miércoles, 25 de abril de 2012

Para herir susceptibilidades

Cerca del final, la eternidad se compone de acordes disonantes, la melodía espera a los pies de una cama helada.

Los restringidos revelan el desastre ante los ojos del autor, y el libro yace en partes, desparramado por el comedor.

La oscuridad se hizo del espacio y los niños fueron cautivados por las sombras en la pared.

Parecía volar por el tiempo ambiguo una especie de pasión abstracta, inminente, desatada…

Cada pieza del rompecabezas explotó en un éxtasis de desorden calculado, las puertas se cerraron a los visitantes inquietados por el silencio sonoro, y simplemente se sentaron a esperar, mirando de a ratos por el escote de la ventana, desnuda de cortinas.

Las imágenes parecían distenderse como una fotografía derretida, y el tic tac del reloj tirano nunca llegaba a contar hasta un nuevo día.

Las pesadillas extinguieron todas sus plegarias al templo de la mala risa, y sonreía el blanco desde una cruz advertida por la luz tenue de un rayo láser. Y luego el disparo.

El humor no demoró su llegada y todos rieron ante la escena funesta en el suelo del teatro sin multitud.

El inodoro del baño nunca volvió a funcionar y los peces se estancaron con un trozo de madera en la alcantarilla religiosa de esa casa vieja.

Su padre, por detrás de la inocencia, no hizo por despegar sus narices de la infantil coherencia.

El crimen y el castigo le esquivaban a la absurda eminencia.

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