martes, 17 de abril de 2012

De principio a fin


Amaneces allí, desde la perspectiva primaria. Caminas sin sentido al alba ansiosa de esperarte, helada. Observas como pasa la vida por la ventana, a los pies de tu cama desacomodada y te sientas al borde de la cornisa desperezada, para enredarte en la camisa cotidiana.
La calle te premia con el ruido ambiental de la conciencia hecha trizas. Vuelven las pesadillas a tu presente acariciado de fantasías amarillas; y bajas por el puente de líneas blancas. Te espera una salida.
Tus ojos arrancan el nervio pertinente, un trozo de noche permanece en tu regazo, y te refriegas con el pulgar la mugrosa soledad del tiempo, al pasar. Te penetra el veneno de la abundante cafeína, tus pulmones respiran la nicotina accidental en un cigarrillo de destreza, y te vas con la cabeza fija hasta la pared más cercana, donde embruteces la ambrosía catastrófica del comienzo de semana.
Para ti las horas son algas en un río de insistencia, y te pesa colectarlas con la red entreabierta. Condecoras la tarjeta con el verde limonero de la siesta, bajo el cual enumeras las tareas repetidas de una eternidad condenada a la analogía minimalista del eco en la almohada.
Personificando al periódico, catapultas al interior de tu existencia un pedazo de cuerpo. Tu cementerio se alarga de papeles, tu basurero se ensancha de muertes, y tus manos siguen escribiéndote los pies.
Así como la rata devora a la cucaracha, el almuerzo es tu parada. Ansías cocinarte en el caldo artificial y que te coman los cocineros del infierno dantesco que provee el noticiero. Pero sonríes, nada de eso es verdadero. De postre te preguntas ¿qué es la verdad? Y te responde la ausencia: no precisamente lo que está debajo de la sotana de la santidad.
Atentan contra tu voz los estornudos de la ignorancia, que esputan poco a poco el gris de la materia, por la nariz de la constancia. Te percatas de las letras, pero nunca has leído las cartas. Pronto juegas en la escalera, subiendo al sótano de la esfera, en un cuadrado de sustancia, que nunca conforma la materia. Eres una partícula del polvo no concedido, y eres también la certeza.
El atardecer te angustia con la bocina del camión cargado de inocencia perdida. Te llaman las voces del tiempo en celulares atascados de errores significantes, y una tecla te compone como la melodía más delirante en el órgano sanguíneo que te late como un parlante.
Vas, como volviendo al vientre materno que te escupió años atrás, y te deslindas del cordón umbilical nuevamente, como un ser extremo que no mira al cruzar. El semáforo en rojo te salva del destino, y te encaminas al más allá.
Lejos de los libros ambiguos, tu conocimiento crece para abajo como la raíz más gruesa de la fragilidad, y bajo ese árbol te sientas, mientras oyes contar… 1, 2, 3, hasta el final.
100. Te sobran los motivos para desaparecer en un banco acondicionado a la hernia lumbar, y en una retrospección cautelosa ves como quizás pudiste amanecer en posición fetal, evitando el frío que corroe. Pero aquí estás. Esperando anochecer.
El camino de vuelta se torna extenso, buscas en tu memoria el sentido del deseo, el sexo obsecuente y el sombrero que dejaste sobre la mesa de luz, a manera de pago, a la prostituta cena que te espera en el microondas del amor congelado.
Las estrellas que adornan el negro firmamento te alumbran al comer cada bocado lírico, el infinito se compone nuevamente en una noche distante y planeas un sueño en tu semblante.
Las ojeras desestiman el café y el cuerpo te vence en una batalla física pero intransigente. Las espadas vuelven al rincón, te quitas la armadura frente al espejo de la virtud egoísta, y ensayas el último discurso acomodándote la ira, desparramando zapatillas bajo la cama y volteando hacia atrás, buscando la ovación de las sombras idílicas.
Duermes allí, desde la perspectiva secundaria. Caminas sin sentido a la madrugada, ansiosa de esperarte, en llamas.  Observas como pasa la vida por la ventana, a los pies de la sábana arrugada y te sientas al borde de la cornisa adormecida totalmente, para endulzarte con la pastilla de la amnesia cotidiana.
“Cucú, cucú, cantaba la rana…”

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