Eran ciento cincuenta versos los que Elise agrupó en su poema final. Las estrofas variaban en tamaños, sin importarle siquiera la condición matemática de su composición.
Ciento cincuenta y las preocupaciones bajaban al nivel de suposiciones. Su mirada se desprendía del resto del cuerpo y los versos se amoldaban, sin otro plan previo, a la idealización de la despedida literaria de la poeta suicida.
El verbo se entremezclaba con los sustantivos ajados de tanto uso. Lo particular del misterio, eso y lo adjetivado al punto de la exageración, todo se ausentaba del sentido objetivo, nada podía reflejar la penalización aplicada a lo subjetivo de la conducta impersonal.
Ya la teoría lo había presagiado, entre tanta práctica sistemática adaptada a la situación de previsión: todo lo que sobrara en el espacio gris, habría de complementarse con la creatividad superflua.
Las masas sociales, el individuo aislado, la contemplación de la virtud, el defecto ambiguo de la aceptación, la diversidad genérica de los sabores de helado y la tinta que cada tanto se secaba en la húmeda necesidad del tiempo; eso y las verdades insensibles del sofá roto… todo ansiaba el cambio y la muerte, lo inánime del sendero, lo oscuro del árbol necio y la lluvia sobre el hombre sin paraguas, sollozante de expectativas truncas.
Ciento cincuenta y el acto impío sobre el libro vil de la inestabilidad. Porque los versos eran alimañas en la alcantarilla de lodo y hazañas que su cuerpo no pudo eliminar.
Lo opaco del sueño iba, de a poco, asimilando la capacidad luminosa de alguna estrella que explotaba, cayendo al mar de la bruma materializada. Entre tanto, la negación incomprendida rondaba la estufa encendida a su máxima potencia y el vaso quebrado cortaba el labio superior, el del silencio, con el filo de la palabra alcoholizada.
Elise, desnudando textos en la biblioteca del mundo, aplicaba estigmas en muñecas de tapa dura, extrayendo el tinte rojo de la existencia burda para beberlo en noches de eterna sobriedad. Y la soledad deslumbraba, altiva y soberana, hasta en la tiranía de lo evidente, hasta en la tibieza de un café con leche, hasta en lo imposible de la veracidad.
Los acontecimientos del día parecían haber sido inventados con el mismo tono lírico de aquellas líneas precarias que inducían a la posibilidad primordial del adiós en puerta. Desde el amanecer hasta la madrugada siniestra de la invertebrada actualidad, las luces se habían predispuesto a la cordialidad icónica del sentido manifiesto. Nada podía opacar la penumbra andrajosa y complaciente del tálamo ancestral que llamaba cama y sillón y mesa y biblioteca de tapas blandas fotocopiadas con la calidad de la que se carece cuando se pretende romper con el molde de la generalidad.
Ciento cincuenta y la almohada, la duda y la mirada perdida en las sombras que se forman cuando ya nada circula en el ambiente asfixiado de un monóxido de carbono poco controlado. El número no era tan importante como el sentido planificado de la finalidad advertida en el principio de los tiempos, cuando aún el verso primero en la punta de la pluma mojada. Y ya los cientos se sentían en el latido incorpóreo de la banalidad, el humo sofocaba las ventanas cerradas y la esquina más negra parecía armarse de coraje para escaparse al brillo de la causalidad ambidiestra vestida de azar.
Al finalizar con el cometido, Elise tomó el último trago del elixir que había preparado con la misma dedicación que aquellos versos sometidos a la psicodélica representación casi carnal. La obra disponía de un desenlace que prometía demasiado pero la poeta decidió, minutos antes del cierre del telón, cambiar las últimas palabras por un funesto silencio parecido a la parca que vendría luego a buscarla.
El público lloró.
El libro se vendió en todos los puestos comerciales de la peculiar ciudad, mientras que el manuscrito se mantuvo encerrado bajo ciento cincuenta llaves, tal como Elise encargó a su editor de confianza.
Pronto se supo del realismo anclado a la misiva del epílogo y ya nadie se contuvo de la compra amarilla de aquel producto sangrado.
Ciento cincuenta y las preocupaciones bajaban al nivel de suposiciones. Su mirada se desprendía del resto del cuerpo y los versos se amoldaban, sin otro plan previo, a la idealización de la despedida literaria de la poeta suicida.
El verbo se entremezclaba con los sustantivos ajados de tanto uso. Lo particular del misterio, eso y lo adjetivado al punto de la exageración, todo se ausentaba del sentido objetivo, nada podía reflejar la penalización aplicada a lo subjetivo de la conducta impersonal.
Ya la teoría lo había presagiado, entre tanta práctica sistemática adaptada a la situación de previsión: todo lo que sobrara en el espacio gris, habría de complementarse con la creatividad superflua.
Las masas sociales, el individuo aislado, la contemplación de la virtud, el defecto ambiguo de la aceptación, la diversidad genérica de los sabores de helado y la tinta que cada tanto se secaba en la húmeda necesidad del tiempo; eso y las verdades insensibles del sofá roto… todo ansiaba el cambio y la muerte, lo inánime del sendero, lo oscuro del árbol necio y la lluvia sobre el hombre sin paraguas, sollozante de expectativas truncas.
Ciento cincuenta y el acto impío sobre el libro vil de la inestabilidad. Porque los versos eran alimañas en la alcantarilla de lodo y hazañas que su cuerpo no pudo eliminar.
Lo opaco del sueño iba, de a poco, asimilando la capacidad luminosa de alguna estrella que explotaba, cayendo al mar de la bruma materializada. Entre tanto, la negación incomprendida rondaba la estufa encendida a su máxima potencia y el vaso quebrado cortaba el labio superior, el del silencio, con el filo de la palabra alcoholizada.
Elise, desnudando textos en la biblioteca del mundo, aplicaba estigmas en muñecas de tapa dura, extrayendo el tinte rojo de la existencia burda para beberlo en noches de eterna sobriedad. Y la soledad deslumbraba, altiva y soberana, hasta en la tiranía de lo evidente, hasta en la tibieza de un café con leche, hasta en lo imposible de la veracidad.
Los acontecimientos del día parecían haber sido inventados con el mismo tono lírico de aquellas líneas precarias que inducían a la posibilidad primordial del adiós en puerta. Desde el amanecer hasta la madrugada siniestra de la invertebrada actualidad, las luces se habían predispuesto a la cordialidad icónica del sentido manifiesto. Nada podía opacar la penumbra andrajosa y complaciente del tálamo ancestral que llamaba cama y sillón y mesa y biblioteca de tapas blandas fotocopiadas con la calidad de la que se carece cuando se pretende romper con el molde de la generalidad.
Ciento cincuenta y la almohada, la duda y la mirada perdida en las sombras que se forman cuando ya nada circula en el ambiente asfixiado de un monóxido de carbono poco controlado. El número no era tan importante como el sentido planificado de la finalidad advertida en el principio de los tiempos, cuando aún el verso primero en la punta de la pluma mojada. Y ya los cientos se sentían en el latido incorpóreo de la banalidad, el humo sofocaba las ventanas cerradas y la esquina más negra parecía armarse de coraje para escaparse al brillo de la causalidad ambidiestra vestida de azar.
Al finalizar con el cometido, Elise tomó el último trago del elixir que había preparado con la misma dedicación que aquellos versos sometidos a la psicodélica representación casi carnal. La obra disponía de un desenlace que prometía demasiado pero la poeta decidió, minutos antes del cierre del telón, cambiar las últimas palabras por un funesto silencio parecido a la parca que vendría luego a buscarla.
El público lloró.
El libro se vendió en todos los puestos comerciales de la peculiar ciudad, mientras que el manuscrito se mantuvo encerrado bajo ciento cincuenta llaves, tal como Elise encargó a su editor de confianza.
Pronto se supo del realismo anclado a la misiva del epílogo y ya nadie se contuvo de la compra amarilla de aquel producto sangrado.