sábado, 11 de agosto de 2012

Conferencia


En la cuerda floja camina el sentimiento sombrío de la lógica. Las mangas de la camisa están arremangadas, demostrando la impaciencia física, el calor, la incomodidad y la necesidad absoluta de llegar al otro lado. 

Pensaba, la margarita casi desnuda, al deshojarse imprudentemente, si realmente hacía falta la respuesta. Suspiraba, inquieta, extrañando su abrigo, que yacía derramado en trozos por el piso. Pero no se negó, nunca lo hacía. 

Pasaban las horas en el burdel de las máscaras. Algunos comensales se retiraban fugazmente, mientras la expectativa hacía, a la vez, de irónica paciencia. Las mentiras delimitaban los territorios, pero en las mesas redondas, a veces, era imposible distinguir un espacio de su mitad contraproducente. Esbozo con ternura  mi poema a medias.

El esclavo del vestido sacaba, de tanto en tanto, su mano por debajo del telón rosado; juntaba las migas sueltas por el suelo, arrastrándose, y las comía rápidamente. La pobreza literaria carcomía las tripas resonantes de todos los estómagos itinerantes en el universo de la razón, allí. La extinción absurda de las clases hubo impuesto en sus mentes una necesidad constante de resaltar. Así, guardaban a los poetas debajo de sus ropas bien puestas. Así, desmentían, con el agraviante insulto de la ignorancia, a los libros convertidos en escalones al abismo. Me detengo, siempre debo pensarlo dos veces, o tres. Aclaro mi garganta, me sobra saliva y, ocasionalmente, me falta. Sonrío ante la atónita mirada sorda de la elocuencia. “Y dijo así…”.

Los codos raspados, sangrantes, latientes y disímiles entre sí, le picaban, le sobraban. Las palabras caían como vómito de transeúntes mareados, la esclavitud le pesaba en el pecho y la sensación de claustrofobia, allí abajo, le carcomía las venas. Con toda la suerte que le alcanzaba para apenas respirar, la dama de rosa controlaba a la perfección su esfínter. Derrotado, volvía a esconderse, llevándose a la boca la sangre empastada en los restos de comida colectados. 

La conciencia hastiada se lamenta del poder, se suprime y se desvanece aquietada en un estrato social inconcluso. De todas las variaciones, ésta era la peor. Ardían en llamas los textos venerados en el pasado cercano de su imperfecto futuro; revolcándose, los autores, bajo las tablas bien clavadas al suelo de la memoria artificial del actual mundo. 

Y en el diván, recostada, moribunda y temerosa, la persona. Al son de una melodía francesa, repasa interiormente las líneas que le quedan sin escribir. Sobre sus hombros, detrás, la inquisidora observación del psicoanalista preso: “la escucho”. Empezó disculpándose por la demora, aunque el misterioso contrato indicaba el cobro por hora. Rechazó el vaso con licor, aunque admitió tener sed, posteriormente. Dijo, de sus pesares, poco. Mucho le costó llegar hasta el presente, desviándose en lecturas truncas de su biblioteca de placer. Los narcóticos rondaban como el sudor por su frente, y el testimonio se hacía cada vez más exigente. No podía concluir sin llorar, al menos, una lágrima de sal que, convirtiéndose en un mar, la asfixiaba.  Finalmente terminó. Su cuerpo estaba casi tan relajado como el de su interlocutor, que dormitaba plácidamente en su silla eléctrica. Se levantó, estiró su espalda, torció su cuello hasta escuchar la leve tracción de las vértebras y culminó con un salto suicida al olimpo del artista, desmembrando sus carillas contra el duro callejón. Es aquí donde me detengo, miro hacia abajo y sonrío disimuladamente, mis dientes raspan con suavidad mis labios, me relamo en el sarcasmo y me preparo para devorarlos: “Las ratas y los pies con miopía…”.

Las ratas y los pies con miopía se separan del suelo, levitan hasta un techo de espinas y se desangran. Abajo los vidrios hechos trizas, desparramados entre jugos gástricos, vestigios de cultura y tinta. El primer valiente asoma la cabeza, quitándose por completo del refugio del disfraz. Sucesivamente, a la voz de mando, todos van apareciendo, ajados y hambrientos de decir. Un semicírculo se forma en torno a la persona, los seres se impacientan, los esclavos se despiertan y los ojos se liberan. Antes de enterrar el cuerpo en la tierra discreta, desnudan de papeles los restos, y leen, a condición de un eterno silencio, el último párrafo del cuento. 

Bajo del escenario, coloco el micrófono a un lado, miro la muerte a mis pies y me despido dando un salto.

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