Cuento
con el camino alejado de la cordura.
Voy,
como el ave por el cielo marcado de pisadas aladas
a un
lado y otro del trayecto complementario,
al
borde del rayo del sol.
Abajo,
naturaleza de lodo,
abajo
el hombre, reclamando al árbol sombra,
desmembrando
el sembrado corazón descompuesto.
Abajo
el hombre.
El
tiempo sobra.
Un
verde complaciente se posa en la tonalidad gris de una ciudad alejada,
acomplejada
de azules y vestida de luto
ante
el desentierro de las raíces que llegan al cielo y abajo el hombre.
Abajo
el hombre.
Arriba
el viento.
Sopla
la brisa sonriente,
la
cornisa de una montaña pequeña la siente,
meciéndole
el prado interno, por encima de sus piernas,
el
cabello verde y amarillo que arriba crece,
y
abajo,
abajo
el hombre y el peluquero.
Pasta
la vaca, pradera al medio,
en el
centro del corazón sin concreto,
pero
cerca, cerca de un horno encendido a punto caramelo,
y las
rocas caen desde arriba como disco de vinilo rayado y lleno de vidrios,
caen
las rocas al suelo, abajo, donde el hombre.
Abajo
el hombre y el cerebro.
Naturaleza
pura de impuros pensamientos,
de ilógicos
movimientos por encima del camino tortuoso del descontento,
allá
abajo donde el hombre es necio, lógico,
martillo
y clavo,
y cenicero,
y florero,
y cuadro
viejo,
y pintura
tóxica,
y desilusiones
de cuero.
Abajo
donde muere el tiempo,
poco
a poco,
bajo
el rayo intermitente de un astro ciego.
Abajo
el hombre.
Arriba
el cementerio.
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