miércoles, 27 de junio de 2012

Esos del montón


Una campana suena a lo lejos, dejo mi barco en la marea y me distiendo; vistiendo el cuerpo abstracto en la heladera, derramando un poco de incertidumbre por los costados de un bolsillo transparente y suponiendo el trayecto hacia el infierno.

Afuera.

Desde la confirmación certera de la inexistencia en el cajón de la mesa de luz, alumbro con poca llama de una vela invertebrada, las escaleras, el fuego, y luego la nada. Todo se vislumbra entre el entretejido enmarañado de una oscura mañana. Y es de noche, y se mojan las palmas de mis manos tambaleantes en la caja negra del comedor. Allí, donde los cuchillos y el único tenedor.

Bruscamente desvanezco ante el asombro de un espectro genético en el reflejo del espejo roto. Me observo y converso con la quietud por unos minutos, mientras mis pies se derriten al son de una canción sin dientes, que aun así puede comer. Me devoran los ojos el cerebro inquisidor, me sobrepasan las costumbres, ante la insignia no hay broche peor.

Todo el oído interno escapa a tierras lejanas tras el silbido ensordecedor. “Vuelve a mí, pedazo de larva, consecuencia del autor”. Se deshacen las líneas plasmadas, me duele el corazón lleno de ira, me supura el orificio nasal derecho, gotas de sangre salada para la ensalada de consejos.

Voy arremetiendo contra el verso andado tantas veces como puta de callejón, tan agarrado por detrás y succionado, tan alevosamente desnutrido e inhabilitado sanitariamente. Versos, esos del montón. 

Enciendo un cigarrillo a medias, congelado en el cenicero sin pasión. Estas muertas letras, esta estúpida insistencia, este recuerdo alado, semejante al cuervo somnoliento que visita mi basurero en los atardeceres de luto, cuando el cuaderno desnudo sufre el frío sin sus hojas, cuando el texto burdo no puede rimar sus inservibles prosas.

Entonces estornudo un poco de arroz, llamo al hada de los dientes y la tiento con una corona recién colocada, la acompaño bajo la almohada. Se asfixia, me llama, grita por su vida que para mi vale nada. Sonrío, un cadáver más para el exquisito banquete filosofal.

La muerte llama, casi envejecida a su máxima potencia, a mi puerta de madera balsa. Se lleva el televisor, las sustancias y un poco de mi amor, poco, muy poco, pero del que tiene valor. Bajamos al tercer piso bajo cero y desmiento sus intransigencias con el alcohol etílico derramado en el ascensor.

Hasta mañana.

Ya en la cocina, al día siguiente, preparo intestinos en escabeche, paté de foie, manos al horno y un riñón sin sal. Vengan a visitarme, musas del olvido, vendo mi inspiración al mejor postor.

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