En
la cuerda floja camina el sentimiento sombrío de la lógica. Las mangas de la
camisa están arremangadas, demostrando la impaciencia física, el calor, la
incomodidad y la necesidad absoluta de llegar al otro lado.
Pensaba,
la margarita casi desnuda, al deshojarse imprudentemente, si realmente hacía
falta la respuesta. Suspiraba, inquieta, extrañando su abrigo, que yacía
derramado en trozos por el piso. Pero no se negó, nunca lo hacía.
Pasaban
las horas en el burdel de las máscaras. Algunos comensales se retiraban
fugazmente, mientras la expectativa hacía, a la vez, de irónica paciencia. Las
mentiras delimitaban los territorios, pero en las mesas redondas, a veces, era
imposible distinguir un espacio de su mitad contraproducente. Esbozo con
ternura mi poema a medias.
El
esclavo del vestido sacaba, de tanto en tanto, su mano por debajo del telón
rosado; juntaba las migas sueltas por el suelo, arrastrándose, y las comía rápidamente.
La pobreza literaria carcomía las tripas resonantes de todos los estómagos itinerantes
en el universo de la razón, allí. La extinción absurda de las clases hubo
impuesto en sus mentes una necesidad constante de resaltar. Así, guardaban a
los poetas debajo de sus ropas bien puestas. Así, desmentían, con el agraviante
insulto de la ignorancia, a los libros convertidos en escalones al abismo. Me
detengo, siempre debo pensarlo dos veces, o tres. Aclaro mi garganta, me sobra
saliva y, ocasionalmente, me falta. Sonrío ante la atónita mirada sorda de la
elocuencia. “Y dijo así…”.
Los
codos raspados, sangrantes, latientes y disímiles entre sí, le picaban, le
sobraban. Las palabras caían como vómito de transeúntes mareados, la esclavitud
le pesaba en el pecho y la sensación de claustrofobia, allí abajo, le carcomía
las venas. Con toda la suerte que le alcanzaba para apenas respirar, la dama de
rosa controlaba a la perfección su esfínter. Derrotado, volvía a esconderse,
llevándose a la boca la sangre empastada en los restos de comida colectados.
La
conciencia hastiada se lamenta del poder, se suprime y se desvanece aquietada
en un estrato social inconcluso. De todas las variaciones, ésta era la peor.
Ardían en llamas los textos venerados en el pasado cercano de su imperfecto
futuro; revolcándose, los autores, bajo las tablas bien clavadas al suelo de la
memoria artificial del actual mundo.
Y en
el diván, recostada, moribunda y temerosa, la persona. Al son de una melodía
francesa, repasa interiormente las líneas que le quedan sin escribir. Sobre sus
hombros, detrás, la inquisidora observación del psicoanalista preso: “la
escucho”. Empezó disculpándose por la demora, aunque el misterioso contrato
indicaba el cobro por hora. Rechazó el vaso con licor, aunque admitió tener
sed, posteriormente. Dijo, de sus pesares, poco. Mucho le costó llegar hasta el
presente, desviándose en lecturas truncas de su biblioteca de placer. Los
narcóticos rondaban como el sudor por su frente, y el testimonio se hacía cada
vez más exigente. No podía concluir sin llorar, al menos, una lágrima de sal
que, convirtiéndose en un mar, la asfixiaba.
Finalmente terminó. Su cuerpo estaba casi tan relajado como el de su
interlocutor, que dormitaba plácidamente en su silla eléctrica. Se levantó,
estiró su espalda, torció su cuello hasta escuchar la leve tracción de las
vértebras y culminó con un salto suicida al olimpo del artista, desmembrando
sus carillas contra el duro callejón. Es aquí donde me detengo, miro hacia
abajo y sonrío disimuladamente, mis dientes raspan con suavidad mis labios, me
relamo en el sarcasmo y me preparo para devorarlos: “Las ratas y los pies con
miopía…”.
Las
ratas y los pies con miopía se separan del suelo, levitan hasta un techo de
espinas y se desangran. Abajo los vidrios hechos trizas, desparramados entre
jugos gástricos, vestigios de cultura y tinta. El primer valiente asoma la
cabeza, quitándose por completo del refugio del disfraz. Sucesivamente, a la
voz de mando, todos van apareciendo, ajados y hambrientos de decir. Un semicírculo
se forma en torno a la persona, los seres se impacientan, los esclavos se
despiertan y los ojos se liberan. Antes de enterrar el cuerpo en la tierra
discreta, desnudan de papeles los restos, y leen, a condición de un eterno
silencio, el último párrafo del cuento.
Bajo
del escenario, coloco el micrófono a un lado, miro la muerte a mis pies y me
despido dando un salto.
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