Y entonces yo,
como un ave en el cielo gris,
evitando el sol de un atardecer inquieto.
Y tú.
Tu espectro revolotea en las alturas de una cuesta
que se tuerce hacia arriba.
Nos miramos como pretendiendo el tiempo y la muerte,
como ansiando la hipotética marcha atrás del silencio.
Pero siempre me despierto
y tú mueres en la oscuridad contigua,
donde existe el alma,
donde aún la vida.
No me place tu impaciencia, rosa marchita y vieja, no.
Ya no me envuelven las sábanas de las mañanas
y el frío recorre malviviente toda mi espalda plana,
y mirando yo hacia el verso que todo engaña.
Y te encegueces tú,
en ese infierno que llamas eternidad.
Mis pies se hacen al agua como barcos que buscan la fuga del
mar,
mis manos se hacen al fuego
y duermo en el insomnio opiáceo de una noche triste.
Maldicen las estrellas al sol de las mil caras
y tú, la galaxia más necia, ríes a carcajadas.
Y entonces yo,
como si me hubieran nacido alas en las entrañas putrefactas
y tú, como imitándome en estas líneas llanas,
te despiertas del letargo infinito y me buscas allí,
donde sólo existen mis palabras.
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