Un sendero divide la
continuidad literaria. Detrás del discurso lógico coloquial se encuentra
la muerte del sentido. Mis manos ansían lo que mis ojos no pueden ver a
simple vista.
Margarita resumió sus días en un simple parafraseo
de la esencia. Supuran mis letras en el texto ambiguo, me remonto a la
existencia controversial de sintonías alternas, me rebelo a la mínima
exposición de un sistema comunicacional de las banalidades. Una tormenta
se avecina, la constancia de la razón arremete contra la ignorancia de
ciertos rituales, pero espero.
Juan y Belén derrotaron a la
inequidad del misterio, lo hicieron sin esperar algo a cambio. Y yo sólo
espero, aquí, en la luminosa ausencia del sarcasmo. Mis uñas sangran la
tierra de un teclado maltratado, mi cabello se tiñe de blanco con el
paso de las neuronas al estado de ebullición perfecto. ¿Qué es el
estado? ¿Qué son estas sensaciones, cómo son? Me pregunto, en un eco
profundo de quietud malentendida como aburrimiento o cansancio. No me
confundo pero admito que a veces dudo. Cada ramificación que se crea
desde un símbolo alejado de la musa eterna que se compromete, se
detiene, se congela y muere.
Junté, en el camino, las tapas de
botellas, los huesos masticados y hasta alguna que otra vieja carta
lanzada al azar en la calle de la simpleza. Pero nada llevo conmigo hoy,
nada más que esta antología a cuestas de las letras que me pesan. El
estigma sangra en cada bocanada de aire viciado, el piso se convierte en
un fuego pasado por agua. Sé que Marcelo llegó primero y que Ana se
enfadó con el tiempo, lo sé porque los he creado polos opuestos. Sé,
también, que Mariana no tiene paciencia ya, y aún espero.
¿Qué es esperar?
De
vez en cuando la muerte llama a las puertas de mi infierno cercado,
sólo a veces, y no me animo a atenderla, a servirla. La cubro con
tierra, la misma tierra de mis uñas, la misma tierra de mi tumba, en la
que el futuro llora.
La división exacta de las verdades puede con
mi ingenio, me acomodo a la sombra y postergo la visita a las obras. Me
niego al absolutismo de la derrota, no quisiera perderme de vista a las
balas antes de ingresar en el hígado difuso de mi inspiración. Y no
suelo beber del veneno, ya no, pero ¡cuánto lo deseo!
Mi sencillez
desalineada me permite la autocrítica, y me acaba, me desnuda ante las
masas físicas de la balada, y en la soledad que me acompaña, sólo espero
y me esperan las llamas.
Nadie hubiera pensado antes en que
Vicente dejara de soñar, y ahora hasta el vecino de su niñez lo acepta,
se traga el comentario y continúa por la misma línea recta, sin hablarle
de su existencia, sin recobrar la memoria, pasando por alto todo lo que
era.
Tengo la sensación de que nada de lo que pienso sea, tengo y
tener al final es nada, cuando se observa detrás de aquella vidriera,
la vieja, la que no cuenta como mercancía, la difunta, la ciega, la
débil, la cualquiera, la rota, la fea, la inútil, la verdadera.
Tiene
cada ser su mundo y tiene mi mundo estas letras, letras que pecan de
insaciables, letras que nunca postergan. Tienen mis letras un nudo en la
garganta, pero también diarrea. Tienen, mis letras, el don del
silencio, a veces, cuando gritan rimas paralelas.
Cuando el
mosquito muere, con una palmada bien puesta, es cuando aprieto la
lapicera estática, y lleno de tinta una hoja blanca de ideas. Es la
mente, contesta Damián, y asiente Jimena, pero yo sólo espero. Y, a fin
de cuentas, ¿qué es morir entre una mano y otra?
Digo que mis
letras lloran. Lo escribo y luego me derrito ante el bostezo contenido.
Me derrito y todos hacen lo mismo, la coma, el verbo, el adjetivo y
hasta el mismo maldito punto seguido que me insita a continuar. Todo
llueve al final del día, en el atardecer complementario, entre el sol y
la luna, entre ser y parecer.
Pensaba en la rutina, en el vacío de
la literatura actual. Me llenaba de ira y vomitaba el tema principal de
este banquete. Debería llenar el vacío con un sentido primordial. Me
place la ironía trágica y la tragedia de la risa, pero el placer carece
de insinuación en el constipado mundo de la “virtud”.
¿Llegaré al
libro? ¿Acaso, alguna vez, lo seré? Pero sólo espero, aquí, en el
escalón primero de la sabiduría en conserva, en el tallo cortado de una
rosa marchita, en el esbozo de un eslabón encontrado en tierra olvidada.
Julio
creía en fantasías. Los personajes fueron lo que quisieron y así
fallecieron al finalizar el capítulo, al dar vuelta la página de la
hora. Un reloj sonrió, entonces, cuando dije que era el fin de una cuasi
novela. Sangró como sangran las manos del artista, gimió como lo hacen
las manías, y me observó, como esperando el reflejo de mi crítica. Me
observó, gente al pasar, lo hizo y nadie supo admirar, con mis ojos, esa
predilección sobre mis pasos, esa evidente precaución sin casco, esa
alegórica mirada que congeló mis venas, esa mirada extasiada.
Sé que la extensión molestará, he leído tanto que ya quiero terminar, pero sólo puedo esperar, nunca aprendí a dar un paso más.
Es el tipo de adquisición, el arte, que no se puede intercambiar, no sé despedirme del punto final. He de verificar, pensé, más nunca el pensar se hizo tan complejo como cuando, ahora, me toca respirar.
Admiro la expresión, ¿sabes?, me dije, admiro la contemplación con la que su respuesta se hace esperar.
Así, de esa misma manera, a Florencia se le apetecía la cena. La
solicitaba y la cocinera escupía en ella. ¡Qué delicia su rostro al
masticarla! ¡Cómo le lloraban los ojos a Rosa de la risa en el silencio
que le tocaba! La contemplaba, con el placer de los dioses del Olimpo al
ver a Hércules dominar a la fiera. La felicidad de su ser era tan
completa que olvidaba, por un momento, la desigualdad de la pirámide
social.
A veces dejo de pensar y estudio las formas, me limito y
me expongo al sol de un verano escrito. Un café me separa del sueño
abstracto y materializo, así, las consecuencias de un ensayo trunco,
dormido en mi bolsillo.
Federico, con su dios muerto, me devolvió
muchas veces el latido. Mi corazón anclado a la mente del simbolismo
filosófico me animó al voraz divertimento de lo satírico, disfrazando,
con humor, la verdad del silogismo, el resultado positivo entre dos
posibles negativos.
La vida misma, Mario, el realismo mágico del que, tú y yo, nos hemos reído.
Es que lo he dicho sin decirlo, como cuando Carlos contemplaba, bebido,
el camino azul del ave en la que todos vivimos. Borracho genio urbano,
todo lo has maldicho, pero ¡con cuánta habilidad, viejo hostil! De eso
se trata el atrevimiento, más yo sólo espero, aquí, en el agujero negro
de la consciencia, en el ataviado amanecer que nunca llega, en la parada
de un tren que no tiene vuelta, con mi mano derecha suspendida en el
aire de la correspondencia.
No invoco al espíritu de la tierra, no
me miro al espejo, no cuento ovejas, no caigo en la consecuencia ni me
distingo de la verdad, “no” tampoco es mi palabra predilecta, y no, no
duermo a la siesta.
Bella es la corteza, la misma que antes fue un gusano, aquella que, siempre colorida, aún vuela.
- ¡Bella!
- ¡Muerta!
- Pero bella igual.
- Y así, muerta.
Y yo espero, desdichada, puntual y terca.
Obra
maestra sin alumnos, un desperdicio en el etéreo rumbo del ser. La
pesadez se hace extrema en estos hombros de madera tallada, de canciones
mudas, de rincones reservados al parecer absoluto de las ausentes
musas, de irrelevantes datos acumulados en la cueva iracunda del saber.
Soy una marioneta del sistema lógico, y seré.
Abrazo el calor de
la estufa, quemándome la espalda, el gusto masoquista de la especie
congelada. Es mi oculta cara la que se enrojece tras las rejas del alma.
Es que a la literatura le hace falta que me duela cultivarla. Es que a
Javier le sobran palabras y Luz no aprendió a leer. Es que la ironía se
encuentra condensada en una lata de kerosene. Y yo sólo espero, con un
fósforo a punto de rasparse en la cajita del hotel, con la adrenalina de
hacerlo, y con el miedo de no poder.
Es el castigo del ciego por no ver, es la gota de lluvia en el ojo del ejemplo, al cruzar por el andén.
Me
pica la rodilla, se enreda con el mantel, se cae el café en la
entrepierna dormida y en lo primero que pienso es en el “dejavú”. Esto ya lo pasé. Luego, la puta madre, me quemé;
y, finalmente, el sosiego, el tiempo perdido, mientras se pasa el tren,
y el pantalón está muy mojado como para correr, y yo sólo espero, otra
vez, suspendiendo el cuerpo entero en el aire olvidado, que sopla sobre
el cenicero.