miércoles, 15 de agosto de 2012

Correcciones


Resuena el llanto en la tierra, se relamen las fieras al son de la consciencia que se escapa, lentamente, por la puerta trasera. Una mente iluminada de sombras se hace a la luz, como opacando el misterio, como bañándose en una virtud incomprensiblemente simple. La negación se complementa con la afirmativa noticia de la primavera. Pero las demás estaciones esperan, como espero la cruel ausencia.

Un barco se detiene en el desértico cielo de un norte ambiguo, allá en el sur. Y entonces puedo ver. Un trago de aire revive a la sustancia escondida entre los vestigios de sangre, al caer el tiempo. Se puede observar, si se quiere, todo lo que sobra en el retazo olvidado de la aurora azul.

Mienten los árboles plantados en el cementerio de las ideas necias, dicen saber del complejo narcisista que acompaña a quien crea hoy estas letras, saben decir de las burbujas de colores que se forman en el detergente vertido en los ojos del autor, pero no comprenden la fuerza constrictiva que supone el verso silente, eso no.

Conmemoro a la estrofa incansable, a la prosa irresponsable, a esta inválida consecuencia de palabras casi muertas. Ya descansan las manos, el movimiento se detiene por un momento, un momento de perdón. Entonces vagan arrodillados los fieles hipócritas del corazón, del amor, del sentimiento sonriente, de la cara empastada de pintura indeleble. Raspan sus miembros, sangran sus cuerpos y se convierten en la viva imagen de su ídolo, el condimento.

La taza casi alcanza su estado de vacío completo, como mi futuro en antologías viejas y desgastadas o un cadáver literario de la razón que yace inquieto en el fondo anticorrosivo del párrafo posterior. Morimos entre aseveraciones inciertas, pero luego nacemos, como poesía furtiva de aquel que sueña.

La página diecisiete del mejor libro jamás comprendido se deshace en lecturas cruentas, llenas de pliegos y marcas de lapicera negra. Mi taza calcula agonizar hasta la hora de la siesta, mi espalda impostora se contrae a la forma de una rota silla nueva. Yo, en la ilusión del conocimiento eterno, coloco mi máscara en el rincón del cuarto y la venero, como adorándome en el espejo, sin la necesidad de practicar el inefectivo trabajo de peinar mi pelo.

Al final de la madrugada, cuando insisto en dormir mi ejemplo inquieto, reparo en las líneas blancas que escribirse no pudieron, me detengo en la feroz tarea de condicionar el vocabulario etéreo y si me queda algo de tiempo, releo la sarta de estupideces que ha escrito el vanagloriado ego, en la ausencia total de mi cuerpo.

Duermo, entonces, si no muero.

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