viernes, 31 de agosto de 2012

Crucigrama mortal



Completé el último crucigrama del momento. El tiempo es aquello en lo que manifiesto mi tedio constante, mi espejo lleno de agujas implacables, el silencio. La noche se compone de estrellas que son, en sus propios reflejos, las enemigas de la lágrima negra que derrama la sombra necia del monótono “ida y vuelta”.
Yo me percato de la batalla. Yo, que tengo ojos inquietos, observo, como espiando, detrás de la puerta, al ocaso. Yo, en la acción voyeurista, inhalo el perverso placer de mirarlo todo, desde aquí abajo. Y el tiempo, como el viento, oxidado. Y yo, un paso adelante, detrás de todos los harapos.
La última palabra era “eco”, y lo escuché repetido en mi cerebro: “eso es todo, un simple eco”. Quizás debí medicar el complejo antes de que se convirtiera en un modo de ver el mundo, uno mío, que no tiene nudo, que se ata con un moño simple, como el de las zapatillas gastadas que enmascaran la realidad.
Hasta ayer, pensaba, hoy las neuronas se apagan una a una y puedo soñar. Una pesadilla inunda mis venas, como una burbuja de aire en un suero de anestesia. Me eleva, y antes de morir prosigo con estas líneas necias. No es maldad, no malentienda, es la verdad vestida de poesía oscura con rimas llevaderas.
Peleé con la almohada otras siestas como aquella (de la que no he hablado antes, ni ahora), pero prefiero la guerra, antes que un río de saliva seca entre los retazos de poliéster y las migas de algodón. Y, entonces, la sangre. Sus tonos varían, he descubierto plenamente que me gusta el color rojo, como el sol.
No planeé esto con anterioridad, es así el espíritu del arte: saber valorar la nada, saber componer el instante. Me quedo con lo segundo, y lo primero lo corto con una tijera de acero inoxidable. Pareciera una banalidad despedirse del combate, aún cuándo, aún cómo, aún qué. Aunque no lo permita el barato desenlace. Escribo desde el martes pero leo el viernes. Las horas se disputan el peso de los años en silogismos ancianos, en pláticas filosóficas de barro, barro negro, barro arrastrado, barro constantemente el polvo que se desprende de mis manos.
Luego me retracto, siempre lo hago. Como si la lapicera se ofendiera de escribir el catálogo de rimas crudas, como si al papel le pesara soportar el disparo de líneas en cada renglón arremangado de palabras. Me retracto y me percato del error cuadriculado, del dolor que se hace esclavo en cada esbozo de placer, en mi castillo alejado, no así gobernado.
Así, entre tantas letras acomodadas al divague de la especie literaria, me pregunto por qué mueren las ideas, cómo se cura el mal ejemplo, cuál es el punto de partida del misterio, cuándo se presenta la muerte, y qué puedo hacer con la sombra que persigue a mi cuerpo. Todo eso me retiene en el estado de desconcierto, aquí, en la habitación contigua al infierno de la repetición. Y vivo, como escribiendo al tiempo segundos, como suturando la pata de un canguro herido que no puede saltar, como comiendo los restos de una cena para ciegos.
¡Y su retrato colgado en la pared! La siento taladrando mi sien. Y finalmente muero, para volver a nacer.

lunes, 27 de agosto de 2012

Naturalmente, a tempo


Cuento con el camino alejado de la cordura.
Voy, como el ave por el cielo marcado de pisadas aladas
a un lado y otro del trayecto complementario,
al borde del rayo del sol.

Abajo, naturaleza de lodo,
abajo el hombre, reclamando al árbol sombra,
desmembrando el sembrado corazón descompuesto.
Abajo el hombre.
El tiempo sobra.

Un verde complaciente se posa en la tonalidad gris de una ciudad alejada,
acomplejada de azules y vestida de luto
ante el desentierro de las raíces que llegan al cielo y abajo el hombre.
Abajo el hombre.
Arriba el viento.

Sopla la brisa sonriente,
la cornisa de una montaña pequeña la siente,
meciéndole el prado interno, por encima de sus piernas,
el cabello verde y amarillo que arriba crece,
y abajo,
abajo el hombre y el peluquero.

Pasta la vaca, pradera al medio,
en el centro del corazón sin concreto,
pero cerca, cerca de un horno encendido a punto caramelo,
y las rocas caen desde arriba como disco de vinilo rayado y lleno de vidrios,
caen las rocas al suelo, abajo, donde el hombre.
Abajo el hombre y el cerebro.

Naturaleza pura de impuros pensamientos,
de ilógicos movimientos por encima del camino tortuoso del descontento,
allá abajo donde el hombre es necio, lógico,
martillo y clavo,
y cenicero,
y florero,
y cuadro viejo,
y pintura tóxica,
y desilusiones de cuero.

Abajo donde muere el tiempo,
poco a poco,
bajo el rayo intermitente de un astro ciego.
Abajo el hombre.
Arriba el cementerio.

jueves, 16 de agosto de 2012

La noche


Tiene la noche una magia negra,
un aire de ideas que recorre el callejón
de la melancolía necia.
Tiene la noche esas estrellas inquietas,
como sombras de etiquetas
y pactos inconscientes entre futuros poemas.
Tiene la noche la sustancia gris que seca las fronteras,
que supone impaciencia
en letras vacías de comedia.
Tiene la noche un azul claro
entre lo opaco de la miseria,
tiene tantas capas de insuficientes agujas
como sangre derramada de venas absurdas.
Tiene la noche la frente alta y el cuello tieso;
la espalda arqueada y los ojos ciegos;
la dulce mentira y el ácido sosiego.
Tiene la noche un tinte de infierno
y una pizca de inexistente cielo.
Me lleva al extremo, la noche,
la viuda negra del descampado ataúd literario.
Tiene la noche el murmullo del silencio
y el tic tac de un reloj en el techo ahorcado.
Tiene la noche esa colina a la que suben los deseos
para otear desde arriba la caída de los ídolos
o el alud de latidos
de mi corazón somnoliento y oprimido.
Tiene la noche el placebo exacto
para la ausencia de relatos.
Hundida en el vértice de la ironía,
tiene la noche esa evidente ciclotimia,
esa voz de arrullo complementaria,
esa melodía que sólo se comprende
entre copas blancas.
Tiene, por posesión innata,
esa mirada carcelaria
que te encierra en el circuito hasta la exoneración,
mañana.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Escatología literaria


Dichosa estrofa, te vas por el orificio del intestino al exterior de las miradas ciegas; a la alcantarilla de las ideas simbólicas, trilladas y concretas. Más, suena en el interior del estómago, aún, un resto de tu intransigencia, una sustancia aeriforme que molesta en la biblioteca de la originalidad manifiesta.

Los músculos abdominales del verso implementan su fuerza en alejarle pero indignados se deshinchan, repudiando la imposibilidad del desenlace. Todo furtivo intento se desmitifica, ni los dedos eclécticos del acertijo hacen por remolcar la basura al inodoro de la cordura. Todo se mantiene en pie pero la sangre supura. Todo se convierte en miel pero se concentra la amargura.

Dichosa y enigmática estrofa, vuelves como vuelve la aurora; y, a veces, te conviertes en roca. Grotesca ruptura, la inflamación augura días de hipótesis oscuras estudiadas por alguna ciencia dura. Se te escapan las amígdalas, se te tuerce la vista, se te hace agua la risa, se te descompone la caricia, se te reconfiguran las venas y se te hace larga la cena. Eres, porque inconsciente, la parte ausente de la cadena. Eres, porque maldita embustera, la única perla viva en el mar de las ostras secas.

Basta con exigirle al cerebro un temblor de frío sueño, un espasmo de gratuito placebo, una suerte de mandato para arrebatar al tiempo o, al menos, un pensamiento laxante contra algún evasor de impuestos.

Se ha cerrado la compuerta que revertiría los hechos, se me ha hecho fantasía la columna amarillista, la vertiente del secreto que flamea en la retina, la serpiente de aquel cuento, la ciruela podrida.

Ni la práctica francesa podría corromper esta ausencia, por el peligro que conlleva, por la poca elasticidad de las piernas, por las leyes humanas y hasta por las bacterias. Nada puede someter al reposo de los cuerpos, nada puede imitar al acatamiento de un incauto manifiesto. Me postulo en la lista de espera, aguantando las letras, disponiendo igualmente de aquello que las bestias sondean.

Incorpóreo solsticio de solicitud necia, no me niegues la impaciencia, no me pongas “musiquita” cuando quiero silentes arcadas sureñas. No escatimo en gastos, el sudor de mi frente se debe a la existencia, me debo al aposento de la miseria. Me siento en el ánimo de la rima, en el profundo pozo de pesadez característica de un atasco en el tráfico de libros sin bocina.

Rechazo solemnemente esta infructífera teoría, leyendo el prospecto que decía: “No exceda el límite de sílabas”. Pero, endecasílabos de mierda, he caído en la repetición de la adictiva simulación.

Literalmente, informo.

Correcciones


Resuena el llanto en la tierra, se relamen las fieras al son de la consciencia que se escapa, lentamente, por la puerta trasera. Una mente iluminada de sombras se hace a la luz, como opacando el misterio, como bañándose en una virtud incomprensiblemente simple. La negación se complementa con la afirmativa noticia de la primavera. Pero las demás estaciones esperan, como espero la cruel ausencia.

Un barco se detiene en el desértico cielo de un norte ambiguo, allá en el sur. Y entonces puedo ver. Un trago de aire revive a la sustancia escondida entre los vestigios de sangre, al caer el tiempo. Se puede observar, si se quiere, todo lo que sobra en el retazo olvidado de la aurora azul.

Mienten los árboles plantados en el cementerio de las ideas necias, dicen saber del complejo narcisista que acompaña a quien crea hoy estas letras, saben decir de las burbujas de colores que se forman en el detergente vertido en los ojos del autor, pero no comprenden la fuerza constrictiva que supone el verso silente, eso no.

Conmemoro a la estrofa incansable, a la prosa irresponsable, a esta inválida consecuencia de palabras casi muertas. Ya descansan las manos, el movimiento se detiene por un momento, un momento de perdón. Entonces vagan arrodillados los fieles hipócritas del corazón, del amor, del sentimiento sonriente, de la cara empastada de pintura indeleble. Raspan sus miembros, sangran sus cuerpos y se convierten en la viva imagen de su ídolo, el condimento.

La taza casi alcanza su estado de vacío completo, como mi futuro en antologías viejas y desgastadas o un cadáver literario de la razón que yace inquieto en el fondo anticorrosivo del párrafo posterior. Morimos entre aseveraciones inciertas, pero luego nacemos, como poesía furtiva de aquel que sueña.

La página diecisiete del mejor libro jamás comprendido se deshace en lecturas cruentas, llenas de pliegos y marcas de lapicera negra. Mi taza calcula agonizar hasta la hora de la siesta, mi espalda impostora se contrae a la forma de una rota silla nueva. Yo, en la ilusión del conocimiento eterno, coloco mi máscara en el rincón del cuarto y la venero, como adorándome en el espejo, sin la necesidad de practicar el inefectivo trabajo de peinar mi pelo.

Al final de la madrugada, cuando insisto en dormir mi ejemplo inquieto, reparo en las líneas blancas que escribirse no pudieron, me detengo en la feroz tarea de condicionar el vocabulario etéreo y si me queda algo de tiempo, releo la sarta de estupideces que ha escrito el vanagloriado ego, en la ausencia total de mi cuerpo.

Duermo, entonces, si no muero.

domingo, 12 de agosto de 2012

Uniendo partes


Tan lejos del sol, suspiran los cometas en busca del amor. La insistencia quieta del tiempo disuelve los pensamientos en semillas de inciertos anhelos.

Un par de ojos, luego, derramándose en sal, advierten la sensación de ausencia. Las manos completan la tarea absurda de secar eso que luego volverá a mojarse, ya nada es igual al día anterior, que se mantiene en la memoria como un tesoro escondido, nada.

Preguntan aquellos que le vieron pasar, como fantasma, por la ciudad de lodo, si realmente supo vivir en el presente incauto de la fantasía sublime. Cada segundo se hace hora y así el invierno se congela en sus venas, se coagula la sangre que antes fluía como un río extasiado, se congela el cuerpo, se hace árbol entre la nieve y mueren los recuerdos.

El pensamiento audaz supo condenarlo a las nubes. El verso, solo y andante, se materializó al observar el apocalíptico escenario. Bajo sus pies el fuego, sobre su cabeza en silencio, y en el medio esas rimas tercas que nunca dejaron de invertirse.

Tan lejos del sol, tan cerca de la luna sombría. Cada palabra amaba a la poesía, cada segmento calculado en sílabas, cada elemento literario, cada pequeña e hiriente rima. Todo ansiaba por las manos del artista, urgía la unión cohesiva de las partes, necesitaban una salida.

Así, sus ojos, hundidos en el oscuro trayecto de las cejas bajas,  vieron por última vez todo el mundo servido en una bandeja de plata. Comió, como lo hace un ser ayunado en contra de su voluntad, como respirando luego de haber sido enterrado sin morir, como buscando, en los restos que escapaban de su boca, excusas para un minuto más, frente al tenebroso camino hacia la obra.

Allí, como culminando con un agasajo a su esbelta lógica, empezó por convencerse de escupir, sin vomitar, las letras flojas. Siguió, elevando su velocidad a límites insospechados en el afán de retratar la muerte. Y terminó, luciendo una leve sonrisa casi de tristeza, con un poco de alegría.

Supo que el siguiente paso era venderse a las fieras de la razón. El poema yacía intacto de lecturas burdas, la sustancia opiácea de la tinta se inmiscuía en esas venas secas y los ríos recobraban su fuerza, devolviéndole el color a la piel blanquecina que contenía sus órganos agonizantes.

Volvió a la vida, antes de su muerte llena, y recitó sus días, se bañó de ideas, resaltó el prefijo y la palabra entera. El poema voló cerca del astro ausente de primaveras, tan cerca del sol, tan cerca. Y tan lejos de la luna, y todas las sombras necias.

Murió sosteniendo la llama y calentando las nubes viejas, con el poema fundido que su epitafio revela.

sábado, 11 de agosto de 2012

Conferencia


En la cuerda floja camina el sentimiento sombrío de la lógica. Las mangas de la camisa están arremangadas, demostrando la impaciencia física, el calor, la incomodidad y la necesidad absoluta de llegar al otro lado. 

Pensaba, la margarita casi desnuda, al deshojarse imprudentemente, si realmente hacía falta la respuesta. Suspiraba, inquieta, extrañando su abrigo, que yacía derramado en trozos por el piso. Pero no se negó, nunca lo hacía. 

Pasaban las horas en el burdel de las máscaras. Algunos comensales se retiraban fugazmente, mientras la expectativa hacía, a la vez, de irónica paciencia. Las mentiras delimitaban los territorios, pero en las mesas redondas, a veces, era imposible distinguir un espacio de su mitad contraproducente. Esbozo con ternura  mi poema a medias.

El esclavo del vestido sacaba, de tanto en tanto, su mano por debajo del telón rosado; juntaba las migas sueltas por el suelo, arrastrándose, y las comía rápidamente. La pobreza literaria carcomía las tripas resonantes de todos los estómagos itinerantes en el universo de la razón, allí. La extinción absurda de las clases hubo impuesto en sus mentes una necesidad constante de resaltar. Así, guardaban a los poetas debajo de sus ropas bien puestas. Así, desmentían, con el agraviante insulto de la ignorancia, a los libros convertidos en escalones al abismo. Me detengo, siempre debo pensarlo dos veces, o tres. Aclaro mi garganta, me sobra saliva y, ocasionalmente, me falta. Sonrío ante la atónita mirada sorda de la elocuencia. “Y dijo así…”.

Los codos raspados, sangrantes, latientes y disímiles entre sí, le picaban, le sobraban. Las palabras caían como vómito de transeúntes mareados, la esclavitud le pesaba en el pecho y la sensación de claustrofobia, allí abajo, le carcomía las venas. Con toda la suerte que le alcanzaba para apenas respirar, la dama de rosa controlaba a la perfección su esfínter. Derrotado, volvía a esconderse, llevándose a la boca la sangre empastada en los restos de comida colectados. 

La conciencia hastiada se lamenta del poder, se suprime y se desvanece aquietada en un estrato social inconcluso. De todas las variaciones, ésta era la peor. Ardían en llamas los textos venerados en el pasado cercano de su imperfecto futuro; revolcándose, los autores, bajo las tablas bien clavadas al suelo de la memoria artificial del actual mundo. 

Y en el diván, recostada, moribunda y temerosa, la persona. Al son de una melodía francesa, repasa interiormente las líneas que le quedan sin escribir. Sobre sus hombros, detrás, la inquisidora observación del psicoanalista preso: “la escucho”. Empezó disculpándose por la demora, aunque el misterioso contrato indicaba el cobro por hora. Rechazó el vaso con licor, aunque admitió tener sed, posteriormente. Dijo, de sus pesares, poco. Mucho le costó llegar hasta el presente, desviándose en lecturas truncas de su biblioteca de placer. Los narcóticos rondaban como el sudor por su frente, y el testimonio se hacía cada vez más exigente. No podía concluir sin llorar, al menos, una lágrima de sal que, convirtiéndose en un mar, la asfixiaba.  Finalmente terminó. Su cuerpo estaba casi tan relajado como el de su interlocutor, que dormitaba plácidamente en su silla eléctrica. Se levantó, estiró su espalda, torció su cuello hasta escuchar la leve tracción de las vértebras y culminó con un salto suicida al olimpo del artista, desmembrando sus carillas contra el duro callejón. Es aquí donde me detengo, miro hacia abajo y sonrío disimuladamente, mis dientes raspan con suavidad mis labios, me relamo en el sarcasmo y me preparo para devorarlos: “Las ratas y los pies con miopía…”.

Las ratas y los pies con miopía se separan del suelo, levitan hasta un techo de espinas y se desangran. Abajo los vidrios hechos trizas, desparramados entre jugos gástricos, vestigios de cultura y tinta. El primer valiente asoma la cabeza, quitándose por completo del refugio del disfraz. Sucesivamente, a la voz de mando, todos van apareciendo, ajados y hambrientos de decir. Un semicírculo se forma en torno a la persona, los seres se impacientan, los esclavos se despiertan y los ojos se liberan. Antes de enterrar el cuerpo en la tierra discreta, desnudan de papeles los restos, y leen, a condición de un eterno silencio, el último párrafo del cuento. 

Bajo del escenario, coloco el micrófono a un lado, miro la muerte a mis pies y me despido dando un salto.

jueves, 9 de agosto de 2012

El color de la poesía


Desleales, al pasar por las letras suspiraron por el impecable resentimiento de releer. Insospechados, ellos, traspasaron el andar por las hojas, las obras tornaron su inescrupuloso capitalismo en tornasolados esbozos de pasión ensimismada y todo culminó con el poema recitado en un recinto vacío.
El sentido se complementó con su mitad abstracta, difuminando las espaciadas horas en el ventanal populoso del comedor material.
Cuento cada detalle como un plato más de comida en la mesa sucia de codicia, llena de insistencia quieta y de movilizados pensamientos súbditos de tal filosofía coloquial. Distingo, pues, el cantar abusivo de las aves blancas, el roer impositivo de las ratas del asfalto y la tenacidad supuesta en la alcantarilla literaria del compendio nunca mencionado. Pero, luego, me detengo, reflexiono sobre el dolor que no se oye a simple vista, y desvarío sobre las posibilidades de desvanecerme en el infierno de un simbolismo nada particular.
No contengo esta necesidad complaciente de dejarme llevar por el devenir del presente hecho trizas. Las naves están listas para zarpar al futuro condicional de un verbo pocas veces utilizado y respiro. ¿Es posible contentarse con los retazos de una mente a medio cocer? Las preguntas sucumben, sobran, se soasan en la parsimonia de una parrilla, tal como los jugos gástricos en el estómago social de la derrota. Las preguntas acortan las distancias y mi visión poco desarrollada intenta reconocer, en las miradas, las respuestas indirectas de ironía disfrazadas. Intento, me derrito ante el sol, y freno. El vehículo antropológico define sus marchas en numeraciones andrajosas, el estado mental se inmiscuye en la superstición, y la suerte, pura y suya, se redime  en la contrariedad.
Presa del ejemplo, la letra se abraza al fuego inepto de la realidad mágicamente abultada, se abraza, se contagia, se presupone necesaria en la imitación constante de un onomatopéyico grito de socorro. Nadie ayuda al extraño. Nada importa en el contagioso reír del espectador subliminal.
Apremiada en el asunto de permanecer, la sustancia más espesa se inyecta en las venas del poema artificial. Mis venas danzan al compás de una rima cada vez más dificultosa, mis manos sangran la tinta que sobra, los hombros fríos hacen de barreras y el cuello se mece, enmarañando las ideas.
Basta con leer la primera línea, teorizan algunos, para comprender la predisposición del artista. Basta con decirte a la cara una mentira para complacerte con el mayor de los sentidos, el inadmisible. Basta con hacer caso omiso a la impetuosa percepción de la vida. Basta con invitarme a beber frente al espejo, entre esto y aquello. Basta con saberme pesimista de la fantasía. En consecuencia de analogías, la invitación al hastío se colma de alegría, basta con decirlo para componer esta ácida poesía, de prosas posesivas y de ideas dubitativas. De esto se trata, ante ellos, pervertir al lector con rimas amarillas.

martes, 7 de agosto de 2012

Pronto


Pronto los versos desaparecerán, se irán por los caminos más oscuros de la objetividad significativa, desdoblarán sus partes en impares líneas de lógica. Sí, los versos morirán.

Pronto la poesía se refugiará en los brazos del límite vertical, mientras las odas mermarán a una línea de tiempo abultada de fechas pasadas. Lo sé, el verbo llorará.

Para entonces no tendré más remedio que olvidar, mis manos sacudirán lo poco que queda de insistencia en restos de tinta seca y mis ojos se cerrarán perplejos ante la ausencia de rimas nuevas.

Una palabra quedará en el interior de la memoria trunca, tratando de enaltecer a los pocos libros abiertos con manos vacías; gritará, no será oída y, eventualmente, callará.

Los retazos de textos, que queden desparramados en la escena del crimen literario, harán de amuletos para los pocos artistas que hubieran quedado vivos, luego del fuego abrazador.

Pero yo no estaré en el edificio, pues habré partido con el viento, y me habré repetido en ecos detrás del telón ardiente.

Entonces miro mi mano presionando con furor un encendedor negro y quemado; y a mi lado una botella del alcohol.