por una necesidad carnal.

Busco que se crea en el pretérito indefinido
de la realidad,
contemplando desde lejos
cómo mueren los demás.

Juguete de trapo



Te pesan las manos,
animal de trapo
que creo con mis ojos,
te sobran los años,
y te arrugan la frente
tus costuras de lado.

Te buscan, llamando.
Te llaman cuando caigo
y vuelas como ave
y algo extraño,
al ocaso transparente,
de tu rincón helado.

Me alcanzan pocas estrofas
para arruinarte el pasado,
para saberte en las sobras,
husmeando los costados.
Y ansiosos los lobos,
hoy tus sueños devorando.

Se te cae el cabello,
te pareces al lago
mojando desconciertos
y al furioso amanecer de los tormentos.
Se te cae el cabello
y te sobran los ancestros.

Cada seis versos te apago,
te revivo luego
y te vas acostumbrando.
Locura de fallos, ya ves,
revisión obsecuente
de un lejano escándalo.