Resuena
el llanto en la tierra, se relamen las fieras al son de la consciencia que se
escapa, lentamente, por la puerta trasera. Una mente iluminada de sombras se
hace a la luz, como opacando el misterio, como bañándose en una virtud
incomprensiblemente simple. La negación se complementa con la afirmativa
noticia de la primavera. Pero las demás estaciones esperan, como espero la
cruel ausencia.
Un
barco se detiene en el desértico cielo de un norte ambiguo, allá en el sur. Y entonces
puedo ver. Un trago de aire revive a la sustancia escondida entre los vestigios
de sangre, al caer el tiempo. Se puede observar, si se quiere, todo lo que
sobra en el retazo olvidado de la aurora azul.
Mienten
los árboles plantados en el cementerio de las ideas necias, dicen saber del
complejo narcisista que acompaña a quien crea hoy estas letras, saben decir de
las burbujas de colores que se forman en el detergente vertido en los ojos del
autor, pero no comprenden la fuerza constrictiva que supone el verso silente,
eso no.
Conmemoro
a la estrofa incansable, a la prosa irresponsable, a esta inválida consecuencia
de palabras casi muertas. Ya descansan las manos, el movimiento se detiene por
un momento, un momento de perdón. Entonces vagan arrodillados los fieles hipócritas
del corazón, del amor, del sentimiento sonriente, de la cara empastada de
pintura indeleble. Raspan sus miembros, sangran sus cuerpos y se convierten en
la viva imagen de su ídolo, el condimento.
La
taza casi alcanza su estado de vacío completo, como mi futuro en antologías
viejas y desgastadas o un cadáver literario de la razón que yace inquieto en el
fondo anticorrosivo del párrafo posterior. Morimos entre aseveraciones
inciertas, pero luego nacemos, como poesía furtiva de aquel que sueña.
La página
diecisiete del mejor libro jamás comprendido se deshace en lecturas cruentas,
llenas de pliegos y marcas de lapicera negra. Mi taza calcula agonizar hasta la
hora de la siesta, mi espalda impostora se contrae a la forma de una rota silla
nueva. Yo, en la ilusión del conocimiento eterno, coloco mi máscara en el rincón
del cuarto y la venero, como adorándome en el espejo, sin la necesidad de
practicar el inefectivo trabajo de peinar mi pelo.
Al final
de la madrugada, cuando insisto en dormir mi ejemplo inquieto, reparo en las líneas
blancas que escribirse no pudieron, me detengo en la feroz tarea de condicionar
el vocabulario etéreo y si me queda algo de tiempo, releo la sarta de
estupideces que ha escrito el vanagloriado ego, en la ausencia total de mi
cuerpo.
Duermo,
entonces, si no muero.
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