Pronto
los versos desaparecerán, se irán por los caminos más oscuros de la objetividad
significativa, desdoblarán sus partes en impares líneas de lógica. Sí, los
versos morirán.
Pronto
la poesía se refugiará en los brazos del límite vertical, mientras las odas
mermarán a una línea de tiempo abultada de fechas pasadas. Lo sé, el verbo
llorará.
Para
entonces no tendré más remedio que olvidar, mis manos sacudirán lo poco que
queda de insistencia en restos de tinta seca y mis ojos se cerrarán perplejos
ante la ausencia de rimas nuevas.
Una
palabra quedará en el interior de la memoria trunca, tratando de enaltecer a
los pocos libros abiertos con manos vacías; gritará, no será oída y,
eventualmente, callará.
Los retazos
de textos, que queden desparramados en la escena del crimen literario, harán de
amuletos para los pocos artistas que hubieran quedado vivos, luego del fuego
abrazador.
Pero
yo no estaré en el edificio, pues habré partido con el viento, y me habré
repetido en ecos detrás del telón ardiente.
Entonces
miro mi mano presionando con furor un encendedor negro y quemado; y a mi lado
una botella del alcohol.
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