Había una vez un pueblito muy hambriento, las mañanas y las tardes no tenían el sol típico de un pueblo, y la única música que se escuchaba era la de un viejo piano lejano, era de un solitario pueblerino que nunca salía de su casa.
La gente del pueblo creía que el viejo hombre del piano era una especie de monstruo o loco que lo único que hacia era tocar su piano, pero aquello no les daba miedo porque era más aterrorizante ver a los niños del pueblo sufrir hambre y frío. Las casas del pueblo eran todas precarias y la mayoría tenían techos de nylon y chapas viejas. La vida no era fácil en ese pueblo, la vida no era vida.
Algunos vecinos cazaban o pescaban lo poco que ese desierto bosque y ese río casi seco les daban, se sobrevivía pero no se vivía. Otros solo se dirigían a otros pueblos más ricos y pedían limosnas.
Un día un niño desvalido y lastimado por no tener zapatos se paró en el centro de la plaza principal y sin hacer alboroto alguno, desenrolló una soga vieja, colgó uno de sus extremos en un pequeño árbol, hizo un nudo típico y se ahorcó. La gente no lo vio, miraban todos al piso, no tenían la moral alta como para mirar hacia arriba. El niño permaneció colgado por días y días. Los otros niños lo visitaban pero nadie los veía.
Los meses pasaban y de a poco uno tras otro, los niños hacían lo mismo que aquel muchacho. Pero nadie, ningún adulto se daba cuenta. Y los árboles de la plaza se llenaban de “niños adorno”.
Un día, mucho tiempo después, la música de aquel piano viejo dejó de escucharse, la gente no se daba cuenta y seguía buscando sobrevivir, y con la misma frase: “hay que darles de comer a los niños”. Y los niños no estaban…
Un día el sol salió, brillaba tanto como si estuviera a pocos metros del pueblo. La gente no se dio cuenta del sol, el astro había hecho florecer las plantas, los frutos empezaron a brotar y el seco bosque se había hecho verde otra vez, al día siguiente cayó una intensa lluvia y el río se llenó de agua y alegría, los peces eran millones, los animales de la granja empezaron a reproducirse y las vacas derramaban leche por sus ubres. Pero los vecinos seguían pidiendo en otros pueblos con la excusa de alimentar a sus hijos, ¿qué hijos?
El tiempo pasaba y nadie miraba para arriba, compraban televisores y equipos musicales, compraban teléfonos celulares y cámaras de video, pero no miraban alrededor, no comían, no cocinaban, no buscaban a sus hijos, porque nadie se miraba a la cara.
Cierta vez, la música empezó a sonar nuevamente, y nadie oía, cada día se escuchaba un poco mas fuerte, pero nadie quería escuchar. El viejo hombre que vivía en aquella casa lejana y que tocaba ese viejo piano gritaba y su instrumento también, cuando estuvo cansado de que nadie lo escuchara, y de que el sol quemara y que nadie se mirara, y que nadie notara que sus hijos habían muerto, bajó de la colina en que se encontraba su casa con una parrilla y una bolsa negra.
Amadeo, llamado así en honor a Mozart, llegó a la plaza, instaló la parrilla en el mismo lugar donde estaban los cuerpos casi putrefactos de los niños, dejo listo todo y volvió a su casa, luego bajó el piano y lo instaló en el mismo lugar, después llevó una vaca llena de leche y un montón de libros viejos.
Primero empezó a tocar el piano y nadie lo escuchaba, luego comenzó a leer un libro y nadie atendió, después se alistó para ordeñar la vaca y cuando había ya llenado una cubeta (luego de solo dos minutos) la puso en lo alto y nadie lo vio. Cansado ya, abrió su gran bolsa negra y sacó un rollo gigante de chorizos, procedió a prender el fuego y luego puso los chorizos en la parrilla, luego corto todo el pan y preparó los “famosos choripanes”. La gente comenzó a acercarse y todos se preguntaban quien era aquel candidato y a qué partido había que votar, los cánticos comenzaron y mientras más cerca estaban, este hombre les acercaba los choripanes, Amadeo derramaba una que otra lágrima y se daba cuenta que la cultura de este pueblo estaba podrida.
Cuando todos habían terminado ya su choripan, Amadeo se preparó para hablar, la gente, mirando hacia abajo se aprestó a escuchar…”caballeros, damas ahora que tengo su atención, quisiera decirles que lo siento mucho, pese a mis formas musicales de llamar su atención, pese a la naturaleza que explayó sus maneras casi inexplicables de darles todo, no se han podido dar cuenta de la vida, no han podido ustedes infames del alma contener a sus hijos… ¿Dónde están sus hijos? “y todos se miraron. “Por años y años toqué melodías, les he leído libros, les traté de enseñar a producir, y ustedes solo pedían y compraban malditos electrodomésticos, quisiera que todos miren hacia arriba y vean el futuro que han creado, o que rompieron en pedazos…” todos miraron hacia arriba, y la vida se cayó…los choripanes quedaron derramados por el suelo acompañados por el jugo gástrico impune de sus cuerpos.
“Veo que no tenían mas que cultura de urna, veo que sus excusas era meras patrañas, veo que no ven, veo que su vida es gris y veo que no merecen vivir”.
El cuento se termina aquí, sin futuro no hay historia que contar, sin cultura no hay palabras, sin palabras no hay verdad, sin verdad no hay fuerza, sin fuerza no hay unidad, sin unidad no hay pueblo, sin pueblo no hay humanidad, sin humanidad no hay mundo y sin mundo no hay lugar. Sin espacio no hay acciones sin acciones no hay libertad.
Sin futuro no hay historia porque el futuro en niños se muere, y de la muerte no hay vuelta atrás.
(Cecilia M. Macaroff B. 32628776/N)
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