Completé
el último crucigrama del momento. El tiempo es aquello en lo que manifiesto mi
tedio constante, mi espejo lleno de agujas implacables, el silencio. La noche
se compone de estrellas que son, en sus propios reflejos, las enemigas de la
lágrima negra que derrama la sombra necia del monótono “ida y vuelta”.
Yo
me percato de la batalla. Yo, que tengo ojos inquietos, observo, como espiando,
detrás de la puerta, al ocaso. Yo, en la acción voyeurista, inhalo el perverso
placer de mirarlo todo, desde aquí abajo. Y el tiempo, como el viento, oxidado.
Y yo, un paso adelante, detrás de todos los harapos.
La
última palabra era “eco”, y lo escuché repetido en mi cerebro: “eso es todo, un
simple eco”. Quizás debí medicar el complejo antes de que se convirtiera en un
modo de ver el mundo, uno mío, que no tiene nudo, que se ata con un moño
simple, como el de las zapatillas gastadas que enmascaran la realidad.
Hasta
ayer, pensaba, hoy las neuronas se apagan una a una y puedo soñar. Una
pesadilla inunda mis venas, como una burbuja de aire en un suero de anestesia.
Me eleva, y antes de morir prosigo con estas líneas necias. No es maldad, no
malentienda, es la verdad vestida de poesía oscura con rimas llevaderas.
Peleé
con la almohada otras siestas como aquella (de la que no he hablado antes, ni
ahora), pero prefiero la guerra, antes que un río de saliva seca entre los
retazos de poliéster y las migas de algodón. Y, entonces, la sangre. Sus tonos
varían, he descubierto plenamente que me gusta el color rojo, como el sol.
No
planeé esto con anterioridad, es así el espíritu del arte: saber valorar la
nada, saber componer el instante. Me quedo con lo segundo, y lo primero lo
corto con una tijera de acero inoxidable. Pareciera una banalidad despedirse
del combate, aún cuándo, aún cómo, aún qué. Aunque no lo permita el barato
desenlace. Escribo desde el martes pero leo el viernes. Las horas se disputan
el peso de los años en silogismos ancianos, en pláticas filosóficas de barro,
barro negro, barro arrastrado, barro constantemente el polvo que se desprende
de mis manos.
Luego
me retracto, siempre lo hago. Como si la lapicera se ofendiera de escribir el
catálogo de rimas crudas, como si al papel le pesara soportar el disparo de
líneas en cada renglón arremangado de palabras. Me retracto y me percato del
error cuadriculado, del dolor que se hace esclavo en cada esbozo de placer, en
mi castillo alejado, no así gobernado.
Así,
entre tantas letras acomodadas al divague de la especie literaria, me pregunto
por qué mueren las ideas, cómo se cura el mal ejemplo, cuál es el punto de
partida del misterio, cuándo se presenta la muerte, y qué puedo hacer con la
sombra que persigue a mi cuerpo. Todo eso me retiene en el estado de
desconcierto, aquí, en la habitación contigua al infierno de la repetición. Y
vivo, como escribiendo al tiempo segundos, como suturando la pata de un canguro
herido que no puede saltar, como comiendo los restos de una cena para ciegos.
¡Y
su retrato colgado en la pared! La siento taladrando mi sien. Y finalmente
muero, para volver a nacer.