Triste andar el del tiempo. Lloran
las manos el sudor de la insistencia. Sangran los ojos con lágrimas
sustanciales de dolor. El espejo se hace esclavo de la noche y gritan las
sombras por un trago más.
El derroche condecora al vaso con
un líquido demencial de augurios conversadores.
La soledad.
La nube más oscura está poblada de
recuerdos amordazados, la almohada reposa sobre la cara anticipada del futuro. Cada
estigma del presente se vuelve contrario al pasado solemne de una canción sin
nombre.
La presión hace estragos en las
venas del mar, y una ola roja desborda el barco de un sueño anclado en la isla
del olvido.
Así, en la sucesión de las horas, el
gen de la derrota yace tendido sobre la alfombra, el suelo frío hace de lago para
los cisnes que se desvanecen al compás de un vals lejano.
Mi mirada se posa sobre la
ausencia, y una brisa helada recorre mi espalda torcida por la postura ante un
nuevo día.
Mueren, de a poco, las flores
asentadas en la ventana al más allá de la oscuridad que sobrevuela sobre el
ambiente viciado de melancolía extrema.
Un violín, enceguecido por el sol
que nunca llega, suena solemne sobre mi mesa.
Un banquete me espera, cargado de
insignias y resistencias, sumido en la penumbra de una vela.
Cercana la visión a la nada,
contemplo lo que será el almuerzo de mañana, mientras envuelvo con letras
sueltas mi poesía a medio masticar.
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