¿Qué sabe usted del
silencio? Usted habla y no tiene freno, no cuestiona ni dirime, no
asocia ni contradice. Sólo habla, en un parecer absoluto que de la nada
tiene muy poco y tiene tanto a la vez.
Usted, a veces, aclara su garganta y en ese momento ínfimo mira al frente, como conservando el sonido latente en sus cuerdas vocales. Suspira, de tanto en tanto, y, si lo recuerda, respira.
Usted no calla ni conserva el tono de la magnitud comunicativa. Pareciera encenderse con baterías interminables de energía suplicante, de suspenso administrativo y burocracia de quietud. Supone en sus pensamientos, supongo, dejar de hablar cuando el momento lo disponga, pero usted no dispone de momentos, y no se hace a la prórroga.
Usted acumula el conocimiento de las masas en su discurso abarcador y sustancial, como si el ejemplo careciera de citas textuales, como si usted creyera en el pasar de las horas comiéndose la letra s entre tantas otras cosas.
Usted, instantáneamente, siempre tiene algo para decir, como si la corriera el viento a su voz de acero, como si el silencio fuera la muerte del conocimiento, como si las teorías desaparecieran al dejar de esbozar el sometimiento.
A usted quizás le importa poco lo que dice el receptor de su mensaje inequívoco y complejo. Claro, porque usted esquematiza sobre la sinopsis del mundo entero en un simple parafraseo mental de lo que se dijo con anterioridad. Le corre por las venas el don de la palabra, y perdón por el atrevimiento, pero ¿acaso le corre sangre por esas venas? Me refiero a una sangre que se diferencie de las letras.
Es absurdo cómo usted genera la quietud de los demás sentidos que le encarcelan, es decir, es sólo su voz y el infinito a su merced, para lo que quiera. Y quiere usted seguir hablando, sin escucharme siquiera, sin corresponderme con la mirada, sin percibirme en su esfera cerrada, de oídos sordos y cruel ceguera.
El circuito se cierra en usted y su hipotético andar por el espacio que sólo le pertenece a su voz grave y atemorizante. Su diálogo se disminuye hasta no tener interlocutor, y a usted le importa poco saborearse con el registro abstracto. Le apetece seguir hablando y hasta el eco deja de perseguirle, pues lo calla con un verbo apresurado antes de administrarle un adjetivo descalificador.
Me pregunto si sólo yo le escucho, y le reservo todo el respeto requerido a su disertación, o es que me he dormido soñando con su espectro revoloteando en el silencio de mi mente, esperando me repita la última línea que hablaba de un poema repartido en melodías consecuentes y repetitivas que recitan de lo que hablaba previamente su sensatez arrepentida.
Me irrita, usted lo sabe, por eso la sonrisa, por eso el susurro insinuante en mi oído de artista. Más, me gusta, siga, no se detenga, infórmeme como un diario antes del café. Cuénteme cómo hace, y qué debería yo hacer, pues no sé si limitarme a admirar la facilidad de enmarañarme que usted tiene, o solamente caerme a sus pies.
Usted no sabe del silencio, pues no calla nunca ese misterioso andar entre palabras simples y complejas, entre sustancia y materia, entre teoría mentirosa e hipotética verdad.
Usted del empirismo está tan cerca, como mis oídos de su andar. Usted de los formalismos se jacta, usted es la inmensidad, o un acta filosófica de la libertad. Mire como oigo, con la atención que merece su propiedad habladora de todo, menos de los demás.
Usted me convence, cada día un poco más, de que escuchar mi voz interna produce un placer animal.
Usted, a veces, aclara su garganta y en ese momento ínfimo mira al frente, como conservando el sonido latente en sus cuerdas vocales. Suspira, de tanto en tanto, y, si lo recuerda, respira.
Usted no calla ni conserva el tono de la magnitud comunicativa. Pareciera encenderse con baterías interminables de energía suplicante, de suspenso administrativo y burocracia de quietud. Supone en sus pensamientos, supongo, dejar de hablar cuando el momento lo disponga, pero usted no dispone de momentos, y no se hace a la prórroga.
Usted acumula el conocimiento de las masas en su discurso abarcador y sustancial, como si el ejemplo careciera de citas textuales, como si usted creyera en el pasar de las horas comiéndose la letra s entre tantas otras cosas.
Usted, instantáneamente, siempre tiene algo para decir, como si la corriera el viento a su voz de acero, como si el silencio fuera la muerte del conocimiento, como si las teorías desaparecieran al dejar de esbozar el sometimiento.
A usted quizás le importa poco lo que dice el receptor de su mensaje inequívoco y complejo. Claro, porque usted esquematiza sobre la sinopsis del mundo entero en un simple parafraseo mental de lo que se dijo con anterioridad. Le corre por las venas el don de la palabra, y perdón por el atrevimiento, pero ¿acaso le corre sangre por esas venas? Me refiero a una sangre que se diferencie de las letras.
Es absurdo cómo usted genera la quietud de los demás sentidos que le encarcelan, es decir, es sólo su voz y el infinito a su merced, para lo que quiera. Y quiere usted seguir hablando, sin escucharme siquiera, sin corresponderme con la mirada, sin percibirme en su esfera cerrada, de oídos sordos y cruel ceguera.
El circuito se cierra en usted y su hipotético andar por el espacio que sólo le pertenece a su voz grave y atemorizante. Su diálogo se disminuye hasta no tener interlocutor, y a usted le importa poco saborearse con el registro abstracto. Le apetece seguir hablando y hasta el eco deja de perseguirle, pues lo calla con un verbo apresurado antes de administrarle un adjetivo descalificador.
Me pregunto si sólo yo le escucho, y le reservo todo el respeto requerido a su disertación, o es que me he dormido soñando con su espectro revoloteando en el silencio de mi mente, esperando me repita la última línea que hablaba de un poema repartido en melodías consecuentes y repetitivas que recitan de lo que hablaba previamente su sensatez arrepentida.
Me irrita, usted lo sabe, por eso la sonrisa, por eso el susurro insinuante en mi oído de artista. Más, me gusta, siga, no se detenga, infórmeme como un diario antes del café. Cuénteme cómo hace, y qué debería yo hacer, pues no sé si limitarme a admirar la facilidad de enmarañarme que usted tiene, o solamente caerme a sus pies.
Usted no sabe del silencio, pues no calla nunca ese misterioso andar entre palabras simples y complejas, entre sustancia y materia, entre teoría mentirosa e hipotética verdad.
Usted del empirismo está tan cerca, como mis oídos de su andar. Usted de los formalismos se jacta, usted es la inmensidad, o un acta filosófica de la libertad. Mire como oigo, con la atención que merece su propiedad habladora de todo, menos de los demás.
Usted me convence, cada día un poco más, de que escuchar mi voz interna produce un placer animal.
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