Una
campana suena a lo lejos, dejo mi barco en la marea y me distiendo; vistiendo
el cuerpo abstracto en la heladera, derramando un poco de incertidumbre por los
costados de un bolsillo transparente y suponiendo el trayecto hacia el
infierno.
Afuera.
Desde
la confirmación certera de la inexistencia en el cajón de la mesa de luz,
alumbro con poca llama de una vela invertebrada, las escaleras, el fuego, y
luego la nada. Todo se vislumbra entre el entretejido enmarañado de una oscura
mañana. Y es de noche, y se mojan las palmas de mis manos tambaleantes en la
caja negra del comedor. Allí, donde los cuchillos y el único tenedor.
Bruscamente
desvanezco ante el asombro de un espectro genético en el reflejo del espejo
roto. Me observo y converso con la quietud por unos minutos, mientras mis pies
se derriten al son de una canción sin dientes, que aun así puede comer. Me
devoran los ojos el cerebro inquisidor, me sobrepasan las costumbres, ante la
insignia no hay broche peor.
Todo
el oído interno escapa a tierras lejanas tras el silbido ensordecedor. “Vuelve
a mí, pedazo de larva, consecuencia del autor”. Se deshacen las líneas
plasmadas, me duele el corazón lleno de ira, me supura el orificio nasal
derecho, gotas de sangre salada para la ensalada de consejos.
Voy
arremetiendo contra el verso andado tantas veces como puta de callejón, tan
agarrado por detrás y succionado, tan alevosamente desnutrido e inhabilitado
sanitariamente. Versos, esos del montón.
Enciendo
un cigarrillo a medias, congelado en el cenicero sin pasión. Estas muertas
letras, esta estúpida insistencia, este recuerdo alado, semejante al cuervo
somnoliento que visita mi basurero en los atardeceres de luto, cuando el
cuaderno desnudo sufre el frío sin sus hojas, cuando el texto burdo no puede
rimar sus inservibles prosas.
Entonces
estornudo un poco de arroz, llamo al hada de los dientes y la tiento con una
corona recién colocada, la acompaño bajo la almohada. Se asfixia, me llama,
grita por su vida que para mi vale nada. Sonrío, un cadáver más para el exquisito
banquete filosofal.
La
muerte llama, casi envejecida a su máxima potencia, a mi puerta de madera
balsa. Se lleva el televisor, las sustancias y un poco de mi amor, poco, muy
poco, pero del que tiene valor. Bajamos al tercer piso bajo cero y desmiento
sus intransigencias con el alcohol etílico derramado en el ascensor.
Hasta
mañana.
Ya
en la cocina, al día siguiente, preparo intestinos en escabeche, paté de foie,
manos al horno y un riñón sin sal. Vengan a visitarme, musas del olvido, vendo
mi inspiración al mejor postor.
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