Desleales,
al pasar por las letras suspiraron por el impecable resentimiento de releer.
Insospechados, ellos, traspasaron el andar por las hojas, las obras tornaron su
inescrupuloso capitalismo en tornasolados esbozos de pasión ensimismada y todo
culminó con el poema recitado en un recinto vacío.
El
sentido se complementó con su mitad abstracta, difuminando las espaciadas horas
en el ventanal populoso del comedor material.
Cuento
cada detalle como un plato más de comida en la mesa sucia de codicia, llena de
insistencia quieta y de movilizados pensamientos súbditos de tal filosofía
coloquial. Distingo, pues, el cantar abusivo de las aves blancas, el roer
impositivo de las ratas del asfalto y la tenacidad supuesta en la alcantarilla
literaria del compendio nunca mencionado. Pero, luego, me detengo, reflexiono
sobre el dolor que no se oye a simple vista, y desvarío sobre las posibilidades
de desvanecerme en el infierno de un simbolismo nada particular.
No
contengo esta necesidad complaciente de dejarme llevar por el devenir del
presente hecho trizas. Las naves están listas para zarpar al futuro condicional
de un verbo pocas veces utilizado y respiro. ¿Es posible contentarse con los
retazos de una mente a medio cocer? Las preguntas sucumben, sobran, se soasan en
la parsimonia de una parrilla, tal como los jugos gástricos en el estómago
social de la derrota. Las preguntas acortan las distancias y mi visión poco
desarrollada intenta reconocer, en las miradas, las respuestas indirectas de
ironía disfrazadas. Intento, me derrito ante el sol, y freno. El vehículo
antropológico define sus marchas en numeraciones andrajosas, el estado mental
se inmiscuye en la superstición, y la suerte, pura y suya, se redime en la contrariedad.
Presa
del ejemplo, la letra se abraza al fuego inepto de la realidad mágicamente
abultada, se abraza, se contagia, se presupone necesaria en la imitación
constante de un onomatopéyico grito de socorro. Nadie ayuda al extraño. Nada
importa en el contagioso reír del espectador subliminal.
Apremiada
en el asunto de permanecer, la sustancia más espesa se inyecta en las venas del
poema artificial. Mis venas danzan al compás de una rima cada vez más
dificultosa, mis manos sangran la tinta que sobra, los hombros fríos hacen de
barreras y el cuello se mece, enmarañando las ideas.
Basta
con leer la primera línea, teorizan algunos, para comprender la predisposición
del artista. Basta con decirte a la cara una mentira para complacerte con el
mayor de los sentidos, el inadmisible. Basta con hacer caso omiso a la
impetuosa percepción de la vida. Basta con invitarme a beber frente al espejo,
entre esto y aquello. Basta con saberme pesimista de la fantasía. En consecuencia
de analogías, la invitación al hastío se colma de alegría, basta con decirlo
para componer esta ácida poesía, de prosas posesivas y de ideas dubitativas. De
esto se trata, ante ellos, pervertir al lector con rimas amarillas.
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