Tan
lejos del sol, suspiran los cometas en busca del amor. La insistencia quieta
del tiempo disuelve los pensamientos en semillas de inciertos anhelos.
Un
par de ojos, luego, derramándose en sal, advierten la sensación de ausencia. Las
manos completan la tarea absurda de secar eso que luego volverá a mojarse, ya
nada es igual al día anterior, que se mantiene en la memoria como un tesoro
escondido, nada.
Preguntan
aquellos que le vieron pasar, como fantasma, por la ciudad de lodo, si
realmente supo vivir en el presente incauto de la fantasía sublime. Cada
segundo se hace hora y así el invierno se congela en sus venas, se coagula la
sangre que antes fluía como un río extasiado, se congela el cuerpo, se hace
árbol entre la nieve y mueren los recuerdos.
El
pensamiento audaz supo condenarlo a las nubes. El verso, solo y andante, se
materializó al observar el apocalíptico escenario. Bajo sus pies el fuego,
sobre su cabeza en silencio, y en el medio esas rimas tercas que nunca dejaron
de invertirse.
Tan
lejos del sol, tan cerca de la luna sombría. Cada palabra amaba a la poesía,
cada segmento calculado en sílabas, cada elemento literario, cada pequeña e
hiriente rima. Todo ansiaba por las manos del artista, urgía la unión cohesiva
de las partes, necesitaban una salida.
Así,
sus ojos, hundidos en el oscuro trayecto de las cejas bajas, vieron por última vez todo el mundo servido
en una bandeja de plata. Comió, como lo hace un ser ayunado en contra de su
voluntad, como respirando luego de haber sido enterrado sin morir, como
buscando, en los restos que escapaban de su boca, excusas para un minuto más,
frente al tenebroso camino hacia la obra.
Allí,
como culminando con un agasajo a su esbelta lógica, empezó por convencerse de
escupir, sin vomitar, las letras flojas. Siguió, elevando su velocidad a
límites insospechados en el afán de retratar la muerte. Y terminó, luciendo una
leve sonrisa casi de tristeza, con un poco de alegría.
Supo
que el siguiente paso era venderse a las fieras de la razón. El poema yacía
intacto de lecturas burdas, la sustancia opiácea de la tinta se inmiscuía en
esas venas secas y los ríos recobraban su fuerza, devolviéndole el color a la
piel blanquecina que contenía sus órganos agonizantes.
Volvió
a la vida, antes de su muerte llena, y recitó sus días, se bañó de ideas,
resaltó el prefijo y la palabra entera. El poema voló cerca del astro ausente
de primaveras, tan cerca del sol, tan cerca. Y tan lejos de la luna, y todas
las sombras necias.
Murió
sosteniendo la llama y calentando las nubes viejas, con el poema fundido que su
epitafio revela.
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