Amaneces
allí, desde la perspectiva primaria. Caminas sin sentido al alba ansiosa de
esperarte, helada. Observas como pasa la vida por la ventana, a los pies de tu
cama desacomodada y te sientas al borde de la cornisa desperezada, para
enredarte en la camisa cotidiana.
La
calle te premia con el ruido ambiental de la conciencia hecha trizas. Vuelven
las pesadillas a tu presente acariciado de fantasías amarillas; y bajas por el
puente de líneas blancas. Te espera una salida.
Tus
ojos arrancan el nervio pertinente, un trozo de noche permanece en tu regazo, y
te refriegas con el pulgar la mugrosa soledad del tiempo, al pasar. Te penetra
el veneno de la abundante cafeína, tus pulmones respiran la nicotina accidental
en un cigarrillo de destreza, y te vas con la cabeza fija hasta la pared más
cercana, donde embruteces la ambrosía catastrófica del comienzo de semana.
Para
ti las horas son algas en un río de insistencia, y te pesa colectarlas con la
red entreabierta. Condecoras la tarjeta con el verde limonero de la siesta,
bajo el cual enumeras las tareas repetidas de una eternidad condenada a la
analogía minimalista del eco en la almohada.
Personificando
al periódico, catapultas al interior de tu existencia un pedazo de cuerpo. Tu
cementerio se alarga de papeles, tu basurero se ensancha de muertes, y tus
manos siguen escribiéndote los pies.
Así
como la rata devora a la cucaracha, el almuerzo es tu parada. Ansías cocinarte
en el caldo artificial y que te coman los cocineros del infierno dantesco que
provee el noticiero. Pero sonríes, nada de eso es verdadero. De postre te
preguntas ¿qué es la verdad? Y te responde la ausencia: no precisamente lo
que está debajo de la sotana de la santidad.
Atentan
contra tu voz los estornudos de la ignorancia, que esputan poco a poco el gris
de la materia, por la nariz de la constancia. Te percatas de las letras, pero
nunca has leído las cartas. Pronto juegas en la escalera, subiendo al sótano de
la esfera, en un cuadrado de sustancia, que nunca conforma la materia. Eres una
partícula del polvo no concedido, y eres también la certeza.
El
atardecer te angustia con la bocina del camión cargado de inocencia perdida. Te
llaman las voces del tiempo en celulares atascados de errores significantes, y
una tecla te compone como la melodía más delirante en el órgano sanguíneo que
te late como un parlante.
Vas,
como volviendo al vientre materno que te escupió años atrás, y te deslindas del
cordón umbilical nuevamente, como un ser extremo que no mira al cruzar. El
semáforo en rojo te salva del destino, y te encaminas al más allá.
Lejos
de los libros ambiguos, tu conocimiento crece para abajo como la raíz más
gruesa de la fragilidad, y bajo ese árbol te sientas, mientras oyes contar… 1, 2,
3, hasta el final.
100.
Te sobran los motivos para desaparecer en un banco acondicionado a la hernia
lumbar, y en una retrospección cautelosa ves como quizás pudiste amanecer en
posición fetal, evitando el frío que corroe. Pero aquí estás. Esperando
anochecer.
El
camino de vuelta se torna extenso, buscas en tu memoria el sentido del deseo,
el sexo obsecuente y el sombrero que dejaste sobre la mesa de luz, a manera de
pago, a la prostituta cena que te espera en el microondas del amor congelado.
Las
estrellas que adornan el negro firmamento te alumbran al comer cada bocado
lírico, el infinito se compone nuevamente en una noche distante y planeas un
sueño en tu semblante.
Las
ojeras desestiman el café y el cuerpo te vence en una batalla física pero
intransigente. Las espadas vuelven al rincón, te quitas la armadura frente al
espejo de la virtud egoísta, y ensayas el último discurso acomodándote la ira,
desparramando zapatillas bajo la cama y volteando hacia atrás, buscando la
ovación de las sombras idílicas.
Duermes
allí, desde la perspectiva secundaria. Caminas sin sentido a la madrugada,
ansiosa de esperarte, en llamas. Observas como pasa la vida por la ventana, a
los pies de la sábana arrugada y te sientas al borde de la cornisa adormecida
totalmente, para endulzarte con la pastilla de la amnesia cotidiana.
“Cucú,
cucú, cantaba la rana…”